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Tu primera crisis existencial, un cuento de Gonzalo Ximénez de la Torre

Imagen de portada: Caspar David Friedrich, Caminante sobre un mar de nubes, c. 1817, Hamburger Kunsthalle. Hay relatos de ficción lúdica, de ficción imaginativa, expansiva, rizomática o de evasión; hay relatos que son un desahogo, un ejercicio de honestidad, una explosión, un grito o una llamada de auxilio. Ficciones que se acercan más a la...

Imagen de portada: Caspar David Friedrich, Caminante sobre un mar de nubes, c. 1817, Hamburger Kunsthalle.

Hay relatos de ficción lúdica, de ficción imaginativa, expansiva, rizomática o de evasión; hay relatos que son un desahogo, un ejercicio de honestidad, una explosión, un grito o una llamada de auxilio. Ficciones que se acercan más a la verdad que cualquier otra forma de conocimiento. Relatos que salvan. En la Escuela de Imaginadores nos gustan de todos los tipos. Pero, cuando traemos hasta aquí uno de estos últimos, procuramos tratarlo con todo el mimo posible.

El imaginador Gonzalo Ximénez de la Torre (Guadalajara, 1980) es actuario de profesión, si bien el destino, ya se sabe, nos reserva sorpresas a todos, incluso a los actuarios de seguros que pretenden predecir el futuro sirviéndose de cálculos matemáticos y base estadística. Y, para huir de su destino, acabó queriendo ser viajero y escritor.

Con «Tu primera crisis existencial», Gonzalo nos dejará a todos noqueados, por no decir devastados. No obstante, al mismo tiempo, este cuento vuelve a ser, de nuevo, un sincero intento de entender cómo funciona la implacable realidad.

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Tu primera crisis existencial

Tuviste tu primera crisis existencial a los cuatro años. La recuerdas tan vívida como si hubiera sido ayer. El vacío en el estómago. El agujero negro que crecía en él. Que tiraba de ti hacia la nada. No fue algo espontáneo, aunque entonces no entendías qué te pasaba, ahora sabes que estuvo fraguándose durante meses.

Hace mucho que no pensabas en ello, pero esa radio que suena con el volumen suave te lleva directo a tu infancia. Ese tono tan radiofónico de domingo por la tarde de los periodistas deportivos. De los partidos. Revives los viajes en coche de vuelta del fin de semana con tus padres y tu hermano. Tu padre escuchando emocionado los pitidos que anunciaban cada gol. Tu madre riéndose de sus propios chistes. Esos domingos por la noche en los que veías acercarse la ciudad y la sombra del lunes. Ahí es donde se fue fraguando tu primera crisis.

Tus padres asociaban tu tristeza de esos momentos a la vuelta al colegio. Al fin del fin de semana. Tú sabías que no era eso, o que al menos no era solo eso. Pero con cuatro años era imposible explicarlo. Solo llorabas angustiado. Tu madre, siempre alegre y cariñosa, intentaba animarte recordando los buenos momentos del fin de semana. Pero era inútil. Algo te ahogaba, ahora sabes lo que era. Un niño no sabía identificarlo. Ser consciente de tu diminuta existencia. Y no era por tus propios cuatro años, veías inútil cualquier existencia, la humanidad misma.

Esa noche fue tu primera de incontables noches de insomnio. Verte insignificante desde alguna de las estrellas que distinguías por la ventanilla del coche, lejana en alguna galaxia desconocida, eso te empequeñecía hasta desaparecer. Era la primera vez que la conciencia de tu propia finitud se te presentaba. Y no era agradable.

Recuerdas a tu hermano pequeño, durmiendo tranquilo en la cama de al lado. Ajeno a tus llantos silenciosos de auxilio. Unos llantos que tus padres, agotados e impotentes, no entendían. Pobres, si ni tú mismo te entendías.

A esa crisis le siguieron muchas más, claro. Con ocho años no querías morir de cáncer, y a los diez temías el viaje en coche del día siguiente. Pero llegó un momento en el que conseguiste ignorarlas.

O al menos así fue hasta ahora. Nada como una buena dosis de realidad para desempolvar viejos fantasmas.

Intentas no pensar en ello. Pero es imposible, con los comentaristas celebrando cada gol como si fuera suyo. Con los pitidos que los preceden. Solo escuchar el primero de ellos vuelve a sembrar en tu estómago la semilla de un nuevo agujero negro.

