Ha pasado un año y el ruido nunca para. La bomba de aire elegida destaca por su silencio pero bajo tierra se escucha hasta la respiración. Durante el día la televisión, la música ambiental o la charla solapan el zumbido pero en las noches de insomnio se convierte en un ruido constante, que no deja de recordar el encierro. Si la apagaran consumirían el aire del refugio y se iniciaría la cuenta atrás para la asfixia. A veces lo hacen y disfrutan unas horas del silencio, midiendo cada minuto, temiendo que la bomba no vuelva a encenderse. Si ocurriera tendrían que elegir entre asfixiarse o salir a la superficie.
Un micrófono permite escuchar los ruidos del exterior. Apenas existen. Tal vez haya tanto silencio porque siempre han vivido aislados, bajo el jardín de una urbanización de la periferia conocida por su tranquilidad, por donde antes apenas había tránsito. A veces escuchan el sonido de los pájaros o los ladridos de los perros salvajes. Nunca coches o voces humanas. Les inquieta aunque no lo comenten. La niña algunas noches cree oír la voz de su mejor amiga, que la llama a gritos y le pregunta dónde se esconde. No lo ha contado porque teme que sea un fantasma y no quiere que sus padres se asusten. Se prometieron cuidar los unos de los otros.
Los padres a veces comentan, en voz baja, que tal vez la radiación haya descendido. Se preguntan si podrían salir al jardín, incluso husmear por los alrededores, pero no se atreven. La falta de datos no ayuda. El medidor de milisieverts se ha roto y no han podido sustituirlo ni repararlo. Su aguja permanece quieta en el tope que alcanzó con las explosiones. Lo que se avería en el búnker lo hace para siempre. Temen que si pasean por su propia casa las ondas atraviesen sus pulmones, sus huesos, sus vísceras y sus ganglios linfáticos. Que poco a poco su cuerpo absorba la radioactividad y se encoja hasta la muerte, como aquel periodista ruso asesinado con polonio. Por eso la trampilla, apenas un cuadrado perfecto marcado en el techo, sigue cerrada, y ellos continúan a 10 metros de profundidad.
Decidieron el búnker tras la invasión de Ucrania. Fue ella quien lo impulsó, cuando se empezó a hablar de la tercera guerra mundial. La constructora tardó más de un año en terminarlo. Es un núcleo duro de acero y titanio, empotrado en la tierra, con dos habitaciones y sus respectivos baños, cocina, despensa, gimnasio y salón. El diseño no prescinde de la estética. Son habitaciones amplias, con grandes ventanales, pintadas en blanco radiante y amuebladas con estilo nórdico. Hay cojines rojos, alfombras persas y sofás de pana. Recuerdan el día del estreno, cuando bajaron por primera vez, acompañados por el arquitecto de la constructora. Todo estaba nuevo. Las flores artificiales brillaban, casi olían como las reales. La temperatura no ha variado desde entonces: 23 grados. Todos los dispositivos funcionaban al instante. Daban ganas de que llegara el desastre.
Solo conocen el inicio de los hechos, aunque escucharan los dos, los tres, los cuatro estallidos con un volumen y un temblor casi idénticos. Eran ruidos largos, con un volumen intenso. Pudieron tirarse al suelo y esconder la cabeza entre las manos antes de que terminaran. Cuando ocurrieron llevaban dos horas escondidos en el refugio. Les había avisado un contacto del padre.
Internet sigue caído y la única radio que captan es religiosa. Emite en inglés con acento británico. Son alabanzas a Dios continuas, sin descanso, con alguna mención a los momentos difíciles, que pronto pasarán. Y al nuevo líder, cuyo nombre nunca es mencionado. Solo se sabe que es un hombre alto, con manos grandes y gran corazón. Han prohibido su escucha, pero los padres lo hacen, con auriculares, mientras fingen que estudian, ansiosos por encontrar un mensaje que les saque de allí. Temen que se haya implantado una dictadura religiosa y sean fusilados, aunque nunca se hayan implicado en política. También que quien habla sea un loco, encerrado en una cueva, un desván o un refugio como el suyo.
Todas las actividades, sean laborales o de ocio, están apuntadas en dos pizarras digitales y las actualizan cada mañana. Nadie sabe con certeza si es mañana, tarde o noche, invierno o primavera. Tal vez los relojes se han atrasado o adelantado, pero no les preocupa porque las ventanas artificiales muestran el sol, la noche, la nieve, la lluvia o cien variables más que cambian con un mando a distancia. No importa que tras las ventanas solo haya acero, hormigón y tierra.
