Sostengo que Jacques Tourneur fue un jornalero de la gloria porque supo hacer abundancia de la escasez; del menos, más. Cobrando un salario bastante reducido para lo que se pagaba en el Hollywood de su tiempo, ascendió al parnaso cinéfilo pese a las limitaciones de los presupuestos con los que siempre trabajó. Dos semanas de rodaje le bastaron para contarnos en los 70 minutos que dura La mujer pantera (1942) una de las más arrebatadas historias de amor de toda la historia del cine fantástico: la de Irena Dubrovna (Simone Simon), una misteriosa serbia que dibuja a la pantera que guarda una jaula del zoo neoyorquino de Central Park, una bella maldita condenada por terribles atavismos a convertirse en un felino, como el que la inspira, cada vez que se enamore de un tipo y llegue el momento de consumar.
Sí señor, como tantas cosas, destinadas a tener una transcendencia inimaginable cuando se concibieron, las cintas de serie B surgieron como respuesta de las majors —Metro-Goldwyn-Mayer (MGM), Warner Bros., Paramount Pictures, 20th Century Fox, Universal Pictures, Columbia Pictures…— a la pérdida de espectadores que trajo el crac de 1929. Prestos a maximizar beneficios, los grandes estudios optaron por ofrecer dos largometrajes al precio de uno. Así la gran producción, el filme de mayor interés artístico, pasó a ser conocido como el “A”; el de relleno del programa, como el “B”.
Cuando 30 años después Godard —siempre el gran Godard— dedicó a la Monogram Pictures —junto con la Republic el estudio por excelencia de los consagrados en exclusiva a la producción de Serie B— Al final de la escapada (1960), este cine barato se había convertido en ese placer cinéfilo que es hoy —en sus buenos ejemplos, claro está—, amen de sinónimo de todas las producciones limitadas económicamente, sin olvidar esa salvaguarda del cine de géneros —western, terror, ciencia ficción, noir— que ha sido la serie B desde sus albores.
A diferencia de otros de los grandes del presupuesto reducido —Mark Robson, Anthony Mann, Robert Wise…—, que sólo trabajaron dentro de los parámetros de la serie B en el comienzo de su filmografía, Tourneur siempre se vio obligado a hacer virtud de la necesidad, a esa superación mediante el talento de la inferioridad de condiciones en la producción. Y lo hizo con tanto tino que algunas de sus películas cuentan entre las mejores de toda la historia del cine.
Constantemente revalorizado desde el final de su filmografía, en la actualidad sus cintas más extrañas, más apartadas de los circuitos televisivos y demás cauces de exhibición del cine antiguo, son codiciadas por los cinéfilos con la misma avidez que las primeras ediciones del Siglo de Oro por los bibliófilos. Hablar de Jacques Tourneur son palabras mayores. Sí señor. Más que uno de esos mercenarios de la puesta en escena, que al cabo fueron todos los cineastas del Hollywood clásico, el autor de La mujer pantera fue uno de esos directores profesionales de películas que alcanzaron la gloria del parnaso fílmico por un jornal.
Hijo del también realizador Maurice Tourneur, en 1914 acompañó a su padre a los Estados Unidos cuando éste arribó al Nuevo Mundo huyendo de la Gran Guerra que comenzaba a asolar el Viejo Continente. Es entonces, en aquellas realizaciones que hace su progenitor durante su exilio en el Hollywood silente, cuando el pequeño Jacques toma contacto con el cine estadounidense. Toda la familia Tourneur regresa a Francia en 1927 y Jacques se inicia en la pantalla como montador de las películas que rueda Maurice en su segunda etapa francesa: La fusée y Le voleur —ambas de 1932— son algunos de sus títulos. Un año antes, el futuro autor de La mujer pantera ha debutado como realizador en Tout ça ne vaut pas l’amour.
En 1935, de nuevo en Estados Unidos, su condición de parisino juega un papel determinante para que se encomiende a Jacques Tourneur la dirección de la segunda unidad de Historia de dos ciudades, de Jack Conway. Aún habrán de pasar cuatro años antes de que emplace por primera vez su cámara en Hollywood. Lo hace para el rodaje de They All Come Out.
Pero el verdadero Jacques Tourneur se pone en marcha en el 41, cuando Val Lewton le confía la realización de La mujer pantera. Ya entonces se muestra al margen de los gustos al uso en el Hollywood de la época. Igual que el gran Edgar Allan Poe gravita en tanto y tan buen cine de terror, la sombra que se extiende sobre La mujer pantera es la de John Donne. Al igual que el “desnudo corazón pensante” del poeta inglés —catolicismo y protestantismo, amor humano y divino—, este prodigio de Tourneur y Lewton también se yergue sobre el equilibrio entre contrarios: el pensamiento medieval —la mitología serbia— y la ciencia nueva —la psiquiatría de Judd (Tom Conway), el escepticismo de Kent (Oliver Reed) y Alice (Jane Randolph)—.
