Lo más distópico y, por tanto, orwelliano, y por tanto, perturbador de la novela Julia, escrita por Sandra Newman, es el propio hecho de que alguien haya decidido corregir 1984, de George Orwell. En la novela de Orwell se reescribe la Historia, pues nos sitúa en un futuro ochentero donde el poder autoritario carece de escrúpulos a la hora de fabricar ficciones fácticas, verdades aceptables. Julia, para desgracia de Orwell, sería eso mismo: una verdad aceptable que se crea con la intención de suplantar a la verdad absoluta. La verdad absoluta es que George Orwell creó una novela llamada 1984, y Sandra Newman no.
Aunque no he leído ¿Quién mató a Roger Ackroyd? (sin traducción en español), sí leí El caso del perro de los Baskerville, y no recuerdo que Bayard se metiera a juzgar la ideología de Sherlock Holmes o la del propio Conan Doyle, aprovechando que el primero no puede defenderse porque nunca existió y que el segundo no puede defenderse porque hace tiempo que dejó de existir.
La novela de Sandra Newman, sin embargo, no se sitúa en este territorio creativo, en estas coordenadas fascinantes en las que el pasado literario se toma como material de trabajo, del mismo modo que un músico actual toma una canción de los años 70 y convierte en melodía una de sus partes, con la práctica del sample. El trabajo de Sandra Newman no es literario, sino censor, inquisitorial, irrespetuoso y contrario a la obra de la que se aprovecha. Bayard, con su libro, consigue que queramos leer de nuevo El asesinato de Roger Ackroyd o El perro de los Baskerville, y hace promoción de esas obras para futuras generaciones; Newman, con Julia, echa sombras y prejuicios sobre 1984, va en contra del libro, al que en definitiva pretende sustituir y condenar.
Que la propia familia o los propios herederos de los derechos de la obra de Orwell hayan encargado esta operación a la autora no deja de aportar nuevos rizos de ignominia al caso.
Le preguntaron a Stan Lee, creador de varios superhéroes populares, quién ganaría si se enfrentaba este superhéroe con aquél, pues Lee, como conocedor privilegiado de sus propios personajes, debería saberlo (¿quién ganaría en una pelea entre Hulk y Iron-man?, por ejemplo). Stan Lee, que no era una persona muy simpática, rompió enseguida la cuarta pared, la burbuja mágica de la ficción, al afirmar sin piedad algo como: eso es una estupidez, ganaría quien a mí me diera la gana, simplemente.
Esto nos indica que Stan Lee nunca perdió de vista la condición no-humana de los personajes de ficción, algo que hoy, delirantemente, se olvida.
Así, Sandra Newman, en las entrevistas que ha concedido en España, se lanza a juzgar al protagonista de 1984, Winston Smith, en estos términos: “Winston Smith es sin ninguna duda un misógino, un incel”. ¿Y Sancho Panza? ¿Y Madame Bovary? ¿Qué son, sin duda? La autora también considera misógina la propia novela 1984; y ya que está, al propio Orwell.
Flaubert se opuso en su día las especulaciones más o menos vesánicas sobre Emma Bovary afirmando “Madame Bovary soy yo”, lo cual quería decir que Madame Bovary era un personaje de ficción, con todo lo que de manufactura del yo tienen siempre los personajes inventados. El autor toma partes de sí mismo, incluidas esas partes de sí mismo donde los demás comparecen y son juzgados, y toma también sus propios recuerdos y avistamientos y, no lo olvidemos, un poco de imaginación, no necesariamente bienintencionada, y de todo eso surge un nombre, un rol, una presencia en el relato. Esa presencia en el relato no puede deconstruirse hasta llegar a saber qué hizo una mañana de su adolescencia el autor cuando le prohibieron jugar más con su cochecito; no puede, en fin, servir de prueba de cargo contra el creador, como si fuera dejando pistas ciertas sobre sí mismo, cuando lo que ha hecho, primordialmente, es crear algo interesante.
Si, según Newman, Winston es misógino y por tanto Orwell es misógino, entonces John Travolta en Pulp Fiction es un asesino y Quentin Tarantino es un asesino. Viendo toda la filmografía de Tarantino, si algo queda claro, según los presupuestos gruesos y bastos de Newman, es que el creador de tantos asesinatos recreativos es tan asesino como un etarra.
Quentin Tarantino es un etarra.
Newman toma esta cita de 1984 como prueba de misoginia: “La azotaría hasta matarla con una cachiporra de goma. La ataría desnuda a un poste y la acribillaría con flechas como a San Sebastián. La violaría, le cortaría la garganta en el momento del orgasmo”. Es curioso. Estas mismas palabras en un chat de WhatsApp hecho público por un periódico contrario al político que las hubiera escrito, o hechas públicas por una emisora de radio como muestra del lenguaje de unos estudiantes para referirse a sus compañeras más deseables crearía la conocida polémica donde unos pocos, gracias a Dios, aún podrían hacer valer la verdad de la vida íntima, de los filtros que se quitan y se ponen en las declaraciones personales en función de a quién se dirigen. Sin embargo, estas palabras no son privadas, aparecen en un libro que cualquiera puede leer. Qué tonto es Orwell, ¿no? Qué tonto es Winston Smith que habla así para que 75 años después Sandra Newman descubra que es misógino.
Es todo tan absurdo que casi no me lo puedo creer.
Por lo demás, Julia abunda en el absurdo al considerar que todo aquello que los hombres hayan hecho deben hacerlo también las mujeres, aunque esto consiga reducir el protagonismo de las mujeres a una serie de acciones subsidiarias e imitativas y, por tanto, menores. Si un hombre protagonizó 1984, una mujer también. Si los cazafantasmas cazaron fantasmas, ahora les toca a las mujeres cazar fantasmas. Si un hombre se vistió de murciélago vengador, ahora debería ser una mujer. Y James Bond también debería ser una mujer.
No sé, amigas. A nadie se le ha ocurrido (que yo sepa) escribir Monsieur Bovary, sobre un hombre que es infiel en el siglo XIX durante 500 páginas. Tampoco me consta que se esté rodando Hombrecitos.
El protagonismo de las mujeres en la ficción debe ser autónomo, propio, original, fundacional. Es lo que encontramos en la estupenda película infantil Vaiana (2016), y en tantas otras obras de Disney (la Joy de Inside out, etcétera) donde se crean de nueva planta heroínas fascinantes. Me parece una estupidez, y un tiro en el pie, hacer un remake de Akira y que Akira sea una chica; o crear Pinocha. Pensemos en la imagen que nos transmite el mercado industrial chino cuando fabrica bolsos y televisiones y coches que copian a la baja los bolsos y televisiones y coches fabricados en Occidente. El feminismo, visto así, es muy chino.
Sandra Newman toma el mundo creado por otra persona, y se lo apropia con insolencia ventajosa (Orwell murió en 1950) y sabihondilla y faltona. Es como si el creador de Messenger se riera de aquellos hombres que utilizaban palomas mensajeras o tambores, y ahora el creador de WhatsApp se riera del creador de Messenger, y así hasta el infinito de la desconsideración.
George Orwell y su 1984 son un pilar fundamental de la cultura (y, diría, de la ética) de nuestro tiempo. Orwell creó 1984 y Rebelión en la granja y Que no muera la aspidistra, lo cual es aportar bastante.
Sandra Newman no ha aportado nada.
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