Participé en una charla en La Coruña sobre humor junto a otros dos ponentes, y moderada por el cómico de stand up Dani Alés. El asunto que tratamos eran las bromas y sus límites y lo que pasa cuando dices algo gracioso pero ofensivo o algo ofensivo sin la menor gracia. Vino gente. Algunos de los que vinieron sabían quién era Nathan Fielder, creador de Los ensayos, entre otras moderneces. Otros, sin embargo, no sabían de quién hablábamos cuando hablábamos de Chappelle (decíamos “Chappelle”, con confianza), y yo mismo no sabía de qué hablaban mis amigos cuando hablaban de Jimmy Carr. Acabada la charla, en un bar (en el mismo bar en el que empezamos la tarde), Alés sentenció: “Nos salió mejor en el ensayo”.
En el bar, Dani Alés, Luis Álvaro y el profesor José María Rodríguez Santos, junto a este que aquí teclea, atacamos con pasión el asunto del humor, de la palabra pública recreativa, y se nos pasaron las dos horas tan ricamente, haciendo gratis lo que luego cobraríamos haciéndolo peor. “Nos salió mejor en el bar”, fueron las palabras exactas del moderador.
Esta mejoría previa yo ya la había visto, quizá sólo una vez en mi vida, o sólo una vez de manera impresionante e inolvidable. Fue en Japón. Allí, en la prefectura de Tochigi, hice amistad con los dueños de un bar en la ciudad de Motegi, donde a veces había espectáculos. Mi novia de entonces y yo íbamos mucho por aquel bar, teníamos confianza. Así, un día con show llegamos antes y vimos ensayar a los artistas. Eran tamborileros, de esa especialidad épica japonesa llamada wadaiko. Estaban los cuatro o cinco tipos con ropa de calle, medio despistados, armando los tambores en sus borriquetas o pies o como se llamen, pues iban a ensayar. Recuerdo desorden, el bar cerrado, la gente un poco a sus cosas. Yo miraba todo el tinglado con la curiosidad que el exotismo merecía. Empezaron a tocar.
No sé si recuerdo un momento musical en mi vida más emocionante que ése. Recurriré al cliché: los pelos como escarpias.
Qué cosa tan imponente era aquella tamborrada, qué belleza, qué fuerza, qué raíces y qué gloria bendita.
Estaba yo muy contento de ir a ver por segunda vez eso que acababa de conmoverme, una hora más tarde. Una hora más tarde los tamborileros iban muy propios con sus trajes tradicionales de tamborileros, con sus pañuelos en la cabeza y su concentración artística. Los tambores estaban rectos, colocaditos. El público, expectante. Empezó el show. Nada que ver, un desastre, creo que hasta me dio un bajón por culpa de las expectativas.
Hay algo en todo esto (todo esto puede ser incluso el fútbol: el gol que metió Messi en tal entrenamiento rutinario y del que no queda registro alguno), hay, digo, algo, digo, en todo esto que nos habla quizá de pureza. La pureza empieza con que, como dice Rick Rubin, el público viene luego y, de hecho, no hace falta público para que el arte, el show, el deporte o la genialidad se manifiesten. Uno puede estar en su casa bailando como Nuréyev aunque no le vea nadie.
Luego, claro, está la pureza del directo, algo que no puede acreditar la literatura, que es un arte en diferido, y la página brillante sigue siendo brillante medio siglo después. Pero en un tiro a puerta, un punteo de guitarra o un debate sobre humor, lo contemplado es fatalmente instantáneo, incluso si es lo mismo que se ha hecho ya mil veces en mil plazas o ciudades, es único aquí y ahora.
Así, es posible que el ensayo de tambores gastara en los tamborileros sus picos mejores, irrepetibles media hora después, o que nosotros en el bar hablando sin la tensión de si alguien va a venir a vernos o de si tiene uno algo interesante que decir hiciera que nuestra conversación tocara techo en la temática que abordábamos. Creo que fue a Loquillo al que le escuché comentar en una ocasión que, al grabar canciones, le jodía repetir, porque las vísceras se las había dejado en la primera toma, y a lo mejor no era la mejor toma de todas, la más perfecta, pero desde luego iba a ser la única con vísceras.
En el bar donde nos lamentábamos, de hecho, coincidimos con el músico Julián Hernández, de Siniestro Total, que, dicho sea de paso, me pareció un amor y un tipo interesantísimo. Le comentó alguien nuestro gatillazo (que seguramente sólo habíamos notado nosotros), y él dirigió nuestra atención hacia cuestiones nuevas, esta vez de escenografía. Según él, había algo de sabotaje en poner a cuatro personas a hablar en línea recta (la larga mesa en el escenario), sin mirarse, sin comunicación no verbal ni permiso para interrumpirse, obedientes además a la necesidad del micrófono para intervenir, todo lo cual aguaba la fiesta, el debate.
Ahí especulamos si lo mejor no serían mesas redondas o curvas, sillones enfrentados, público circular (me lo invento), grabar el ensayo y proyectarlo en la sala o, simplemente, renunciar a que el momento de la sensación verdadera (Handke) pueda salvarse siempre.
Julián Hernández, con años de experiencia en subirse a escenarios y cagarla, sentenció: “Desde el primer minuto ahí arriba sabes si va a ir mal”.
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