Cuestión de términos
Hice la apreciación el pasado septiembre, en los Encuentros de Verines, en medio de un debate propiciado por una detallada exposición de Javier Ruescas en las que nos habló de esa plataforma o aplicación llamada Wattpad y los sucesivos fenómenos que allí iban surgiendo, e incido en ella a raíz de la polémica creada después de que una profesora de literatura aseverara que no existen los libros buenos ni los libros malos, sino que la literatura —como cualquier otra disciplina artística— es subjetiva y nadie puede arrogarse la potestad de decidir qué obras merecen la pena y cuáles no. Es una apreciación falaz, como sabe cualquier persona que acumule una sucinta experiencia lectora a sus espaldas, pero sospecho que complaciente para quienes no quieren pararse a pensar lo que leen ni por qué —y no se lo reprocho, están en su derecho— y tampoco llevan de buen grado que alguien les advierta de que sus gustos no casan del todo bien con la excelencia o que ese best seller que ellos idolatran y defienden con el argumento de sus decenas o cientos de ediciones no admite ni de lejos la comparación con obras, más minoritarias o incluso subterráneas, que sí juegan un papel importante en la discusión artística porque aportan algo, o lo intentan, al sistema que los integra y en el que se desenvuelven. Eso no quiere decir, sin embargo, que el best seller en cuestión resulte inocuo, o que deba menospreciarse su impronta en ciertos ámbitos de la sociedad, que se da no a raíz de una excelencia de la que carece, sino del impacto, por llamarlo de algún modo, que genera su irrupción. Como la explicación abstracta resulta árida, y quizá no se entienda demasiado bien, acostumbro a ilustrarla —lo hice en aquella ocasión en Verines, vuelvo a hacerlo ahora con ocasión de esta pequeña polémica— con el ejemplo de Corín Tellado, una escritora por la que siento un gran respeto derivado de dos circunstancias: la tenacidad y el compromiso con el oficio que mantuvo a lo largo de su vida y la valentía que la llevó a tomar decisiones nada fáciles —entre ellas, una separación matrimonial pública y notoria en pleno franquismo— y perseverar en unas convicciones que la llevaron a tratar temas controvertidos que conseguía intercalar aprovechando la propia naturaleza de las obras que salían de su máquina de escribir. Es difícil dar datos concretos porque ni siquiera sé si existe un cómputo, pero podemos decir sin temor a desviarnos mucho que publicó en vida alrededor de cinco mil novelas que conocieron un éxito desmedido. Se la tradujo a veintisiete idiomas y algunas de sus creaciones fueron adaptadas al cine, la radio y la televisión. ¿Qué valor literario tenían sus libros? Uno muy escaso. Las tramas, aunque en ocasiones toquen asuntos espinosos que no gozaban de gran predicamento en la época, son planas y ni los personajes presentan relieves de interés ni el lenguaje se ve sometido a la menor tensión artística. Algo normal, por otra parte: escribía tres o cuatro novelas por semana, según ella misma contó alguna vez, porque era su trabajo y tenía una familia que mantener, no había en ella veleidades literarias, sino una decidida vocación de cumplir con el oficio. Ahora bien, ¿qué valor cultural tienen sus obras? Uno inmenso: esas novelitas de quiosco fueron leídas por cientos de miles de personas, en su mayoría mujeres, a ambos lados del océano. Hablamos de medio millón aproximado de personas que gracias a Corín Tellado adquirieron el hábito de la lectura y, seguramente, se lo contagiaron a quienes tenían cerca, puede que de manera especial a sus hijos e hijas, inculcando en ellos también una afición de la que acaso nacieron llamas creativas que germinaron en vocaciones perdurables, como bien señalaron en su momento Guillermo Cabrera Infante y Mario Vargas Llosa. ¿La convierte eso a ella en una buena escritora? No, por mucho que su tesón y su entrega resultan admirables, pero en ningún caso eso hace que se deba desestimar alegremente el peso que, al margen de lo estrictamente literario, alcanzaron sus libros, ni negar la posibilidad de que forjasen miradas que de otro modo no hubiesen llegado a ver nunca.
