Usted tal vez lo ignora; pero en algún lugar, en alguna oficina ministerial, en alguna covachuela estatal, en algún departamento creado para hacernos la puñeta, hay agazapado un hijo de puta dispuesto a amargarnos un poquito más la vida. Es posible —o casi seguro— que en este momento no esté operativo porque, funcionario del Estado como es, ha ido a tomar café, salió a sus cosas o se toma el día libre, delegando su curro en una cadena de respuestas telefónicas que funciona en bucle: si quiere hablar con alguien marque uno o diga dos, en este momento nuestras líneas están ocupadas, deje un mensaje y nos pondremos en contacto, etcétera. Y luego, cuando vuelva del aperitivo o de hacer la compra, el funcionario o funcionaria, sin escuchar siquiera el mensaje que usted dejó, dará al botón de borrar mientras considera a dónde va a ir con su novio, con su familia o con la madre que lo parió durante el enésimo puente del año.
No descubro a ustedes nada nuevo. Yo, que soy analfabeto digital, paso una mañana y parte de la tarde dedicado al cochino menester de moverme por el proceloso mundo de www.correosaduanas.es y sus alrededores: fotocopia del DNI, justificante de compra, factura, aviso de llegada firmado y cumplimentado. Todo eso, rellenando innumerables casillas y escaneando documentos: datos del importador, tipo de envío, descripción detallada del contenido… Un libro, indico una y otra vez. Se trata de un simple libro. Y al terminar —fecha, firma, NIF—, cuando creo haber salido vivo del laberinto del Minotauro, recibo una comunicación de Correos diciendo que lo he trajinado de cojón de pato, enhorabuena; pero que ahora debo, con el impreso resultante, meterme en otra página de Aduanas y hacerlo todo de nuevo, aunque con fascinantes detalles suplementarios: envoltorio reciclable, normativa sobre residuos y suelos contaminados, traslado por matrimonio, herencia, tatuajes (¿?), etcétera.
Así que, bueno. Resignado a mi esquiva suerte, diciéndome qué es la vida, por perdida ya la di, como el pirata de Espronceda, me meto en la nueva página y cumplimento cuanto puedo y me dejan. Parece que la cosa marcha, pero de pronto llego a un lugar donde exigen especificar el tipo de mercancía que importo; y para eso —por mi comodidad, naturalmente— sale un menú predeterminado. Busco en él la palabra libro, pero no aparece. El azar me pone delante un número de atención al cliente y lo marco. Piii, piii, piii. Todas nuestras líneas están ocupadas. Marco otra vez, diez minutos de espera. Al fin obtengo respuesta: si quiere hablar con éste diga hola, si quiere hablar con aquél diga me cisco en vuestros muertos más frescos. Elijo la segunda opción y vuelvo a la página. De lo que me ofrecen, lo que más se parece a libro es documento, así que hago clic en eso. Después lo envío todo y sale un mensaje diciéndome que los datos que aporto son inexactos. En ese momento, a pique ya de la hemorragia cerebral, apago el ordenador, telefoneo a un amigo y le digo entre dos blasfemias que indignarían a mi madre —una sobre el copón de Bullas y otra sobre las bragas de la Virgen— que me busque un agente de Aduanas. ¿Para un libro?, se extraña. Sí, respondo. Para un puto libro.
Llegó ayer, al fin. Delante lo tengo. Un libro ya pagado por Amazon, con una factura suplementaria de Aduanas en la que me endiñan 130,04 euros de derechos de importación, más IVA. Con lo que el asunto —¡un simple libro para leer!— me sale por un huevo de la cara: 324 mortadelos de vellón. Así que lo tengo claro: el próximo que compre en el extranjero lo encargaré a un comerciante chino, a un narco de Barbate o a un traficante de armas eslavo. Para traer cosas de fuera, a ésos nadie les exige una puñetera mierda.
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Publicado el 29 de marzo de 2024 en XL Semanal.
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