Se dice que lo de “morder el polvo” es una expresión que se remonta a los días del Medievo, cuando los caballeros cabalgaban con un puñado de tierra del solar natal en sus alforjas, acaso envuelto en una prenda de su dama. El objeto de tan singular paquete no era otro que llevárselo a la boca, al saberse en trance de muerte tras haber sido heridos al recibir el último mandoble. Por eso, en las historias de héroes y villanos que se contaban antes… Hace mucho, en un tiempo tan distinto como lejano de estos días de pragmáticos, mezquinos y cobardes, conmovía leer o escuchar uno de aquellos “mordió el polvo” con el que se recordaba a los ausentes.
Además de contar al lector de nuestros días las hazañas del Cid, Pérez Henares quería “escribir algo sobre los juglares, unos personajes de los caminos, los mercados de los pueblos, las ferias del ganado. Eran los que contaban de aquí y llevaban allá. Podían ser espías de unos y de otros. Eran absolutamente transversales, que diríamos ahora. Preludiaban las fiestas, llegaban hasta la puerta de los monasterios… Fueron los mejores ojos que yo haya podido tener para contar lo que era el mundo medieval”.
Edad Media que Pérez Henares nos refiere en base a tres juglares de una misma familia: la de Per Abbat (Pedro Abad), el narrador, que fue juglar antes que fraile. Unos y otros tenían en común mucho más de lo que se imagina: andaban los caminos, contaban las historias y, a menudo, aunque religiosos, los frailes también se daban a los placeres de la carne. No muy lejos de aquí, en esta misma Alcarria medieval a la que nos transporta Antonio Pérez Henares, Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita —algo posterior, bien es cierto—, escribía El libro del buen amor (1330-1343).
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Per Abbat, nuestro fraile, en efecto, existió. Al parecer, fue un canónigo de Toledo, documentado entre 1204 y 1211, y para algunos eruditos —Antonio Ubieto Arteta—, fue el autor del Cantar del mío Cid. Otros —Colin Smith— sostienen que solo fue el copista del manuscrito fechado en 1207. En los dos primeros libros de El juglar, Per Abbat es un narrador omnisciente. En el primero de estos libros, pone voz a la experiencia de su abuelo, Pedro, quien trató a El Cid personalmente. Ya en el segundo libro, Per Abbat sigue en la omnisciencia narrativa para hablarnos de los caminos recorridos por su padre, “hombre de mucho vivir (…). Y supo hacerlo con igual naturalidad en palacios y entre reyes, magnates y damas que en descampados, mercados, ventas y apriscos entre labriegos, cantaderas, posaderos, pastores y patanes”. Finalmente es el propio Per Abbat, ya convertido en narrador homodiegético, quien nos habla de sus andanzas por la Castilla y reinos limítrofes de la Península Ibérica en los días del, ya en sus tiempos, legendario paladín castellano.
En el viaje a la Alcarria de Pérez Henares, estos tres juglares fueron los primeros en contar la historia de Rodrigo Díaz de Vivar El Campeador. En efecto, los 3735 versos que integran el poema, de autor desconocido hasta que un estudio concluyente demuestre lo contrario, llegaron después. Lo que el novelista nos cuenta en su nueva entrega son las tradiciones orales que dieron lugar al cantar de gesta que, a decir del medievalista, filólogo e historiador Ramón Menéndez Pidal, es el pórtico que da entrada a toda la literatura española.
En ese viaje a los orígenes de nuestra literatura hay una referencia obligada al lugar donde perfectamente pudo leerse por primera vez el poema: el monasterio de Santa María de la Huerta (Soria), un cenobio cisterciense en cuyo refectorio, subido a su púlpito, Per Abbat, en lugar del habitual libro piadoso, pudo leer por primera vez el poema para amenizar la comida de los otros frailes.
En aquellos días, la orden del Císter, contaba entre las principales. No era baladí que estuviera “trayendo la liturgia nueva a España. La repoblación de Sigüenza la estaba haciendo un obispo del Císter, que muere en combate, por cierto. Estas abadías dependían del trabajo de mucha gente”, comenta el autor para hacernos ver la importancia que tenían los monasterios en la Edad Media, casi tanto como los castillos o las incipientes ciudades.
En las páginas de este veterano periodista, que también es Pérez Henares, aunque de un tiempo a esta parte prefiere la novela histórica —de la que es uno de sus cultivadores más destacados— a los debates televisivos, tampoco faltan guerras: las que asolaron la Península Ibérica entre 1065 y 1214, entre el siglo y medio largo en que transcurre el relato: Navarra contra Aragón, Aragón contra Castilla, los almorávides contra los taifas en Al-Ándalus…
La guerra, como el hambre y la peste, gravitaron durante toda la Edad Media. “Había personajes que me llamaban, ya fueran históricos o ficticios. Que la madre de Per Abbat sea una halconera se debe a un colaborador de Félix Rodríguez de la Fuente, que rodó en La Alcarria una buena parte de El hombre y la tierra. Un personaje histórico que siempre quise meter fue Gonzalo de Berceo en San Millán de la Cogolla”.
“La Edad Media era un tiempo mucho más luminoso del que nos han vendido —continúa el novelista—. Fue una época de lírica y música, de explosiones de color en iglesias, castillos y ciudades, una edad donde el juglar era el cronista, el portador de las buenas y las malas nuevas en salones nobiliarios, plazas de pueblos y ciudades, e incluso en las cortes de los reyes”.
Aunque tienden a confundirse, e incluso a usarse como sinónimos, lo cierto es que los juglares no eran igual que los trovadores. Aquéllos eran músicos ambulantes que entonaban sus canciones en lengua vulgar, acompañándose de guitarras, laúdes, tamboriles y otros instrumentos al uso en la época; los trovadores, que en principio componían sus versos en lengua occitana (provenzal antiguo) solían ser autores de las canciones que entonaban; los juglares, no necesariamente. La lírica cortés, la de los grandes amores entre las damas y los caballeros, era más de los trovadores; la épica, de los juglares. No por ello Antonio Pérez Henares ha dejado de esforzarse especialmente en la creación de los personajes femeninos. Al fin y al cabo, se trata de acercar, con esa amenidad y vigor narrativo que caracteriza sus títulos anteriores —La canción del bisonte (2018), Nublares (2020), La Española (2023)…— los orígenes de la literatura patria a nuestro siglo XXI.
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