El smartphone, que antes les acompañaba durante todo el día, solo sirve para jugar. En la app de Instagram aún pueden ver las compras, las poses y las quejas que sus ídolos y amigos publicaron el día del bombardeo. Muchos pedían la paz, pero la mayoría seguía exhibiéndose. Siguen intentando que se actualice, aunque la señal nunca llegue. Aunque no lo reconozcan, nada añoran más que la cobertura. Sin ella, los días se convierten en océanos.
Realizan actividades individuales y conjuntas. Hacen yoga cada mañana frente a la ventana, iluminada con un sol artificial. Participan todos, incluso la criada. Siempre ponen el mismo CD, creado por una profesora china, de rostro alargado y cuerpo perfecto, que alcanzó la fama durante el confinamiento del COVID. Creen que aquello les sirvió de práctica. Hay distintas versiones, unas más difíciles que otras. Repiten el saludo al sol, la postura del perro, la cobra o la mariposa. También una vez a la semana bailan zumba, saltan y ríen juntos, siempre en los mismos momentos y con los mismos pasos. Es el tiempo, también programado, de la diversión.
Al final de la clase apagan las luces, encienden unas velas artificiales, cuyas llamas incluso tiemblan, y meditan sobre una esterilla. Luego intentan retirarse, cada uno a su aire. Él estudia un curso de gestión medioambiental y economía sostenible, que combina con un módulo de contabilidad. Ella se dedica al alemán y sus declinaciones. Uno de sus clientes era una farmacéutica de Múnich. Poco antes de los estallidos se había encaprichado con aprender para mejorar su rapidez mental e impresionarles. Tiene además miedo al Alzheimer, por la posible herencia de su madre, y los idiomas siempre ayudan. La criada, mientras, limpia la casa y prepara la comida, ayudada por el padre cuando termina su lección.
La hija acepta con tranquilidad la situación y se esmera en el aprendizaje. Es enseñada por la madre. Combinan con flexibilidad matemáticas, lengua e historia. Para animarla, la madre le dice que cuando salgan estará mucho más preparado que el resto. La hija asiente pero no termina de creerlo. Por su cabeza corre un mantra, que se repite sin descanso, paralelo al estudio. No saldrán nunca y cuando lo hagan nada servirá de nada. Por supuesto no se atreve a pronunciarlo.
La guerra comenzó cuando Rusia invadió Finlandia y siguió con el ataque de los drones iraníes sobre los portaviones. Los americanos no pudieron reaccionar, estaban apagando los fuegos de sus propias revueltas. Sorprendió la vehemencia de los chinos. Nadie esperaba su apoyo total a los norcoreanos. Pronto cayeron bombas tácticas sobre Polonia y Alemania. Fue entonces cuando entraron en el refugio. No saben si Madrid aún continúa en pie, si las torres de Azca y el edificio de Telefónica han caído. Intuyen su derrumbe porque escucharon las cuatro explosiones y los sucesivos temblores de tierra. La primera fue más intensa que las demás: un estallido largo, tanto que les dio tiempo a abrazarse.
Viven en aparente armonía e igualdad, pero la criada sigue preparando la comida y recogiendo los platos. También hace las camas y limpia el polvo. Son apenas dos horas cada día, el resto del tiempo lo pasa escuchando sus viejos cassettes en un walkman y jugando con la niña. A veces piensa que debería rebelarse. No tiene por qué prepararles la comida. Ya no hay nómina, y tampoco habrá mercado laboral cuando salgan, pero qué haría, a qué se dedicaría, en qué emplearía tantas horas muertas.
Almuerzan a la una y media. Mantienen el ritual de la superficie. Ponen la mesa, los cubiertos y los vasos y apagan la televisión. El zumbido de la bomba de aire sustituye a su sonido. El menú de hoy es tofu, verduras liofilizadas y caballa de lata. Intentan que el equilibrio de proteínas e hidratos se mantenga. Algunas comidas, como el caldo, empiezan a racionarse. Archivan los menús en una pizarra digital, situada sobre una de las neveras, donde constan las variables nutricionales básicas.
