Jamás la vida es como pensamos que sería. Ella tiene sus propias reglas, juega su propio juego que nosotros ni entendemos ni podemos dominar, por mucho que lo intentemos. Es caprichosa y a veces, las más, incoherente. Casi nunca los resultados corresponden a lo sembrado, o al menos esa es mi experiencia. Me pasé mi infancia, mi adolescencia y mi vida adulta cultivando la paciencia y lo único que coseché fue indiferencia y traición. No os penséis que habla la amargura de la vejez, no es así, lo que habla es la voz de la experiencia. Confié en promesas vanas, confié en mi marido y en que su vuelta a casa me devolvería la felicidad que un día experimenté junto a Glauco, aquel simple esclavo que me enseñó el significado de la palabra lealtad y que murió a causa de nuestro amor ilícito, para salvaguardar mi reputación, una reputación que le debía a él, a Ulises, el hombre al que consideré mi alma gemela y que me enseñó una gran lección: a quererme, a quererme por encima de las traiciones, por encima de los desaires, por encima de su amor de pacotilla, por encima incluso de las habladurías.
Todos conocéis la historia, ¿verdad? Los poetas transformaron en cantos heroicos aquella matanza que terminó con un río de sangre corriendo a través de las junturas del suelo para desembocar en nuestra historia y transformar nuestras vidas para siempre. Aquella que corrió por los palacios, surcó los mares, se estrelló contra los oídos de aquellos que quisieron saber y de boca en boca se transformó en una historia de amor, una historia que jamás contó el final, una historia que ignoró mi verdad. Él siempre ha quedado como el héroe, como el hombre que rechazó la inmortalidad por amor. Pero ¿qué pensaríais de él si supierais que todo eso es pura invención, que nunca fue así? ¿Cambiaría vuestra forma de ver al héroe y comenzaríais a ver a un simple hombre plagado de defectos? ¿Lo despojaríais de esa pátina de fama que lo ha recubierto durante todo este tiempo? Tal vez no, una vez que la fama se alcanza es muy difícil de cambiar.
A mí la fama me llegó convirtiéndome en paradigma de la mujer abnegada, fiel y enamorada que esperó a su marido sufriendo todo tipo de vejaciones. La historia la contaron a medias, olvidaron aquel amor maduro que me hizo florecer mientras Ulises estaba ausente. Olvidaron que durante un tiempo reiné en Ítaca. Convenientemente, también olvidaron todos los avances que implementé en aquella isla para mejorar nuestras vidas y soportar la lapidación de casi veinte años, provocada por aquellos villanos que se instalaron en Palacio.
Y han olvidado relatar el final de nuestra historia. Lo que pasó después, cuando la paz se instaló entre nosotros, cuando el colchón dejó de arder y los cuerpos se convirtieron en monótonos y familiares. Fue cuando el peso de la cotidianeidad terminó por aplastarnos. Cuando la tranquilidad del hogar y la familia aburrió el corazón del explorador y me consumió a mí casi hasta los huesos. Él pudo escapar, yo quedé encerrada en aquella isla.
Marchó como marchan las estaciones a visitar otras tierras. Debía expiar su crimen, pagar los asesinatos de aquellos hombres, purificar su alma.
—Penélope, son los dioses los que me empujan. Son ellos los que quieren que vuelva a marchar. El oráculo lo ha dicho. Debo obedecer.
—Lo entiendo —le dije sin la menor afección. Ya estaba más acostumbrada a su ausencia que a su presencia.
—No sé lo que tardaré. Tal vez sea mucho.
—¿Otros veinte años? —ironicé.
—No, mujer. Unos meses, tal vez. Thesprotia no está tan lejos y tampoco debo librar otra guerra, simplemente son unos sacrificios.
No dije nada, solo asentí. La verdad: no me acostumbraba a él. Prefería mi soledad sin él a mi soledad con él, porque se hacía más soportable. Marchó, y con su marcha me dejó otra vez el telar y mis quehaceres como reina consorte de Ítaca. Mi hijo se hizo cargo del gobierno, pero no dio puntada sin hilo sin el consejo de su madre, así que en la práctica volví a reinar, fui reina en las sombras, pero reina. Aquellos meses volvieron a convertirse en años. Disfruté de mi soledad, de los escarceos para satisfacer mis necesidades de mujer sin dar explicaciones, sin que nadie supiera nada. Pasé otra vez por mujer abnegada y a la espera, sujeta a la lanzadera y al telar, pero lo que nadie supo es que esta vez era diferente, es que yo había aprendido, aprendido a llevar mis asuntos y los de la ciudad en secreto, y encontré mi felicidad.
—¿Has vuelto? —dije sin pasión.
—Mujer, ¿qué recibimiento es ese?
—El que mereces.
—No te consiento…
—No me consientes ¿qué? No has estado en mi vida en años, somos dos extraños, no me conoces ni conoces a tu hijo, no has podido ni sabido estar a nuestro lado y tú no me consientes. Te he consentido yo. ¿O qué crees, que aquí no llegan las noticias? Lo sé, lo sé todo. Esta vez no ha sido el mar el que te ha retrasado en el viaje, sino una cama más apetecible que la nuestra. Y ahora vuelves porque Calídice ha muerto, ¿pretendiendo qué? ¿Un respeto que no te has ganado?
No dijo nada. Acachó la cabeza y asintió. Algo se rompió en él. En mí ese algo ya estaba roto. Convivimos como conviven los ancianos para quienes la pasión se ha desvanecido y solo queda una extraña sensación de familiaridad. Sin embargo, nosotros nos sentíamos extraños. Extraños condenados a estar juntos.
No tuvimos tiempo de volver a construir el amor, tampoco quisimos, nuestro momento había pasado y yo no pude volver a confiar en él. Solo el día de su muerte encontré en el vacío de sus ojos aquel alma que un día sentí parte de la mía. Solo en ese momento volví a notar cómo la chispa del amor provocaba un infierno de lágrimas y rabia contenida durante años. Solo mientras de su cuerpo exánime manaba la sangre caliente que la espada de su propio hijo provocó, sentí su verdadera ausencia y en ese momento comencé a ser yo, Penélope. La yo que no dependía del recuerdo, de la espera ni de la esperanza de que él viniera a buscarme, a rescatarme de una vida que en realidad quería. Ahora era yo la artífice de mi historia, y lo he sido desde que él se fue. Volví a hallar el amor en los brazos más inapropiados, pero esta vez fui yo la que lo eligió. Y ahora desde la inmortalidad que me brindaron Circe y los poetas puedo decir que nunca fui lo que dijeron de mí; solo fui una mujer, una mujer que quería ser reina, una mujer que quería gobernar y que siempre quiso sentir lo que es amar de verdad.
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