En el año 1992, el renombrado politólogo estadounidense Francis Fukuyama publicaba su célebre y controvertido ensayo titulado El fin de la Historia y el último hombre. En esta polémica obra, este afamado ensayista argumentaba que, tras el colosal impacto provocado por la caída del muro de Berlín y el subsiguiente colapso y desmantelamiento del bloque soviético, la Historia, entendida ésta como permanente confrontación de ideologías, había arribado a su fin. El modelo geopolítico y el paradigma socioeconómico y cultural liderado por Estados Unidos se había impuesto a la URSS en la denominada por Walter Lippmann «Guerra Fría» y la democracia liberal de mercado pletórico comenzó un imparable proceso expansivo por todo el orbe. Josep Fontana, eximio historiador español, tratando de evidenciar aquello de que pensar es pensar contra alguien o contra algo, contradijo la osada y tremenda pazguatería de Fukuyama en un contundente y modélico ensayo titulado La Historia después del fin de la Historia. En realidad, lo que el cándido Francis puso negro sobre blanco no era otra cosa que la idea kantiana de la teleología histórica, es decir, que el mundo se encaminaba inevitablemente hacia la paz perpetua.
Pues bien, yo soy materialista confeso y huyo, a velas desplegadas, de cualquier hechura de candoroso idealismo: las contiendas militares y los enfrentamientos bélicos han existido, existen y, por desgracia, continuarán existiendo. Las irremediables consecuencias derivadas de la dialéctica de clases y de la dialéctica de Imperios —como magistralmente argumentó en su día el titán del pensamiento español Gustavo Bueno, en su irreemplazable obra La vuelta a la caverna: Terrorismo, guerra y globalización— han sido, son y serán el verdadero motor de la Historia Universal. Dicho lo cual, ello no es óbice para que en el sombrío mundo que nos ha tocado vivir los inhábiles politicastros que detentan el poder tengan que dejarse literalmente la piel para evitar el estallido de indeseadas guerras, es decir, que han de dedicar constantemente ímprobos y denodados esfuerzos para tratar de impedir que los aniquiladores jinetes del Apocalipsis impongan de nuevo su siniestro y tenebroso imperio. Como cualquier observador perspicaz del panorama geopolítico actual puede vislumbrar, los diversos cabecillas y gerifaltes de las distintas naciones no parecen estar por la labor, ni mucho menos.
En estas nos hallamos cuando en el comatoso panorama hollywoodense irrumpe con un vigor inusitado una película bélica sorprendente, indómita, visceral y realmente admirable: Civil War, de Alex Garland. Este director cuenta con una nada desdeñable legión de incondicionales feligreses que encomian y alaban entusiásticamente sus filmes anteriores, Ex Machina, Aniquilación y Men. Nada hacía presagiar que este sugestivo y atrayente cineasta se arrojara al vacío y filmara, digámoslo ya, la mejor cinta bélica que han rodado los “useños” (le hurto la expresión a Pío Moa) en décadas. Civil War corrobora la tesis que algunos llevamos defendiendo ya desde hace un tiempo: los verdaderos directores, los auténticos cineastas, han de arriesgar, se han de atrever a jugárselo todo, han de desnudarse y dejarse la piel en cada proyecto. Las grandes obras maestras del cine son audaces, atrevidas, brutales y aterradoras. Todas ellas son películas que trascienden y desbordan el estricto ámbito cinematográfico y se convierten, en una simbiosis alquímica, en manifiestos ideológicos, en furibundas diatribas y en obras de arte totales. Ahí están proezas del calibre de Apocalypse Now, de Coppola, Fitzcarraldo, de Werner Herzog, La delgada línea roja, de Terrence Malick, Fight Club, de David Fincher o Blonde, de Andrew Dominik.
Civil War pertenece, con absoluto merecimiento, a este privilegiado grupo, y Alex Garland ya merece figurar en este Olimpo de insignes y venerables cineastas. Nos hallamos ante un filme despiadado e implacable, nada condescendiente con el espectador; se trata de un elogiable ejercicio de creación de atmósfera, un alarde de dirección milimétrica de actores, de precisión en el montaje, un diseño de sonido encomiable y una road movie, incluso un wéstern apocalíptico sencillamente magistral, que recoge el testigo de ese artista impagable llamado Alfonso Cuarón y su inalcanzable Children of Men. ¿Qué nos narra Garland en su Guerra Civil? En los Estados Unidos de América ha estallado una guerra fratricida. Unos militares facciosos y secesionistas de Texas y California se han sublevado y, enardecidos, se dirigen enloquecidamente a la Casa Blanca, al despacho oval, para deponer y acabar alevosamente con la vida del presidente de la nación. Concomitantemente, un grupo de arrojados e intrépidos periodistas emprenden una singladura suicida hacia el corazón de las tinieblas, que diría mi bienquisto Joseph Conrad: inician un largo periplo por la geografía norteamericana rumbo a Washington con el propósito de acceder a una postrera entrevista concedida por un infortunado presidente que se encuentra ya en sus postrimerías. Este sagaz director, Garland, opta por una estrategia narrativa y simbólica endiabladamente audaz, sabia e inteligente: nos sumerge en el sórdido e irrespirable clima que se vive en cualquier escaramuza y refriega militar, juega con nuestras expectativas, no hay una línea argumental clara, no existe un plan preconcebido, porque en las guerras civiles todo resulta imprevisible, nada concluye según lo planeado. Por otro lado, y esto es lo más sorprendente y pasmoso de esta gran película, el director no nos explica absolutamente nada, no sabemos cuáles son los bandos enfrentados en esta feroz lucha sin cuartel, qué ideología profesan ni con qué apoyos o alianzas geopolíticas cuentan. También ignoramos si el presidente es un psicópata desequilibrado, un tirano o un déspota. Al parecer, el director ha aseverado en varias entrevistas que la analogía con el “rubiales”, otrora presidente, es más que evidente. No vamos a contradecir al cineasta, pero, honestamente, lo mismo dan demócratas que republicanos, tanto monta Isabel como Fernando. Lo verdaderamente fascinante de esta película es que considera al espectador inteligente y avispado, siendo innecesarias las sobreexplicaciones. Cada cual que se identifique con el bando que considere más conveniente y que extraiga la conclusión que estime más oportuna.