Durante la comida mencionan sus excursiones a Segovia, la poca importancia que le daban a ir allí, lo que les gustaría volver y sentir la auténtica luz. Recuerdan el curso del río Eresma, sus meandros, su luz cálida, su calor y su brisa. La madre dice que la auténtica luz está en el interior, que nada tiene verdadera importancia más allá de eso. Gracias a la experiencia están alcanzando unos niveles de encuentro con ellos mismos y su verdad que nunca habrían imaginado. Además tenemos recuerdos de las calles, nuestros amigos, los mercados y las playas. Podemos recrearlos en nuestra conciencia.
—Todo va bien. Parece una locura, pero podría decirse que es una suerte que estemos aquí.
Hablan también sobre las celebraciones de Navidad. Quién sabe dónde estarán los primos de Bélgica. Recuerdan cómo se peleaban por la escalera en la última cabalgata de Reyes. Fue más corta de lo normal, la crisis del comercio y las revueltas de Texas habían acabado con los patrocinios. Volvieron los camellos, las barbas postizas y los sacos de caramelos.
—No teníamos mucho trato, la verdad. ¿Por qué te acuerdas de ellos? —le dice el padre a su hija—. Porque eran mis primos. Mi familia. ¿Y tú, papá, no te acuerdas de ellos? ¿Cómo puedes ser así? Era tu hermano, eran tus sobrinos.
Viene el silencio, de repente, mientras comen la caballa, anhelando una sopa caliente.
—No sabemos si Bruselas ha sido bombardeada. No tenemos ni la menor idea. A lo mejor siguen ahí, yendo al colegio, haciendo su vida.
Mientras habla piensa que, si los estruendos eran reales, habrán sido atacados. ¿Por qué iban a bombardear Madrid y dejar en pie Bruselas? El padre desvía la charla hacia su afición favorita. Debe enfriar la charla, por el bien de todos.
—Un negocio sin una buena contabilidad no es nada. Ni siquiera esta casa se mantendría sin ella. Tal vez creáis que lo que hago no sirve para nada, pero las cuentas lo sostienen todo. Son nuestro auténtico amigo invisible.
Con el postre —helado de vainilla— la niña y la criada cuentan chistes. Son bromas tontas, de niños. Todos ríen. Sofía, la amiga de la hija, era quien mejor los contaba.
—Seguro que Sofía está bien —le dice su madre—. Su familia tenía una casa en un pueblo. Tal vez estén mejor que nosotros. En el campo tienen un terreno y plantan tomates. A lo mejor viven al aire libre.
—Quiero ir a verla.
—Todavía no podemos salir, ya llegará el momento —dice la madre, arrepintiéndose de sus palabras y de las esperanzas que han causado, imaginando bandas de ladrones, incluso de zombis, que devoran a su hija o a ella misma. Sabe que su hija está harta de hacer yoga y ver las mismas series de siempre. Quiere jugar con una amiga y acariciar a un perro.
Tras el postre la criada recoge la mesa. Siempre lo hace, pero cada día un poco menos. Las labores más duras, como la limpieza del baño, las comparten.
Todavía conservan vino, guardado en una pequeña bodega en el fondo, pero tras los excesos de los primeros días han decidido dosificarse, apenas beben un par de copas los fines de semana. Solo quedan treinta botellas y el padre empieza a preguntarse qué ocurrirá cuando terminen y solo haya agua y refrescos. Tal vez tenga razón su mujer, se dice, y haya que buscar la verdad en el interior. A todos les preocupa el paso del tiempo. Ayer la hija preguntó qué harán cuándo se termine la comida. El padre le pidió que no se preocupara. Tienen dinero en efectivo. Dólares, euros y también un par de lingotes.
—El oro nunca pierde valor. Es, ahora y siempre, la inversión más segura. Lo aceptan en todos los rincones del mundo.
No solo se ha roto el medidor de radioactividad, también los sensores de la elíptica. Funciona, pero ya no puede ver cuántas calorías gastan, ni los recorridos grabados por Roma, las colinas de Provenza o las playas de Hawái. Solo puede recordarlos. También el tostador se rompió, pero la madre consiguió arreglarlo.
