Ahora siento más que nunca lo afortunado que fui por tratar a Fernando Sánchez Dragó, por considerarme, pese a la edad, su amigo, por aprender de sus palabras, de su actitud ante la vida, como hombre y como escritor, y por disfrutar de sus libros. Sigo disfrutando de ellos. De su persona me han quedado estas obras, y debo reconocer que no es poco, como si fuesen su alma: quizá él me diría que son su alma. El “Alma-libro” del que escribía mi querido Unamuno: “Aquí te dejo mi alma-libro, / hombre-mundo verdadero. / Cuando vibres todo entero, / soy yo, lector, que en ti vibro”.
He dudado si titularlo “En el centro del laberinto” o “Fuera del laberinto”. Se puede considerar que Fernando ha alcanzado el centro del laberinto, el que dijo que ya alcanzara con su hija Aixa al final de La prueba del laberinto, en la catedral de Chartres. Pero también se puede considerar que ya está “fuera del laberinto”, si la vida lo es, y yo muchas veces pienso y siento que lo es.
El título de ese libro, La prueba del laberinto, no es casual, tampoco su historia, que creo que se bifurca en muchas. Es una búsqueda de Jesús, pero al final el protagonista es el propio Fernando, bajo el antifaz de su alter ego Dioniso. Recomiendo buscar en un diccionario de mitología este personaje; yo lo hice en el de Carlos García Gual. El gran clasicista empieza su entrada de Dioniso en su Diccionario de mitos (Turner, 2017, pp. 130-131) de la siguiente manera:
Grande es Dioniso, el hijo de Zeus, en su divina y singular personalidad, que contrasta mucho con los otros dioses griegos. Tremendo es en sus manifestaciones, en el gozo de sus fiestas orgiásticas y en la cruel venganza contra quienes le niegan o intentan apresarle. Es Baco, el Liberador, el Bramador, el dios de la máscara, del frenesí, de la danza enloquecida, del entusiasmo y la embriaguez, el guía que arrastra a las ménades bacantes a sus alocadas correrías nocturnas por los bosques, el salvaje devorador de carne cruda, el inventor del vino que disipa las penas, el patrón de la fiesta teatral, un dios extraño y fascinante.
Al final La prueba del laberinto es una búsqueda del propio Fernando a sí mismo, y me atrevo a decir que a través de sí mismo, a través de toda una cultura, la suya, pero también la del lector. Una cultura entendida como algo muy amplio, muy hondo, que nos habla y nos explica. También, todo ello, es un viaje, el que recorre el personaje de ese libro, y con él el lector.
Al final este lector, tal vez también el que esto lee, y el que lee La prueba del laberinto, se identifica con Dioniso, con Fernando, con Fernando Sánchez Dragó. El propio escritor se introduce con los dos nombres; es evidente que juega, y que lo hace consigo mismo, con su ser auténtico y con su máscara, que quizá intuye que son la misma cosa. No en vano, pienso ahora, máscara significaba en griego persona.
El escritor es con sus personajes un pequeño dios, y lo es consigo mismo en cuanto a que sus personajes lo representan. Ahora recuerdo el maravilloso poema de Borges, aquellos versos que Pérez-Reverte puso al frente de La tabla de Flandes: “Dios mueve al jugador y éste la pieza. ¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza?”.
Sí, yo he sentido muchas veces la vida como un laberinto. Cuántas veces me he dicho que la vida era como una carrera de obstáculos, por una parte, y un laberinto, además, por otra. Puede que cuando muramos salgamos del laberinto que es la vida. Puede que entonces alcancemos el centro del laberinto, como lo logró el escritor de La prueba del laberinto y su hija Aixa en la catedral de Chartres, con mucho simbolismo, como todo lo que hace ese personaje en el libro. Ésa es una de las grandes lecciones, en mi opinión, que tiene esa obra, aparte de su espíritu literario y vital, espiritual, que es el de Fernando Sánchez Dragó.
Recomiendo a mi lector que busque en Internet o en algún libro este laberinto de la catedral de Chartres, como hice yo. Es precioso, como lo es la catedral, por supuesto. Es muy bonito leer la novela de Sánchez Dragó con las referencias visuales a las que remite el escritor bien presentes, por ejemplo ésta del laberinto, o la de la cruz de los cátaros, por ejemplo.
Recuerdo que cuando compré y leí este libro yo estaba en 3º de BUP y tenía 16 años. Recuerdo que entonces estaba leyendo La Regenta, de Leopoldo Alas “Clarín”, uno de mis libros favoritos de siempre, y que me sorprendía la frescura de La prueba del laberinto, su contemporaneidad, el ver un Mercedes por ejemplo entre sus páginas. Me sentía cómodo leyendo este libro porque era de mi época, y su autor también. Ahora me doy cuenta de que no sólo era de mi tiempo, sino de todos los tiempos, del Tiempo quizá me diría Sánchez Dragó.
Con esta novela ganó el premio Planeta en 1992. Parecía que él no la apreciaba mucho, tal vez porque era la opinión dominante que veía en los lectores, pero a mí sí que me gusta y sé que a él le gustó que se lo dijera en una ocasión. “¿Te gusta La prueba del laberinto?”, me preguntó un día, como mostrando sorpresa. Yo le dije que sí, sin dudarlo. Me gusta cada vez más.
Un día, hace muchos años, en una Feria del Libro de Madrid, me dijo que la había escrito para ganar el premio Planeta, y que su mejor novela era El camino del corazón, que fue el libro que me recomendó aquel día y el libro que compré, o mejor dicho que me compró mi padre.
