Esther Peñas (Madrid, 1975) llama «extravíos» a estos 37 textos breves tal vez porque sabe que se dirige a nosotros desde un lugar poco común, adonde ha llegado, sin embargo, sin saber ella misma cómo: «A los pocos días del sueño comencé a escribir estos extravíos en estado de gracia». Pero ¿qué significa «estado de gracia»? Por «gracia» entendemos un regalo que uno mismo no podría alcanzar por su propio esfuerzo ni debido a un mérito que exija esa recompensa. Entendemos que esta confesión reconoce que este libro ha superado lo previsible de su capacidad habitual. De alguna manera, esas palabras son suyas, es suyo ese «estado»; de alguna manera también la desbordan, las experimenta como dadas desde más allá de sí misma. Hemos comprendido que la literatura se fragua —se escribe— también cuando, como aquí, su autor no está al teclado o con el bolígrafo, cuando pasea, vive, convive, siente, observa con atención lo que acontece y de qué manera lo hace, reflexiona…; el texto se va elaborando en silencio con todo lo que configura y transforma su existencia. Entonces, ¿no es la vida en su conjunto la que eclosiona en determinados momentos mágicos y se expresa como si ella misma encontrara las palabras adecuadas, más allá del cálculo, las ideas ya conocidas, el saber que atesora quien después escribe?
Extravíos es precisamente eso, una eclosión de 37 explosiones. Cada pieza está mirando de una forma apabullante una experiencia que en dos, tres o cuatro páginas queda al descubierto. Es, yo diría, una amplia fenomenología de cada objeto de su contemplación realizada por medio de un lenguaje poético que, más allá de describirlo, lo ahonda, lo vincula, lo revela en una magnitud cargada de múltiples sentidos. Tres ejemplos:
«La semiótica del abrazo… Como acertijos para quien los recibe, que no sabe si peca o merece… // Abrazos dados con recelo, breves, ásperos, sucedáneos de muecas.// Abrazos que se ciñen a lo que queda más allá y más adentro del contorno, capaces de convocar, como aleph borgiano, la sucesión infinita de instantes impregnados de vida común, como las secuencias de las rocas estratificadas dan cuenta de la evolución del terreno…// Abrazos que sellan una confesión que se acoge, que cobijan un dolor para el que toda palabra se estrecha».
«La decepción se adentra, espesa y parsimoniosa…// En primera instancia, no podemos calibrar el alcance. Aún no sabemos que lo perdido es insalvable. ¿Qué se pierde cuando decepcionamos? El hilo de plata que anuda el vínculo se desanuda».
«La belleza. Nos hace buenos, sin saber a ciencia cierta qué significa esa sublime expresión, ser buenos. Nos salva, siquiera el instante en que es habitada. Después se recoge, como la broma, como el trueno acaudalado, como la estrella fugitiva».
Recorremos estas páginas de Esther Peñas despacio porque no parecen hechas de papel ligero, sino que se han vuelto pesadas, densas, llenas de fruto a la vez que deliciosas. Magníficas. Poseen una sabiduría que nos asombra y entendemos, en efecto, que no han surgido de una reflexión minuciosa, contagiada de esquemas, asfixiante; sino de ese fondo de lo real que de pronto aparece, que le ha sido regalado a la autora y ella comparte. «Contra todo pronóstico, uno guarda silencio y sostiene el ataque. Decide no bregar con el reproche. No competir en el daño. Para salvaguardar lo amado. Lo que una vez amó… // Contra todo pronóstico, uno supera la pérdida. El corazón se encapota… La voz se arrastra… El sueño es un dormir, más que soñar… Pero un día, un día en el que la alondra vuelve a recobrar sus maitines, contra todo pronóstico, uno sonríe y recupera el contorno del músculo, el hambre».