Tras la comida, se sientan en el sofá y ven, en CD, ET, el extraterrestre. Ríen y se emocionan, como siempre. Repiten mi casa, teléfono mientras brilla el sol tras la ventana. Uno de los programas es aleatorio: el sol abrasador o el granizo aparecen sin un criterio definido, como en el mundo real. Por la tarde ven una película, siempre infantil y relajante. Alternan clásicos, como Mary Poppins, y animaciones japonesas o nórdicas. El padre las coleccionaba con mimo, siempre con las carátulas originales.
La tarde cae con una luz tranquila, nítida. Antes de la cena, el padre termina su lección del curso de contabilidad. Los activos circulantes. A veces siente la obligación de salir, como un auténtico hombre, recorrer los alrededores y buscar comida fresca, pero teme no regresar. Es más importante dentro, con los suyos, se dice.
La madre lee poemas de Rilke, en una vieja edición alemana, a la luz del atardecer. Ha elegido la versión de nieve y tempestad, que reproduce una auténtica tormenta blanca, con copos de tamaño variable que danzan en el aire. Incluso contempla cómo un jardín, reproducción exacta del suyo, se inunda lentamente de blanco. Recuerda a Karl, el directivo alemán, y la tarde que pasearon por un Múnich invernal, después de comer un escalope. Le tomó del brazo para saltar un charco y pensó en besarle.
Cenan siempre un sándwich de jamón y queso, del mismo proveedor que servía en los trenes y las líneas aéreas. Tienen toda una nevera llena. Solo tienen que calentarlo. Saben que no es sano, pero se lo permiten.
Los padres se acuestan a las 10, en su amplio dormitorio, con una ventana con persianas venecianas. Si no programan otra opción, la noche siempre es acompañada por un cielo estrellado. Toman zolpidem cada noche para encontrar el sueño. Los primeros días dormían en cuanto se cubrían con el edredón pero la tolerancia crece. Ella ha pasado alguna noche de insomnio y gritos silenciosos. A veces conversan en voz baja, antes de la pastilla. Ella vuelve a preguntarle por qué metieron a la criada. Las amigas de sus hijas y su propia hermana se quedaron fuera.
—Tu hermana tiene su propio refugio y más dinero que nosotros. ¿Por qué la nombras ahora?
—Es mi hermana, sangre de mi sangre, y hace un año que no la veo. ¿Para qué nos sirve que coma nuestra comida, beba nuestra agua y respire nuestro aire. ¿Somos tan inútiles que no podemos abrir una lata?
—Solo tuvimos diez minutos para decidir. ¿Quieres que la saquemos a rastras de aquí? ¿Es eso lo que quieres? Tenemos valores, es lógico que la tratemos como a una de los nuestros.
—No ha entrado como una de los nuestros, ha entrado como criada. Recuerda que dejamos fuera a la vecina. Sería una compañía estupenda.
—Céntrate en el aquí y el ahora.
—Aquí y ahora la niña empieza a estar asustada. Ha vuelto a preguntar qué pasará cuando termine la comida.
—Queda mucha en la despensa, sobre todo latas. Incluso comida fresca en el congelador americano. Todo va bien.
—¿Y si se apaga la luz?
—Tienen batería para cien años.
—Sí, pero, ¿y si se rompe?
—No se va a romper. Todo va bien.
—Y la bomba de agua, quién sabe lo que filtra y si lo hace bien. Quién sabe si nos estamos llenando la radiactividad.
—Cuando todo vaya mal, tenemos los lingotes de oro, siempre podremos venderlos.
—No tienes ni idea. Mi abuela comió burro en la posguerra. Tenían dinero de sobra, lo sabes. Lo compraron en una granja de Villaverde, dando gracias a Dios, y se lo zamparon, sin rechistar, porque no había nada más. Para vender oro debe haber alguien que alguien lo compre. Puedes tener un Cézanne, un Picasso, un Pollock, colgado de esa pared, y creer que vale millones pero, ¿para qué te sirve? ¿Cuánto vale algo que nadie quiere comprar?
—Nos acabaremos comiendo, como los de los Andes —dice él riendo, intentando que la calma llegue antes del sueño.
—No tiene gracia.
—Mira, estamos vivos y nuestra hija también. Todo va bien. No sabemos nada de lo que está ocurriendo afuera. A lo mejor un día de estos los salmos dejan de emitir y nos cuentan que ha vuelto la paz.
—Claro, todo va bien.
Se toman la pastilla y duermen bajo la luz de dos lunas, la de su ventana y la real, que brilla en la misma fase diez metros encima.
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