Capaz de crear terror con la simple sugerencia, Tourneur seguirá abundando en los mundos oníricos en Yo anduve con un zombie y El hombre leopardo, ambas de 1943. Sin querer con ello menoscabar esta segunda, hay que decir que la primera —no estrenada en España hasta sus primeras ediciones en video en los años 80— es bastante superior.
No yerran quienes ven en el amor imposible de Betsy Cornell y Paul Holland —imposible mientras Jessica, el zombi en cuestión, siga viva, muerta pero viva al cabo— ciertas resonancias del sentimiento, igualmente quimérico, que uniera al señor Rochester y Jane Eyre. Una esposa demente se interpone entre los personajes de Charlotte Brontë y otra esposa demente se interpone entre los de Jacques Tourneur. También hay algo de Jane Eyre en el entusiasmo con que Betsy se sobrepone a los intentos de Paul por acabar con el éxtasis que siente, ante la belleza de cuanto la rodea, en el barco que la lleva a la isla. La joven mira maravillada el mar y Holland intenta convencerla de que a su alrededor sólo hay muerte y decadencia, de que los peces voladores saltan porque otros más grandes quieren comérselos. Pero a Betsy todo le parece mucho mejor que las nieves que ha dejado en Canadá.
La sensibilidad de Tourneur crea ámbitos de sórdida belleza que sintonizan a la perfección con esa dramatización de la psicología del miedo que busca Lewton. Antes de abandonar la RKO tiene tiempo de rodar Retorno al pasado (1947), una de las mejores cintas negras de todos los tiempos. Se reafirma en el género en títulos como Berlín Express (1948), Círculo peligroso (1951) y Al caer la noche (1958).
Si hay un momento en su filmografía que parece alejarse del bajo presupuesto, ése es cuando rueda aventuras tan clásicas como El halcón y la flecha (1950), una delicia ambientada en una Italia medieval que lucha contra el invasor germano y tiene en Dardo Bartoli (Burt Lancaster) a su paladín, y La mujer pirata (1951), un prodigio que le produce la Fox y que tiene en ese otro prodigio que fuera Jean Peters a su protagonista. Pero ninguna de estas dos cintas son esas grandes producciones que parecen. Con el mismo talento que creó sus ambientes oníricos en la RKO, Tourneur se muestra ahora tan ágil como Raoul Walsh en su filmografía marinera o Michael Curtiz puesto a rodar historias de espadachines.
Vuelve el maestro a las inquietudes del bajo presupuesto en La noche del demonio (1957). Localizada en Inglaterra, sombría y majestuosa como los mejores terrores de la Hammer, tal vez sea La noche del demonio la más perturbadora de todas sus cintas fantásticas. Sin gore, sin vísceras, sin todo ese aparato de las producciones actuales, que apuestan por dar asco cuando no son capaces de asustar, La noche del demonio nos refiere la historia del clásico escéptico en temas numinosos que se cree a salvo de estos misterios por su superioridad racional.
Antes de este regreso a donde solía, Jacques Tourneur ha tenido tiempo de rodar algunos westerns tan impecables como personales. Tierra generosa (1946) y Una pistola al amanecer (1956) son dos buenos ejemplos.
Pero el mejor de todos es Wichita, una curiosa revisión de la leyenda de Wyatt Earp —aquí encarnado por Joel McCrea— que no nos presenta al célebre enemigo de los Clanton en el duelo del OK Corral en Tombstone, sino en la ciudad de Kansas a la que hace alusión el título. Cuando Earp llega a ella, aunque su pasado es el de un cazador de búfalos, también se verá obligado a imponer el orden.
De alguna manera próximas al western vienen a antojársenos esas dos extrañas cintas que bien podríamos reunir bajo el epígrafe de La Aventura Latinoamericana: Martín el gaucho (1952) y Cita en Honduras (1953) son sus títulos. La batalla de Maratón (1959) es un peplum clásico que realiza durante un fugaz regreso a Europa en la edad de oro del género.
De nuevo en Estados Unidos rueda para la AIP —una de las productoras más destacadas en la serie B de los años 60 y 70— La comedia de los horrores (1963) y La ciudad sumergida (1965), cuya filmación alterna con el rodaje de algunos episodios de Bonanza y alguna que otra serie de televisión. Hasta en eso coincide el gran Jacques Tourneur con los parámetros del bajo presupuesto, cuyos cultivadores, inexorablemente, acababan realizando entregas de series de televisión. Volvió a Francia para morir en 1977, sin prestar demasiada atención a ese culto que la cinefilia ya le tributaba.
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