“Plasma una detenida observación anatómica con un uso dramático del claroscuro que llegaría a ser conocido como tenebrismo. Esta técnica se convirtió en un elemento estilístico dominante, oscureciendo las sombras y transfigurando objetos en brillantes haces de luz.”
Empezaré por decir que A pleno sol me impactó mucho en mi niñez, no sólo porque era una de las favoritas de mi padre sino por el decepcionante final: con lo listo que es, ¿cómo es posible que Ripley haya sido tan estúpido de dejar el ancla amarrada al barco? Esta no era la primera (y desconcertante) ocasión que, de muy niño, empatizaba con asesinos. Otra tarde con mi padre, viendo Chacal, lloré de rabia cuando De Gaulle esquiva el tiro de Edward Fox al entregar la medalla (“¿pero tú por qué quieres que maten a De Gaulle?”). El caso es que años después, al volver a verla (A pleno sol, no Chacal) me llevé una decepción mayúscula: la película despachaba la novela de Highsmith de manera ramplona, el final era ingenuo y Alain Delon se confirmaba como el peor actor más guapo de la historia. Esta última afirmación grosera se puede comprobar en Rocco y sus hermanos cuando, descompuesto, rompe a llorar en la cama bocabajo para no tener que dejar al aire sus vergüenzas interpretativas.
El caso es que Zaillian, siguiendo el consejo que le dio Hawks a John Huston cuando se enfrentaba a la dirección de El halcón maltés (“no te líes, sigue al pie de la letra el libro de Hammett”), consigue lo que Guns & Roses con el «Knockin’ on Heaven’s Door»: crear una versión que hace que ya nunca tengas ganas de escuchar ninguna de las anteriores (y hablamos de Dylan y Clapton aquí, ojo).
Primero por el estilo de rodar. Aprovechándose del blanco y negro, imprescindible en este caso, reinterpreta y amplifica a Caravaggio (cuyas obras están presentes a lo largo de los ocho episodios) con un uso del claroscuro que deslumbra: neorrealismo italiano en 8K. Pero es la posición de la cámara, siempre fija, la que deja boquiabierto: planos inmóviles de escaleras que, sin ninguna prisa, parecen decirle al espectador “¿Has visto que han subido? Ya bajarán”; gatos que miran a la cámara o hacia arriba y lo dicen todo sin emitir un sonido; planos cenitales, estatuas a través de grietas; planos picados y contrapicados que consiguen el vértigo a lo Ciudadano Kane… Cada uno de los fotogramas de la serie podría estar enmarcado en un restaurante italiano de Chueca, en un speakeasy de Barcelona o en uno de los “clubs Matador” que abundan por Madrid.
Después están las localizaciones en Italia. Zaillian rueda sin prisa en Roma, Palermo, San Remo o Venecia para poder mostrar toda su belleza. Y vaya si lo consigue. Cada pino de la Via Appia, cada adoquín frente a la máquina de escribir erigida a más gloria de Victor Manuel II, cada cama con dosel de palacio veneciano, cada cuadro de Caravaggio, cada ventana abierta al Tirreno a través de un arco encalado de la costa Amalfitana, cada estatua, cada tramo de escaleras (omnipresentes)… Sólo faltan Mastroianni, Gassman o Anita Ekberg para quedarse a vivir en la serie (Sophia Loren no falta porque está presente en la portada de Oggi).
Y claro, la banda sonora. Porque uno no tiene la sensación de estar en Capri si no suena de fondo Mina y su «Il cielo in una stanza» o Toni Renis preguntándose «Quando, quando, quando». Porque no se consigue la elegancia en un salón de baile si no suena el Vals 2 de Jazz Suite (y si no que se lo pregunten a Kubrick en Eyes Wide Shut). Y porque Woody Allen ya dejó claro en Match Point (por cierto, película que somete al espectador a una tensión continua muy parecida) que no hay desasosiego sin la furtiva lágrima.
Por último los personajes, tan completos que todos ellos tienen un spin-off. Desde el detective negro que contrata a Ripley en suburbios neoyorkinos extraídos de Fat City, a un hedonista Dickie (John Flynn), pasando por el libertino pero inteligente y cínico Freddie Miles (Eliot Summer), por el descreído inspector Ravini (que no se sabe si lo interpreta Maurizio Lombardi o Totò) o por el cameo de un intrigante e inmenso John Malkovich (“el conde es piloto de carreras y la condesa produce películas, o sea, que no hacen nada”) que 40 años después de abandonar Camboya en Los gritos del silencio vuelve a falsificar pasaportes. Y todo para terminar en un inconmensurable, imperturbable y desesperante Tom Ripley (Andrew Scott), que es capaz de llevar al espectador al borde de un ataque de pánico sin dejar de andar despacio, como los toreros buenos.
No sé si a estas alturas de la reseña he sido capaz de dejar claro que Ripley es lo mejor que he visto en 2024 (y ya van casi cinco meses). He intentado seducirles huyendo de la trama (porque mi amiga Paloma Bravo siempre me regaña por hacer sinopsis) y destacando sus muchas y enormes virtudes cinematográficas, por encima de las cuales, y como diría el propio Ripley, está “la luz, siempre es la luz”. No quiero pensar cómo se va a poner Woody Allen cuando la vea y alguien le diga que no la ha dirigido él.
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