No sé qué extraña fiebre me ha invadido hoy, qué ideas se me han enredado en la cabeza, pero he decidido contarles el secreto del éxito. Es algo que me preguntan en casi todas las charlas literarias: «¿cómo lo ha hecho? ¿Cómo ha logrado vivir de escribir?». Para responder he ensayado un semblante enigmático, pero no me sale casi nunca. ¿El escritor nace o se hace? «Si me cuenta los trucos, ¿podré lograrlo?». No lo sé, señora. Ni siquiera tengo la menor idea de si mi próximo libro va a estar en la lista de los más vendidos o en la de los fracasos absolutos. Del curanderismo hemos avanzado a la medicina, de la astrología a la astronomía y de la alquimia a la química, pero yo no puedo darle normas y claves de por qué, por ejemplo, una persona tiene o no carisma.
El trabajo duro parece que ahora importa un pimiento y que con la Inteligencia Artificial cada cual se inventa lo que puede y más, pero a mí me siguen preguntando el «cómo lo hice». Ni que fuera yo Ken Follett. Ni que no estuviese trabajando todos los días, domingos incluidos, para crear historias. No es cómo lo hice, sino cómo lo hago todo el tiempo. Pero como veo que insisten, que a pesar de mil entrevistas la pregunta es reiterada siempre, les voy a contar mi proceso particular. No quería confesar mis trucos y artimañas, pero no se puede vivir para siempre ocultando la verdad.
Verán: hace más de diez años, tras investigar en internet, descubrí que si acosaba a todos los agentes literarios de España a lo mejor alguno, algún día, podría leerme. Tras muchos meses, en los que recibí un sinfín de correos electrónicos recomendándome —sin leerme— que mejor me dedicase a calcetar, logré que un agente leyese quince páginas, y ya comenzó a girar una tímida rueda de bicicleta con mi nombre. Hasta tuve que tomar un avión a Barcelona para presentarme, pues podía ser yo una Carmen Mola o una IA más o menos sofisticada, a saber. Cuando aquella sencilla rueda se convirtió en la de una apisonadora, comencé a entender un poco el tinglado editorial. Y llegó el retorno, no solo de los lectores. Opinadores y algunos compañeros del nuevo oficio. También querían saber cómo lo había hecho. Quizás conocía a alguien en el sector. Tal vez me debían algún favor. Quién sabe si yo misma había hecho algún indecente servicio para lograr entrar en el círculo. Insinuaciones. Sugerencias. Frases que se dejan caer para que se expandan como la niebla de la costa, que aunque no es líquida lo llena todo de una humedad tan densa que estremece.
Por fortuna mi carácter quinqui y estoico no se desvela tan fácilmente, pero sigo viendo, hoy, opinadores por todas partes. No conmigo, sino con el oficio en general: cuando algún compañero o compañera escritor gana un premio, o le adaptan un libro al medio audiovisual, atentos: se acerca la carnicería. Decían estos días en algún medio que era como el «disfrute de odiar», aunque yo creo que la mayoría de las veces es envidia. El «¿por qué éste triunfa, con lo tonto que me parece, y yo no?». En mi opinión, para poder vivir de escribir hay un truco que no falla nunca, y que supera con creces cualquier argucia vinculada a tener buenas redes sociales, looks geniales y buenos contactos: centrarse en trabajar mucho, muchísimo, y olvidar todas esas luces de colores. Lo único que hay que hacer es escribir. ¿Qué será lo que hace brillar a unas estrellas y que a otras solo les permite ofrecer su luz, modesta y sencilla? No tengo ni idea, pero piénsenlo: si lo supiésemos, dejaríamos de mirar al cielo y nos perderíamos el espectáculo.
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