El libro está lleno de descubrimientos acerca de experiencias que todos compartimos: la libertad, el deseo, el miedo: «Lo conocemos de antaño, sabemos cómo hiere, nos habita… Si aprendiéramos lo previsible que puede ser el miedo que nos nombra». Nos habla de las ruinas, el erotismo, el asombro, la gente: «La gente ofrece la coartada perfecta para distinguirnos de lo que no nos gusta. Porque la gente, así, en frío, tiene un pésimo gusto. A los que no somos gente se nos debe un respeto mayúsculo. Una reverencia de sastre.», como asimismo de la voz, la espera, el llanto, la ternura: «De algún modo, la ternura cabalga en el costado de la escucha… Caricia: temblor acústico de universo. Caricia, naturaleza de las cosas altas en entrega, gratuidad. [La ternura] llega, en la majestuosidad discreta del silencio, nada la precede, e ilumina el vértice por el que la vida se hace prez». Su lenguaje poético permite este derramamiento de sugerencias, estallidos de verdades, intuiciones que un discurso expositivo arruinaría fatigando nuestra atención y quizá abortando por su manera prolija su intención de claridad.
Hay una impronta de provocación en Extravíos al mostrar la belleza y las posibilidades incalculables de lo humano, es decir, de cada uno, de cada uno —hay que repetirlo hoy más que nunca— de nosotros. Provoca su carácter insurreccional, afirmativo, festivo, posibilitante, su desmentido del mantra de nuestra vida bajo la convención política que nos insiste: «No hay más camino que este no-camino». Provoca su deseo de mirar las cosas de frente y como con la curiosidad de la primera vez. Provoca mediante el sencillo resultado de dejar a la mediocridad y la mezquindad sin excusas. No es un libro de quejas, es un libro que protesta y no protesta por la vía de una reclamación sino de todas las reclamaciones. No llora por lo que no tenemos; en cada párrafo, en cada línea, propone lo que sí está aún disponible; lo ilumina, lo hace presente, nos lo pone delante de los ojos como una manzana tendida para que la recojamos. La autora en este libro no se evade, no finge mundos alternativos, no se refugia, no trastoca la realidad por la ficción; descubre hasta el detalle que lo que hay es una sábana gris tendida sobre miles de luces de color y, ahí, es capaz de descorrer esa torva impostura. Aunque lo cierto es más bien el orden inverso: es maravillando al lector, demostrando las riquezas incontables de lo que podemos como la piel gastada de lo que llamamos vivir se nos cae de los ojos como una nata amarilla. «Bienaventurados los que bailan porque ellos conmoverán a la envidia… Bienaventurados los poetas, que nos mostrarán otra manera de habitar el mundo… Bienaventurados los que no saben… Bienaventurados los alegres, que riegan las sombras con semillas de amapola». La imaginación «Nos contagia una sed de cuarzo, dinamita las paredes de los calabozos, trae aire insolente, fresco, huele a mandarinas». «Una libertad desobediente, capaz de saberse soberana también en el ensamblaje de afectos… Libertad para entregarnos a lo que hacemos con la belleza del aprendiz, del peón, del jornalero que se da a sí mismo el salario al fin del día, y regresa a su casa en el sosiego de no traicionarse ni desertar de uno mismo».
Me pregunto: ¿Por qué «extravíos»? ¿Significa que es preciso salir/marcharse/distanciarse para entender lo que, no obstante, se halla más próximo? ¿Quiere decir que esta forma de mirar nos alejará de la grisura de la mayoría? ¿Cómo leer este libro? Esther Peñas nos regala una obra gozosa que rebosa sabiduría más incluso que inteligencia, nos muestra las posibilidades a la mano de la alegría sin resultar lamentable —qué difícil esto—, y nos alienta a vivir, a estrenarla o recuperarla según los casos. Un texto necesario como el oxígeno y que nos da quien escribe desde el testimonio de lo que ella misma ha experimentado: «Con la vida te respondo».
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Autor: Esther Peñas. Título: Extravíos. Editorial: Kaótica. Venta: Todostuslibros.
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