Sin embargo, no quieres apagar la radio. Es el único toque cálido en la asepsia de la habitación. Otra vez en una habitación de hospital. Otra vez sentado al lado de la cama. Otra vez en una de las incómodas butacas de acompañante. Esta vez escuchando la lejana respiración de tu padre, o de lo que alguna fue tu padre. Una respiración apenas audible entre el festival de pitidos, a los de la radio los acompañan el de la máquina del corazón, reflejando un latido sin ganas. El de la de oxígeno, insuflando una energía que ya no hace falta. O el más irritante, el de las vías mal puestas. Basta un pequeño golpe con el codo para que se dispare un sensor mal calibrado.

No eres un gran fan de la realidad; personalmente, crees que está sobrevalorada. Pero no siempre fue así. Hubo un tiempo en el que creías que era lo más importante, lo único importante. Que con observación y lógica podrías llegar a interpretarla. Adelantarte a ella. Ganar al sistema.

Todos hemos sido idiotas en algún momento. Lo único que nos diferencia a unos de otros es el tiempo que tardamos en darnos cuenta de que lo somos. Por suerte para tu paz mental, hace mucho te diste cuenta de ti propia idiotez. En realidad, no es mérito tuyo, sino de ella, de la propia realidad. Debió de molestarle tanta observación inútil y se dio un banquete con tu ego.

Por lo visto se quedó con hambre. Casi se te escapa una mueca disfrazada de sonrisa al pensarlo. Miras a tu padre. De vez en cuando, sus ojos se cruzan con los tuyos. Intentas ver en ellos algún destello del pasado. Te sonríe. Se alegra de verte. Te preguntas quién creerá que eres ahora, la cara de quién verá a través de esos ojos almendrados que sonríen. Solo las arrugas diferencian su expresión de la de un niño. Cada vez que te ve es la primera vez que te ve.

Pensabas que habías aprendido la lección que la realidad te había impartido a bofetadas. Pero, como el mediocre estudiante que fuiste, aprendiste la lección solo a medias. Dejaste tanta observación y tanta tontería en paz. Para centrarte en sobrevivir, sin pensar demasiado en ella. Un acuerdo entre caballeros, tú la dejabas a su aire y ella te dejaba al tuyo.

Lo gracioso es que, mucho antes, en el colegio, sin darte cuenta, seguiste el mismo proceso. Aquella vez el trato fue con dios. Él te dejaba en paz y tú a él. Cosa que, habiendo crecido en un colegio de curas, junto con tu predisposición al tormento gratuito, no fue nada fácil. Sin embargo, él, en su empeño de pasar desapercibido, sí cumplió su parte del trato. O, al menos, eso crees. Por muy cabrón que fuera el del viejo testamento, no lo imaginas vengándose de ti a través de los tuyos. No por algo tan nimio como la indiferencia. Ni siquiera niegas su existencia, solo la ignoras. Eres, podría decirse, un ignorante consciente. Demasiadas molestias por un ignorante.

Le acaricias la cabeza con cuidado, pero con firmeza. Quieres que lo note. Hasta dentro de un rato no volverá a verte por primera vez. Ahora se fija en las vías de suero que se clavan en su brazo. En realidad, no le molestan, hasta entonces no sabía ni que las tenía. Ahora que las ha visto intentará interactuar con ellas. Quitárselas a tirones. El pobre tiene los brazos llenos de moratones. Para eso estás tú ahí, para eso y para que cada vez que te vea se alegre como la primera vez, aunque no te hayas separado ninguna de las últimas treinta noches de su lado.

Sujetas con calma su mano, que intenta torpemente quitarse las vías. Al principio se resiste, pero de igual forma que sus ojos reconocen algo familiar en los tuyos, sus manos reconocen algo familiar en las tuyas. Le guías con delicadeza la mano hasta la pelota antiestrés que le compraste. Desde luego, no por el estrés. Eso también se lo llevó el olvido. Hace tiempo se la diste, al descubrir que el modo de funcionar de su cabeza es interactuar con cualquier cosa que tenga cerca. De esa forma la coge con una fuerza que no debería tener, y empieza a apretarla rítmicamente con el puño.

