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Masticar la hierba: Notas sobre La cuarta pared, de Javier García Rodríguez - Zenda
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Masticar la hierba: Notas sobre La cuarta pared, de Javier García Rodríguez

Texto leído por el poeta Fernando Beltrán como parte de la presentación del libro de poemas de Javier García Rodríguez La cuarta pared (León, Eolas, 2024) en la librería Cervantes y Compañía de Madrid el 9 de febrero de 2024. *** El vaho de los caballos en las noches de invierno… apoyadas sus patas en...

Texto leído por el poeta Fernando Beltrán como parte de la presentación del libro de poemas de Javier García Rodríguez La cuarta pared (León, Eolas, 2024) en la librería Cervantes y Compañía de Madrid el 9 de febrero de 2024.

***

El vaho de los caballos en las noches de invierno…
apoyadas sus patas en un dedo, un solo dedo,
la pezuña más tensa, la más ágil,
la indiscreta, la abrupta, la que todo lo sabe,
las raíces, el tronco, el barro, el silencioso pie
de la tierra natal, que era al fin la más cierta…,
masticaré otra vez la hierba hasta que llegue el fuego. 

Tras mi lectura de La cuarta pared evoqué de pronto unos versos que escribí o escriviví hace ya mil siglo. Tuve de hecho que levantarme del sillón para buscar en el anaquel más incurable de todos, nuestros propios poemarios, esas tablillas oscilantes que, paso a paso, en el largo y vulnerable pasillo de la vida, siguen interpelándonos siempre. Tuve que levantarme del sillón, decía, para buscar los versos de un poeta con el que he aprendido a convivir, pero del que a menudo intento olvidarme, y por todos los medios —paseos, viajes, alcohol, escritura, sexo, sueños—, harto de eso que ha dado en llamarse uno mismo, tanto fantasma, tanta intemperie, tanto miedo, nuestras legañas, nuestras dudas, nuestros fríos, nuestras noches de invierno, nuestras pezuñas más tensas. El insoportable temor quizás, y simplemente, a eso que André Malraux llamaba el destino fatal de la condición humana.

Ocurrió, sin embargo, que el texto buscado guardaba, como todos, grandes sorpresas. Tenía que ver sin duda con el poema “Spoiler”, en el que Javier García Rodríguez nos cuenta Mi padre veía pasar caballos / delante de su cama. / Lo contaba con mirada perdida / y la voz susurrada / apenas triste, / como una travesura inútil. / Los labios casi transparentes / alegres de que al fin / solo restara irse despacito / y sin dar mucha guerra.

"El verso que me dio pie... y pezuña, pezuña y pie, pero ante todo coartada y pretexto, pre... texto, para enfrentarme a estas líneas, tan difíciles siempre cuando se trata de acompañar a otro poeta"

Ese texto brevísimo, escrito desde esa natural ley de vida que para algunos castellanos es la muerte, o la expresión de la muerte, o mejor aún, la aceptación de la muerte, tan lejos, vade retro, de lo que yo siento a veces, maldita seas, muerte, puñetera muerte… Tenía que ver, es cierto, con ese poema breve, decía, en el que me quedé colgado apenas comencé a leer este poemario, página 29, empezando a intuir de inmediato que esa imagen iba a llegar conmigo muy lejos.

Y así ocurrió, porque 90 páginas después, y tras leer al autor escrito y reescrito de mil formas —actor o personaje, personaje o actor— con mil desnudos, disfraces, decorados y licencias poéticas diferentes, me levanté del sillón para buscar la posible complicidad con su texto, mi deseo quizás de hermanarnos de alguna forma en la orfandad que a la postre es vivir, rescatando aquella imagen que contemplé de niño desde una ventana, una noche gélida, y que me desveló luego con forma de sueño recurrente durante muchos años. Masticaré otra vez la hierba hasta que llegue el fuego… El verso que me dio pie… y pezuña, pezuña y pie, pero ante todo coartada y pretexto, pre… texto, para enfrentarme a estas líneas, tan difíciles siempre cuando se trata de acompañar a otro poeta, cuando se trata de acompañar a un amigo para masticar con él su propia hierba, hasta que llegue el fuego… quizás también hasta que llegue el hielo, que al fin y al cabo no son temperaturas tan distintas, ambas queman.