Tiempos interesantes
Es conocida —puede que no lo fuese tanto hace años, y suficientemente sintomático es que se haya vuelto a hacer famosa— aquella maldición china: «Ojalá te toque vivir tiempos interesantes.» Lo han sido estos últimos en los que hemos transitado por una pandemia en todo el mundo, por una invasión en Ucrania y por un genocidio en Oriente Medio, y en los que el ambiente en el solar hispánico se ha ido enrareciendo a pasos agigantados, siguiendo una estela iniciada tras la moción de censura que expulsó a Rajoy de La Moncloa por aquellos que, digan lo que digan, se mantienen enclaustrados en la convicción perversa de que este país les pertenece y nadie más que ellos tiene derecho a determinar y dirigir sus destinos. Causa cierta envidia observar cómo los portugueses celebran unidos el final de su dictadura —excepción hecha del facherío recalcitrante, del que no cabe esperar nada ni allí ni aquí— y se lamenta uno al inferir que la derecha que se autoproclama liberal y moderada no estaría muy dispuesta a festejar el término del franquismo, del mismo modo que no fue capaz de entender que era bueno para todos el que se desahuciara a un dictador de un mausoleo que se erigió a su mayor gloria y en el que fueron sepultados, contra su voluntad, muchos de los vilipendiados y humillados por su régimen. Se habla a menudo de la transición y se exalta su ejemplaridad —aunque no comulgue con el entusiasmo, tampoco tengo mucho que objetar: más de una vez he escrito y dicho que se hizo así porque seguramente no hubo otro modo de hacerla, y que bien estuvo que se hiciera—, pero no se tiene en cuenta que en ella hubo renuncias importantes por parte de los mismos cuya legitimidad se niega ahora con falacias de brocha gorda. Por mucho que no pocos tribunos empleen el término polarización para evitar reconocer que las denuncias falsas, los insultos y los ataques desmesurados provienen siempre del lado diestro del hemiciclo cuando es el izquierdo el que está al mando, y que muy rara vez pasa al contrario, se hace cada vez más evidente que avanzamos hacia un punto en el que se refutan o se discuten principios y valores que hasta hace bien poco eran incuestionables con el fin de dar por iniciada una nueva época en la que, al gusto de los gurús del neocapitalismo más voraz, reine sólo el lema del sálvese quien pueda. Es malo que nos haya tocado vivir tiempos interesantes; es peor esta premonición que intuye que los que están por venir pueden ser más interesantes aún.
La felicidad según Munárriz
La amistad otorga ciertos privilegios, y la que desde hace años mantengo con Miguel Munárriz me permite leer su último libro, Empeñados en ser felices, publicado por Aguilar, antes de que llegue a las librerías, cosa que sucederá el 9 de mayo. Es una especie de biografía fragmentaria en la que reposan algunos de los instantes gozosos que le ha deparado su vida entre libros. Se lee con fruición y amenidad porque está concebido como si se tratara de una larga conversación con el lector en una de esas veladas en que la memoria va y viene y el relato de los trabajos y los días se trenza al compás de unos recuerdos que aparecen y desaparecen a su aire, invocados por un encantamiento urdido a medias entre la lucidez y la gratitud. Conocía algunas de las historias que narra porque él mismo me las ha ido contando en encuentros sucesivos, cuando me lleva a desayunar frente al Infanta Isabel o me invita a comer en La Tavernetta —el prodigioso restaurante italiano que regenta Angelo Loi y que, como no podía ser de otra manera, entra y sale de estas páginas de forma recurrente—, pero disfruto leyéndolas exactamente igual que si las estuviese conociendo en este instante, como también me alegra ver desfilar por sus párrafos a amistades comunes a las que reconozco absolutamente en sus temperamentos y sus filias. Saber escribir no es siempre lo mismo que saber contar, y Munárriz se desenvuelve a la perfección en ambas lides a lo largo y ancho de una obra que instruye deleitando, que es aquella vieja función que los ilustrados encontraban en la literatura. Todos los buenos libros terminan conduciendo a otros, y el de Munárriz excava pasadizos subterráneos que comunican su texto con otros muchos, algunos de sobra conocidos incluso por quienes no son lectores habituales y otros auténticas rarezas —ahora mismo no quiero otra cosa que leer ese encuentro entre Proust y Clarín que ideó Fernando Quiñones en su última novela, y saber algo más sobre ese Ángel Gutiérrez del que no he oído hablar nunca — de las que no es habitual tener noticias en estos tiempos en los que los lanzamientos editoriales se suceden y se solapan a ritmo vertiginoso. También hallo interpelaciones inesperadas a mi propio pasado —me divierte ver que él y yo anduvimos cerca o muy cerca, en alguna que otra ocasión, mucho antes de que nos conociésemos— y doy con capítulos que me resultan especialmente conmovedores, como los que recuerdan a los muy añorados Ángel González y Alberto Vega, a los queridísimos Juan Cueto y Luis Eduardo Aute, o el que glosa el inesperado y triste final de Fernando Marías, aquel vikingo de Bilbao que dejó como legado una novela portentosa. Hay confesión y hay sentimiento en todas y cada una de estas páginas, y hay vida y hay memoria —¿no son ambas cosas lo mismo, al fin y al cabo?— y resplandece, por encima de cualquier otra cosa, el talento indesmayable de un autor que —según sostiene Palmira y refrendamos unos cuantos— escribe mucho menos de lo que debería, o de lo que a nosotros nos gustaría que escribiese para que podamos entregarnos con más frecuencia al placer egoísta de leerlo.
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