Esto le entretendrá un rato. El suficiente para ajustarle las vías y aprovechar para ir al baño. Esta hora es la peor, cuando más activo está. En el baño, aprovechas a lavarte la cara y respirar un poco. La cabeza te pesa tanto que a veces crees que el cuello va a colapsar. Le das un rato de descanso apoyando los codos en el lavabo y dejando caer en las manos las diez toneladas de pensamientos.

Intentas alejarlos, no recordar. Cómo no hacerlo si aquí estabas otra vez, en el mismo hospital. En las mismas butacas. El hospital es el mismo, las butacas lo son. Pero tú no lo eres. Entonces eras optimista. Sabías que tu madre no tenía mucha esperanza de vida. Y aun así, los seis meses que le dieron aquel maldito diciembre acabaron siendo cinco años. Y, en casi todos, ella siguió siendo ella. A pesar de la quimio y la radioterapia, a pesar de su delgadez, hubo momentos felices. Más de los que podías imaginar. Verla sonreír, o incluso reírse a carcajadas, sujetándose las cicatrices del estómago, llenaban de vida una semana de mierda.

Hasta que llegó un momento en el que las risas solo eran sonrisas. Ya no hubo carcajadas. Ya no era solo una semana. Durante los últimos meses la realidad volvió a apretar con fuerza. Sembró en ti un pensamiento que no querías tener. Intentaste encerrarlo en un sótano sin llave, en el último rincón de tu cabeza. Ya no había más que alguna tímida sonrisa. Una mezcla de cansancio y rendición en sus ojos. En los vuestros. Desde el sótano de tu cabeza, inaudible en los días de risas, un oscuro canto en la distancia te llegaba por las noches. Sus ecos llegaban como el sonido de las olas en una noche de tormenta, casi indistinguibles, pero presentes, desgastando poco a poco el acantilado sobre el que se cimienta tu casa.

Entreabres la puerta del baño con cuidado, para comprobar que tu padre sigue apretando rítmicamente la pelota. No quieres distraerlo, si te ve, cambiará su atención y se acabará el descanso. Necesitas respirar un rato más, aclarar las ideas. La última visita del doctor te ha devuelto a esas primeras noches de crisis existenciales. Creías estar por encima de ellas, pero la realidad sigue embistiendo. Es un buen médico, le conoces de los años de ingresos y altas de tu madre. Hicisteis buenas migas y seguisteis en contacto hasta haceros amigos. Por eso no te sorprendió cuando, el pasado lunes, mandó salir a la enfermera que le cambiaba el suero a tu padre. Se aseguró de que la puerta estuviera cerrada y se acercó a ti para hablarte en voz baja. Preocupado por si tu padre podía escucharos. Al principio no lo entendiste, ¿cómo iba a enterarse? Hasta que escuchaste sus palabras, su propuesta. Todas tus crisis en una sola. Se despidió con un abrazo y se fue sin decir nada.

Recordaste el día en que tu madre se rindió. Da igual cuán preparado creas estar, lo fuerte que te veas. Ese día descubres de qué estás hecho, sin engaños, sin disfraces, desnudo frente al frío. Ese día sabes que la casa se va a caer. Y solo puedes salir de ella y observar desde fuera, impotente. Cogerle la mano y acompañarla con la voz. Te dicen que te puede oír, que puede sentirte. Tú quieres creerlo, a pesar de que, por mucho que le gritas, la casa no responde, no reacciona. Solo sucumbe lentamente a la tormenta. Esperas que sea limpio, rápido.

Es entonces cuando, del sótano del último rincón de tu cerebro, brotan incontrolables las palabras que nunca quisiste pensar. Sometida a los vientos y a los truenos, la casa se tambalea, no puede oírte, pero tú le gritas que se rinda, se lo suplicas. Ves desconsolado cómo sigue luchando, aunque haya perdido paredes y tejado, ves cómo sigue manteniéndose en pie. Pagando con agonía cada segundo que no cae.

Oyes las súplicas de los demás. Aunque la casa no escucha. Deseas con todas tus fuerzas algo que nunca creíste posible pensar, quieres que la casa donde has vivido toda tu vida se derrumbe.

