Es tentador buscar significados ocultos a las obras literarias. Tan tentador como facilón: no hay más que hallar alguna remota conexión, alguna analogía mínimamente verosímil. Hay quien ha visto en La metamorfosis el complejo de inferioridad que sufría Kafka, en particular ante su propia familia. También se ha afirmado que refleja el abismo que separa a ciertas personas de los demás, personas que, como el propio Kafka, son incapaces de entablar relaciones humanas genuinas. Y también se puede leer como una obra sobre cómo la familia, nuestro amparo primero y principal, se revela a menudo como un agente hostil que la emprende contra nuestra misma naturaleza. Algún lector podría sentirse tentado a ver en la situación entre los padres y Gregor Samsa una metáfora del Imperio Austrohúngaro, que ninguneaba a las diferentes minorías. Porque Kafka era checo y hablaba y escribía checo, aunque pertenecía al grupo de praguenses cuya lengua materna era el alemán. ¡Será por interpretaciones!
También El Aleph, el célebre relato de Borges, ha dado lugar a diferentes interpretaciones. En el cuento, el Aleph es el artilugio en el que se puede ver todo simultáneamente. Todo es todo, del pasado, del presente y del futuro. Interpretaciones no han sobrado. Dado que el aleph es la primera letra del alfabeto hebreo y para la cábala simboliza la divinidad, la lectura más obvia es la del Aleph como la visión de Dios. Pero también se ha querido ver en tan increíble artefacto una metáfora de la imposibilidad humana de un conocimiento global. Un símbolo de nuestra ineludible limitación intelectual. O de la imposibilidad metafísica de adoptar perspectivas ajenas sobre la realidad. O una experiencia mística. O incluso una teoría del genio: la genialidad como la posibilidad de albergar muy diversos mundos dentro de uno. Lo dicho: será por interpretaciones.
Pero lo realmente novedoso en el relato de Borges es que parece esconder un mensaje —muy personal, sin honduras filosóficas, pero un mensaje al fin y al cabo— en la dedicatoria. La dedicatoria es tan lacónica como cualquier dedicatoria: «A Estela Canto». ¿Cómo podría guardar un mensaje recóndito? Disponemos de algunas pruebas.
Borges había mantenido un romance tormentoso con Estela Canto. Él andaba enamorado, pero ella sentía admiración: ni amor ni deseo. Eran demasiado diferentes: él, lírico y abstracto; ella, sanguínea y carnal. Para cuando se publica El Aleph, la relación ya se ha roto. En el relato, Borges aparece como él mismo, como Borges, pero la mujer a la que ha amado, Beatriz, ha fallecido. Beatriz, por cierto, es el nombre de la amada de Dante, autor al que Borges admiraba. Es más, en la época en que andaba escribiendo el cuento, llamaba a Estela para decirle que él era Dante y que ella era Beatrice y tenía que liberarlo del Infierno. Pero la relación ya andaba en llamas. Siempre lo había estado, en verdad. Así que Beatriz, Beatriz Viterbo, está muerta y enterrada. Tú, que fuiste mi vida y mi musa, parece estar diciéndole Borges a Estela en un muy borgeano juego de espejos literarios, ya has muerto para mí.
Borges informó a Estela de que andaba escribiendo un relato sobre un lugar que encerraba todos los lugares del mundo y que quería dedicárselo. Ella acabaría quedándose el manuscrito, pues había sido la encargada de mecanografiarlo, y le dijo sin rubor que lo vendería en cuanto él muriera. Finalmente, lo vendió sin esperar a su muerte.
Y he aquí el elemento fundamental: la dedicatoria no encabeza el relato, como todas las dedicatorias preceden al texto dedicado, sino que lo cierra. Borges escribió la escueta dedicatoria, «A Estela Canto», al final del relato. Era el punto final definitivo.
Aunque tal vez todo esto no sea más que un delirio hermenéutico. El propio Borges avisó de que las historias de los literatos a menudo no tenían ningún otro significado más allá del literal. Que nuestro deber es, simplemente, relajarnos y disfrutar. Ya lo decía la poetisa: una rosa es una rosa. Y tal vez una dedicatoria, al principio o al final, no sea más que una dedicatoria.
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