Muy pocas veces una película alcanza una atmósfera tan inmersiva y aterradora. En los últimos años han aparecido filmes bélicos estimables como 1917, de Sam Mendes, Dunkirk, de Christopher Nolan o Fury, de David Ayer. La Guerra Civil que nos presenta Garland se sitúa a otro nivel, simplemente porque nos estremece, espanta y horroriza mucho más, puesto que lo que vemos en pantalla no pertenece a un pasado ucrónico o histórico, ni siquiera a un futuro distópico lejano e improbable, antes al contrario, los escenarios son muy reales y fácilmente reconocibles, y la zozobrante travesía que nos narra se antoja más cercana que nunca.
Otro aspecto a destacar de la película es el sincero y emotivo homenaje que Garland realiza a los periodistas bélicos, a los reporteros de guerra que diariamente arriesgan sus vidas para retransmitir en vivo y en directo el infierno en la Tierra. Estos bizarros, valientes e intrépidos corresponsales no se pasan el día sermoneando al espectador, ni se interrogan si lo que hacen es ético o no, simplemente van al campo de batalla, realizan su trabajo y punto. Todos ellos ejecutan una interpretación colosal: Kirsten Dunst, Wagner Moura, Cailee Spaeny y Stephen Henderson. Más allá del elogio, el actor Jesse Plemons se hace acreedor con todo merecimiento de una mención de honor, al dar vida a un abyecto villano mefistofélico, quien, con apenas diez intensos minutos en pantalla, logra situarse a la altura del Ralph Fiennes de Schindler’s List. Su escena exuda una crudeza, una veracidad y una autenticidad realmente alucinantes, en un ejercicio de suspense como yo no veía en el cine bélico desde tiempo inmemorial. Roland Fraser, ese impagable maestro de historiadores que nos narró la Guerra Civil desde los testimonios orales en su inolvidable e ineludible Recuérdalo tú y recuérdalo a otros, aseveraba que en los enfrentamientos fratricidas el relato de lo acontecido en el pretérito lo elaboran los vencedores. Esto realmente es así, qué duda cabe. No obstante, desde la irrupción de los medios de comunicación de masas, son éstos quienes nos cuentan los avatares y vicisitudes del conflicto y coadyuvan a forjar nuestra particular visión de lo sucedido. En Civil War, los periodistas no valoran ni juzgan los hechos, simplemente los documentan y los narran, validando el célebre adagio atribuido a Wittgenstein: hay que mostrar lo que no puede ser dicho.
En la historiografía sobresale el popular axioma de George Santayana que sentencia lo siguiente: «Quien no conoce su pasado está irremediablemente condenado a repetirlo». Si algo nos han demostrado precisamente los libros de Historia es que tamaño apotegma resulta ser una soberana estupidez y que el hombre es el único animal que tropieza una y mil veces en la misma piedra. Bartolomé Bennassar tituló su estudio sobre la Guerra de España El infierno fuimos nosotros. A ver si de una vez por todas somos capaces de aprender algo y desterramos el infierno a donde debe pertenecer: al ámbito de la teología, no al de la Historia. Civil War vaticina un futuro nada halagüeño en el seno de la primera potencia mundial, carcomida por odios y tensiones de diversa índole que, esperemos, jamás estallen en contienda fratricida, ya que éstas deben circunscribirse al terreno estricto de la ficción. En determinado momento del metraje, el personaje que interpreta excelsamente una actriz fascinante, Cailee Spaeny, asegura que jamás en su vida había experimentado simultáneamente tanto miedo y tanta adrenalina vital, incurriendo, pues, en un error tremebundo: romantizar las luchas civiles, error, por cierto, muy habitual a lo largo de las lóbregas y sangrientas páginas de la Historia. Ahí están personajes tan egregios y conspicuos como Hemingway o Byron para demostrarlo. Sentenciémoslo ya: las guerras civiles no tienen nada de romántico, constituyen el infierno en la tierra, el érebo más infame, la gehena más aterradora. Digámoslo ahora con Trotski: ojalá seamos capaces de arrojar las guerras al basurero de la Historia para así invalidar la frase que encabezaba este humilde artículo: confiemos en el advenimiento del día en que el infierno ya no seamos nosotros.
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