Hace poco el escritor Javier Sierra puso un tuit en el que decía que ahora Fernando conocía todos los misterios. Ese tuit y la foto que adjuntaba, en Grecia, cuando recorrieron Eleusis hace poco, son entrañables. En ella aparecen los dos autores sentados en unas ruinas. De hecho ahora leo a Javier Sierra y me recuerda mucho a Fernando Sánchez Dragó; no sé si estaré equivocado con esta asociación literaria, asociación que probablemente va más allá de la literatura.
Veo que es un escritor, una persona, a la que no se le olvida, no lo olvidamos. Ahora compruebo, estoy comprobando que tras la muerte, cuando va pasando un poco el tiempo, es como más se valora y disfruta a los escritores con los que has convivido, y eso me está ocurriendo por ejemplo con Antonio Prieto, mi querido profesor, y con Fernando Sánchez Dragó.
Ahora pienso que es muy posible que Fernando quede en la Historia de los hombres, y lo haga en toda su dimensión, no sólo como escritor, sino como orador, comunicador, como periodista, como hombre, como persona.
Yo lo recuerdo siempre, muy a menudo, sonriente. También lo recuerdo mucho con un libro en la mano. O con un bolígrafo Pilot entre los dedos, rotulador de punta fina, parecido a éste con el que escribo yo ahora. Estos rotuladores le gustaban mucho, los utilizó mucho, y yo le veía con ellos en los programas de Negro sobre blanco.
Él dijo mucho que no era periodista, pero en sus últimos años a mí me dijo que ya había dejado de decirlo. “Si no eres periodista tú —le replicaba—, ¿quién lo es?”.
Vuelvo a sus libros, los paladeo. Por ejemplo, Gárgoris y Habidis y Muertes paralelas. Todos tienen su sustancia y en todos está él. Me centro, me concentro en lo mejor que tienen; y de lo que me parece menos bueno también aprendo, también lo disfruto, porque en todo ello lo veo a él.
Para mí, como para muchos, supongo, es una especie de mito, de leyenda viva, todavía hoy, quizá hoy más viva incluso que cuando vivía. Por sus libros, por sus artículos, por sus programas de televisión. Pero a poco de tratarlo te dabas cuenta de que ahí había una persona entrañable.
Vuelvo a La prueba del laberinto, el primer libro suyo que compré y leí, y lo busco a él en su historia, en su trama, en su profundidad y pensamiento. Y lo encuentro a él.
Me recuerda mucho a El código Da Vinci, y aunque sé que esto no le gustaría que se lo dijera lo cierto es que lo pienso mucho cuando lo leo y pienso sobre La prueba del laberinto, publicado, no hay que olvidarlo, en 1992, es decir, 11 años antes que la novela de Dan Brown.
Busco en sus libros a la persona que conocí, con la que tuve la suerte de coincidir muchas veces, con la que pude hablar muchas veces, en persona y por teléfono. Lo busco y debo repetir, sí, que lo encuentro. A veces incluso si hago un pequeño esfuerzo, al leerlo, me parece oír la voz de Fernando transmitiéndome directamente las palabras de sus libros. Es una sensación muy agradable: oírle en las páginas que escribió. Y su voz era muy característica, muy llena, de muchas cosas, pero también de sí mismo.
Era un hombre afable, y lo he dicho otras veces. Amable, cercano. Era el personaje de sí mismo, pero en tanto en cuanto escritor auténtico, que lo era, enormemente vocacional, era también escritor auténtico de sí mismo, y personaje de sí mismo. Yo creo que él quería descubrirse, ser más plenamente, y en esa investigación literaria conseguía ser más escritor, su mayor objetivo, no diferente al primero, porque eran el mismo. “Literatura egográfica”, decía él que era la que practicaba.
En sus libros está la clave, pero también en sus programas de televisión, por ejemplo. Hace poco con Juan Antonio Tirado, escritor y periodista de Informe semanal, comentaba lo maravillosos que eran los programas de Negro sobre blanco, cuánto los hemos disfrutado. Por allí pasaron todos los escritores de la época y yo procuraba no perderme ninguno. Creo recordar que los ponían los domingos a las 12 de la noche en La 2, que debía de ser la hora de menor audiencia de la televisión. O acercarse a ella. Pero los que teníamos mucho interés sí que lo veíamos, al menos quien esto escribe, en otra época, cuando soñaba sin saberlo, sin formulármelo a mí mismo quizá, con convertirme en uno de esos escritores a los que entrevistaba Fernando Sánchez Dragó, o incluso él mismo haciendo su propio programa de televisión.
Al final, en 2008, cuando publiqué Pedro J: Tinta en las venas, fui entrevistado por Fernando en Las noches blancas, en Telemadrid, y ya no olvidaré todo lo que hablamos allí, antes, durante y después del programa. Quizá entonces yo llegué, de algún modo, al centro del laberinto, a uno de los múltiples centros de laberinto que tiene la vida, pues ésta me ha demostrado muchas veces que lo es, como ya he insistido suficientemente en este texto, un laberinto, el más complejo y difícil de todos, el que quizá los incluye a todos, el que conduce a todos también. Asimismo el mejor de todos, el más rico y trascendente.
Por eso Fernando hablaba en su novela de la prueba del laberinto y citaba a Mircea Eliade al principio del libro, como lema, un texto en el que Eliade decía que “la prueba” se repetía muchas veces. Él, Fernando, así lo comprendió; creo que sus lectores también lo comprendemos, con él. Es un aprendizaje, una ganancia, si se me permite la expresión. Y la tenemos para siempre. Ella nos servirá de guía para futuros laberintos, futuras pruebas.
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