Imagen de portada: ilustración de Augusto Ferrer-Dalmau para la cubierta de Juventud.
El Judea, cargado con 600 toneladas de carbón, navega con destino a Bangkok. Pero el mar, siempre implacable, en ocasiones puede resultar fatal… Y esa historia nos cuenta Charly Marlow, segundo oficial del navío, enigmático y escurridizo personaje que no es sino la segunda voz de Joseph Conrad.
Zenda Edhasa publica una edición especial, bilingüe, de Juventud, una obra breve y perfecta de uno de los grandes autores de la literatura universal.
A continuación reproducimos el prólogo de Arturo Pérez-Reverte a este libro.
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UN HERMANO DE LA COSTA
En una hoy lejana juventud, cuando comencé a caminar por el mundo con una mochila cargada de libros mientras buscaba ganarme la vida en territorio comanche, hubo amigos que me dieron, además de su lealtad incondicional, ciertas claves para emprender el camino y comprender, o asumir, lo que paso a paso iba encontrándome en él mientras recorría las cuatro esquinas del caos y las catástrofes, del corazón humano y las reglas implacables del mundo y de la vida. Esos amigos eran fáciles de transportar, no hacían preguntas y estaban siempre dispuestos a responder las mías.
Gracias a las lecturas de todos esos amigos y alguno más, y a su confrontación con el mundo real que gracias a ellos podía reconocer e interpretar, comprendí de forma temprana que los héroes generosos y valientes, los personajes de hermosa dama y corcel blanco que habían poblado los cuentos y el cine de mi infancia, constituían una percepción equivocada de la vida, que como un topógrafo impasible se iba encargando de trazar un mapa mucho más real del territorio por donde ellos se habían movido y por donde yo me movía ahora. Así se fue completando el mundo real, la aventura sin red de protección, la guerra como explicación del mundo, la pintura de batallas que desdibujaba, en vez de afinar, las tranquilizadoras certezas de los héroes de mi juventud. Pero nadie vive ni lee sin daños colaterales: a medida que la inocencia del muchacho lector y viajero se transformaba en la lucidez adulta que otorgan la carne, el diablo, los libros y los cielos sin dioses, algunos viejos amigos de lecturas juveniles dejaron de acompañarme. No por deslealtad por mi parte ni por la suya, sino porque cada vez me adentraba más en lugares de soledad, al otro lado de la que ya era mi propia línea de sombra. Y con el paso del tiempo, mientras iban quedando atrás como viejos camaradas que te dieron cuanto podían dar antes de que les dirigieras un saludo agradecido y siguieras adelante, tan sólo uno de ellos se mantuvo fiel, sin soltar mi mano y aferrado a mi corazón y mi cabeza.
Ese compañero, ese amigo, fue y sigue siendo Joseph Conrad. Quizá por eso es el único del que tengo una fotografía enmarcada en mi biblioteca de trabajo, pues no me abandona y envejece conmigo, como si se tratase de un relato inverso de Oscar Wilde. Joseph Conrad, el polaco que primero habló francés y luego se convirtió en uno de los más grandes escritores en lengua inglesa, es además quien página a página me susurró desde muy pronto lo fundamental: que vivimos como soñamos, solos. Él fue quien sin saberlo anticipó los anhelos aquel muchacho que, a partir de una biblioteca, por fin cruzó al otro lado del mar para librar sus propias batallas; y en cierta ocasión Conrad lo hizo con estas palabras: Recuerdo mi juventud y la sensación, que nunca volverá, de que podría durar para siempre, sobrevivir al mar, a la tierra y a los hombres… Y también fue Conrad quien escribió, como si realmente conociera las tinieblas del corazón del aquel joven que un día miraría en torno, fatigado: Toda pasión se ha perdido ahora. El mundo es mediocre, débil, sin fuerza. Y la locura y la desesperación son una fuerza. Por eso la fuerza es un crimen a los ojos de los necios, los débiles y los tontos… Por todo eso y por muchas cosas, libros, vida, magisterio, felicidad lectora, Joseph Conrad se ha ido convirtiendo para mí, con los años, en ese amigo leal que nunca deja de estar a tu lado en un temporal o un combate. En un viejo, respetado, querido Hermano de la Costa.
A propósito de eso, recuerdo una conversación con Javier Marías en uno de aquellos jueves en los que salíamos de la Real Academia dando un largo paseo antes de cenar juntos en el restaurante Lucio. Javier fumaba sus eternos cigarrillos mientras caminábamos por las calles del Madrid viejo, a veces en silencio como un par de duros copartícipes conradianos, otras charlando de nuestras cosas: del cine y las mujeres, de los libros y tebeos que amamos en nuestra infancia, de los amigos y la juventud, de los fantasmas entrañables del pasado como ahora lo es para mí el propio Javier. El caso es que una noche en particular hablamos de Conrad, señalando que nos parecía inagotable, más grande a cada relectura; y eso nos parecía curioso, al reconocer ambos que en la obra extraordinaria del marino polaco venían a converger, desde lugares casi opuestos, su admiración y la mía, con formas tan diferentes de contar y contarnos. Recuerdo que la conversación se prolongó durante toda la cena: Javier señalando la complejidad del idioma inglés de ese autor, y por eso mismo el placer que le supuso el reto de traducir El espejo del mar; y yo tratando de mostrar, con movimientos de las manos, la posición de uno de los barcos conradianos de nuestra juventud lectora, recurriendo a cuanto sé de maniobras a vela y viradas por avante para aclararle a Javier la importancia del sombrero blanco flotando en el agua de El copartícipe secreto. También me acuerdo de que hablamos sobre Nostromo, que ya no nos parecía tan ágil leída por tercera o cuarta vez; y de que Juventud es el relato que yo releo con más frecuencia cuando salgo al mar, disfrutándolo como si fuera un viejo ritual marino. Todavía en el restaurante, sin dejar el asunto, comentamos que para ambos Lord Jim seguía siendo la más clásica y característica de las novelas de Conrad, y acabamos desmenuzando La flecha de oro, esa historia de amor y juventud a cuya protagonista, la bella y enigmática doña Rita, tanto deben algunas de las mujeres de mis novelas y de mi vida. Todavía seguimos conversando sobre otras novelas de Conrad —Victoria, El rescate, El final de la cuerda— durante el último paso hasta la Plaza Mayor y las cercanías de su casa; y luego nos despedimos como siempre, como cada jueves, sin sospechar el incierto e implacable orden de las cosas. Hoy todavía lo recuerdo así, encendiendo solitario el último cigarrillo mientras yo me alejaba, con el punto rojo de la brasa avivado en mitad de la noche, desdibujado su rostro al otro lado de la línea de costa.
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Autor: Joseph Conrad. Título: Juventud. Traducción: Amado Diéguez. Editorial: Zenda Edhasa. Venta: web de la editorial.
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