"No renunciar a la herida, aunque, a veces, Javier disimule, nos distraiga, nos confunda, juegue, ría, baile, juzgue, comente, imagine, diserte, se extravíe y nos extravíe con y desde lugares comunes en la vida de todos"

Porque eso es lo que creo que realmente ha hecho Javier en el libro, masticar las hierbas heredadas, masticar también las encontradas luego; masticar en definitiva las hierbas que conducen al fuego del hogar, la mesa compartida, el trébol de cuatro hojas, a esos abrigos y primeros auxilios recibidos tantas veces en momentos de riesgo, sí, pero también las que conducen al frío, al filo, al cactus, a ese balcón en el que las plantas más incómodas se niegan a vivir, también a ese descampado adolescente de donde quizás provenga todo. Pies y pezuñas, pezuñas y pies, los caballos blancos de la fiesta, pero también los mirlos de la intemperie, y hasta los más oscuros e indomables delante de tus ojos. No renunciar a la herida, aunque, a veces, Javier disimule, nos distraiga, nos confunda, juegue, ría, baile, juzgue, comente, imagine, diserte, se extravíe y nos extravíe con y desde lugares comunes en la vida de todos —bares, amores, músicas, salas de cine, ideas…—, o lugares tan propios suyos como son las citas, la sintaxis, las distintas filologías, los juegos o los latidos de las palabras, las literaturas comparadas más diversas.

"Gracias por no querer decirlo todo, por dejarlo ahí, por mostrar solo, y es más que suficiente, la punta del iceberg de tus cien años de soledad y de tu deuda con aquel coronel Aureliano Buendía"

Bendito profesor, imprescindible maestro, infatigable gestor cultural, querido amigo, gracias por pensar un poco por todos nosotros, por ser sobrio y lúdico a la vez, por ver pasar caballos delante de tus poemas, por ser exigente, por elevar como lema final eso de que hay que hundirse en el fuego / y quemarse hasta el fondo. Y fiel a ese lema, gracias sobre todo por dar cuerda a los vivos y dejar que los muertos sean quienes entierren a los muertos; por dejar que en tus poemas la sangre llegue al río, pero al río de la vida y de la sangre en las venas; gracias por no querer decirlo todo, por dejarlo ahí, por mostrar solo, y es más que suficiente, la punta del iceberg de tus cien años de soledad —sean los que sean, todos tenemos los nuestros—, y de tu deuda con aquel coronel Aureliano Buendía —todos tenemos y estamos a las órdenes de los más nuestros— que muchos años después, como has hecho tú ahora, y frente al pelotón de fusilamiento —escribir poesía es ponerse frente a un pelotón de fusilamiento sin munición alguna, pero fatídico siempre— había de recordar aquella tarde remota en que su padre, tu padre, Javier, mi padre o cualquier padre, nos llevó a cada uno de nosotros a conocer el hielo. También a masticar la hierba…

Gracias, en definitiva, Javier, por seguir en la brecha, por seguir dándolo todo, por darle la razón, en resumidas cuentas, a aquellos versos del poeta polaco Czeslav Milosz cuando decía que, a pesar de todos los pesares, y afortunadamente, el corazón no muere cuando uno cree que debería hacerlo

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Fernando Beltrán

Fernando Beltrán (Oviedo 1956). Autor de los poemarios Aquelarre en Madrid, Ojos de agua, El gallo de Bagdad, Amor ciego, Bar adentro, La Semana Fantástica, El corazón no muere, Mujeres encontradas, Sólo el que ama está solo, Los días y Hotel Vivir. Reunida en Donde nadie me llama (Hiperión), su obra ha sido traducida parcialmente a más de veinte idiomas, y de forma completa al francés. Sus artículos y ensayos en prosa han sido editados por la Universidad de Valladolid bajo el título La vida en ello. Profesor en varias instituciones académicas, creador del estudio creativo El Nombre de las Cosas y fundador del Aula de las Metáforas, su obra ha sido galardonada, entre otros, con el Premio Asturias de las Letras y el premio Foro Europeo. Su último poemario es La curación del mundo, publicado en Hiperión, con portada de Pep Carrió. @nombrarlascosas

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