Sales del baño con la cara más fresca, pero con la mente más oscura. Ves a tu padre seguir jugando con la pelota antiestrés. Al oírte, te mira y la pelota cae al suelo. Se queda mirándote mientras la recoges de debajo de la butaca. Ya no la quiere. Esta vez no te sonríe. Está cansado. Cierra los ojos y se duerme. Para él no hay ni día ni noche. Para ti solo hay noche.

Llevas toda la semana dándoles vueltas. El médico solo quiere ayudarte. Incluso a riesgo de su propia carrera.

—Llevo muchos años viéndolo —te dijo en voz baja—, he visto parejas, hijos, familiares… todos acaban consumiéndose poco a poco, esperando inútilmente. —Te agarra fuerte los hombros—. Ya solo queda eso, esperar. Y no es una espera agradable.

Tu primera crisis existencial fue muy abstracta, el miedo al vacío, a la insignificancia de nuestros actos.

Tu segunda crisis existencial fue muy distinta. Su naturaleza era mucho más terrenal. Ahora te das cuenta de que ahí es cuando la realidad empezó a jugar contigo como con un juguete roto. Nada de pequeñeces entre cuerpos celestes a distancias imposibles de imaginar. Esta vez era muy real. Igual de absurda, pero muy real.

No querías hacer la mili. Con esa edad, no tendrías más de cinco o seis años, no había diferencia entre mili o guerra. Solo sabías que era obligatoria. Y que te mandarían a disparar gente. A matar gente. Y tú no querías matar a nadie. Eso te aterraba. Después de varias noches de pesadillas, hubo una en la que la realidad dio una vuelta de tuerca más. Caíste en una lógica cruel: si tú no disparabas, te dispararían a ti, te matarían a ti.

Y tú no querías morir.

Ahí es donde de verdad empezó la segunda crisis. Así que despertabas a tus padres a gritos. Ellos no entendían esa angustia en un niño tan pequeño. No quiero que me maten, no quiero matar a nadie. Gritabas.

Hasta esta semana, no habías vuelto a recordarla. Y ahora no puedes dejar de pensar en ella. En el fondo sabes por qué. Aunque hayas cavado un nuevo sótano en tu cabeza, y hayas levantado muros más fuertes a su alrededor, más sabios. Construidos sobre las cenizas del pasado. Sabes que está ahí. Oyes la tormenta a lo lejos. La sientes avanzar lenta, implacable.

El sonido de unos golpes en la puerta te devuelve a la habitación. Antes de poder decir nada, entra el médico. Se queda mirando a tu padre dormido. Ve en tu cara la tormenta y todas tus crisis. Cierra la puerta y avanza hacia a ti.

—No tienes que decidir ahora —dice con voz amistosa—. En realidad, no tienes que decidir si no quieres. Simplemente puedes esperar. —Mira a tu padre de nuevo y ves una infinita compasión inundándole la cara. Apoya sus manos en tus hombros intentando reconfortarte—. Pero esa espera te irá consumiendo poco a poco.

Se va. Te sientas en la butaca. Te preguntas si quieres volver a pasar por eso. Si quieres que tu padre pase por eso. Si lo harías por ti o lo harías por él. ¿Sería egoísta hacerlo por ti, o sería egoísta no hacerlo por él?

Parece que tus crisis existenciales no han hecho más que empezar.

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Juan Jacinto Muñoz Rengel

Juan Jacinto Muñoz-Rengel (Málaga, 1974) es autor de las novelas La capacidad de amar del señor Königsberg (Alianza de Novelas, 2021), El gran imaginador (Plaza & Janés, 2016), Premio del Festival Celsius a la Mejor Novela del año, El sueño del otro (Plaza & Janés, 2013) y El asesino hipocondríaco (Plaza & Janés, 2012), del ensayo Una historia de la mentira (Alianza, 2020), y de los libros de narrativa breve El libro de los pequeños milagros (Páginas de Espuma, 2013), De mecánica y alquimia (Salto de Página, 2009), Premio Ignotus al mejor libro de relatos del año, y 88 Mill Lane (2005). Su obra ha sido traducida al inglés, al francés, al italiano, al griego, al finés, al árabe y al turco, y publicada en una veintena de países. Actualmente dirige la Escuela de Imaginadores en Madrid.

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Agustin González
Agustin González
6 meses hace

Conmovedor y asfixiante relato, pero que no puedes parar de leerlo hasta saber su final.
Gracias Gonzalo

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