El poeta cántabro murió el 8 de julio de 1987. Lo resucitó el sectarismo de una cátedra quitacalles, pero sin excesos.
De Gerardo Diego (Santander, 1896 / Madrid, 1987) no se acordaba ni Dios. Pero, un buen día, la Cátedra de Memoria Histórica de la Complutense, contratada por el Ayuntamiento de Madrid, quiso quitarle una calle y una biblioteca en la capital del Reino —conste en acta: la alcaldesa, Manuela Carmena, afirmó que eliminar/cambiar los nombres de las calles del poeta cántabro, amén de las de Muñoz Seca, Dalí o Pla, sería un «disparate»—. Entonces, la masa mediática y/o virtual reivindicó —o crucificó— al autor de Fábula de Equis y Zeda. ¿Por su valor literario? No, caray: esto es España. ¿Por su pasado franquista? Caliente, caliente.
El nuestro es un país donde los del militantes y militantas reivindican a Alberti por comunista y a Lorca por mártir; donde revientan —en el buen sentido— webs del estilo Change.org para rebautizar plazas y erigir estatuas, mientras —se— desconocen, olvidan y pierden, por este orden, obras como Sobre los ángeles o Diván del Tamarit. A la vez, la España pepera sólo celebra a ciertos autores en función del carné político o de la cantidad de batallas en que han participado. Y, con el Gobierno del primer lector del Marca, ese que, tal y como apunta Pérez-Reverte, no ha pisado la RAE en lo que va de mandato, la tropa institucional sólo recuerda que Cervantes lleva cuatrocientos años muerto con tal de no hacer aún más el ridículo frente a los ingleses. Y así.
Centrémonos en Diego. En marzo de 2015, el Catedrático de la Universidad de Oviedo Juan Manuel Díaz de Guereñu dijo, durante la presentación de un libro que recogía dos conferencias que el poeta pronunció sobre los ismos en 1919 —y que generaron cierta polémica—, que el cántabro fue «republicano aunque, como otros, fue un republicano desengañado por las inclemencias políticas y sociales de la época. Pero siempre supo anteponer el aprecio humano a las convicciones o a las ideas». Francisco Umbral, en el magnífico Las palabras de la tribu (Planeta, 1994), escribe: «Es uno de los grandes del 27, preterido por su franquismo de ocasión. Gerardo no era franquista, sino sólo un católico del sentimental catolicismo santanderino». Sin embargo, en el mismo capítulo, el autor de Mortal y rosa afirma que es el único declaradamente franquista del 27, y eso lo llevaba encima como el pecado original. Me lo dijo alguna vez:
–Yo sé, Umbral, que no se me estudia ni se me valora como a los otros, por razones políticas, pero yo elegí ese bando porque soy católico ante todo y aquí estaban los católicos.
Rebobinemos en la biografía del poeta, que nació en Santander —»Mi cuna, mi palabra»— y cursó la carrera de Letras en Deusto, donde conoció y trabó amistad con Juan Larrea. Consiguió la cátedra de Lengua y Literatura españolas en Madrid, en 1920, y ejerció en institutos de Soria, Gijón, Santander y, finalmente, en la capital del país, en el Beatriz Galindo —donde se jubilaría en 1966—. Empezó a escribir «versos de modo sistemático» en 1918 y, dos años después, publicó su primer libro, El romancero de la novia, seguido pronto por Imagen (1922), de corte creacionista. Dámaso Alonso escribió sobre este movimiento: «Y el nuevo cántico le llegó —a la poesía— con el creacionismo. En España: ultraísmo. No se le hace justicia a este movimiento. Apenas produjo nada durable. Pero sin él, difícilmente se puede explicar la poesía posterior».
Diego empezó a hacerse un nombre —Antonio Machado: «Un joven poeta se ha escapado de la oscura mazmorra simbolista»— combinando tradición y vanguardia —ingredientes clave en los poetas del 27—, con una poesía cargada de imágenes y musicalidad, procurando hacer de todo: «En todos estos movimientos he intervenido yo —señala—: Escuela montañesa, Preultra o Ultra sin saberlo, Ultra, Precreacionismo o Creacionismo intuitivo y anticipativo, Creacionismo, Grupo del 27 y postcreacionismo». En 1925, recibió el Premio Nacional de Poesía por Versos humanos, siendo compartido con Rafael Alberti por Mar y tierra —rebautizado, posteriormente, como Marinero en tierra—. Dos años después, participó en los actos conmemorativos del tercer centenario de la muerte de Góngora y dirigió la revista de poesía Carmen, con el suplemento Lola. Por ello, algunos autores le consideran padre de la Generación —él prefería decir «grupo»—del 27. En plan Saturno devorando a sus hijos, Juan Ramón Jiménez le tildó de «loquitonto».
Diego viajó por buena parte del mundo —Argentina, Uruguay, Filipinas…— ofreciendo recitales —casi siempre, acompañados con un piano— y conferencias. En 1932, dio a conocer a los integrantes del 27 publicando la antología Poesía española: 1915 – 1931. El 11 de junio de 1934, se casó con la francesa Germaine Marín en Toulouse y, un año después, se trasladó al Instituto de Santander.
Huevo de águila: Franco es el que nombro
En enero de 2001, Benjamín Prado publicaba en El País un gran artículo reivindicando la figura de Diego —»un poeta de un ingenio, una musicalidad y una destreza comparables a la de Lorca o Alberti— y señalando un dato de sobra conocido… pero echándole gaseosa:
Naturalmente que Diego se separó de sus amigos republicanos durante la guerra y se quedó a vivir en la España franquista, aunque jamás escribiese libros repugnantes como La bestia y el ángel de Pemán o las cosas fascistas que escribirían más tarde Torrente Ballester, Panero y tantos otros.
Bueno, a ver. En la cronología biográfica del autor que encontramos en la edición que Cátedra publicó de Manual de espumas / Versos humanos —a cargo de Milagros Arizmendi—, el lector encontrará un blanco temporal bastante llamativo. De una docena de años, en concreto:
- Se traslada de nuevo al Instituto Santander.
- En abril es elegido miembro de número de la Real Academia Española de la Lengua.
En ese hueco se recrean, gozan y retozan historiadores falangistas, como José María García de Tuñón de Aza, contando que a Diego le cogió el arranque de la Guerra Civil en la localidad francesa de Sentaraille, de donde era su esposa, y que regresó a nuestro país «una vez que se libera Santander», en agosto de 1937. El poeta escribe en diarios fascistas alabando al bando nacional y lamentando «los trágicos horrores de la revolución roja». En sus versos, ensalza la «gesta» del Alcázar de Toledo, llora la muerte de algunos caídos —»Por ti, porque en el aire el neblí vuelve, / España, España, España está en pie, firme, / arma el brazo y lo alto las estrellas», leemos en el «Soneto a José Antonio«— y describe a Franco como «huevo de águila». En Madrid canalla (Almuzara, 2014), Javier Villán cuenta que al poeta «le dolían, aunque no mucho, sus sonetos al Generalísimo. Pero más le dolía la infamia de Pablo Neruda que, en Cancionero general, soltó aquello de ‘y vosotros los Dámasos, los Gerardos, los hijos de perra’».
Ya hemos contado que en 1947, el cántabro fue elegido miembro de la RAE. A partir de ahí, vinieron más libros —entre los que sobresale Alondra de verdad— y más premios y más conferencias y más recitales y más clases en el Beatriz Galindo. En 1974 le dieron el Cervantes, compartido con Jorge Luis Borges. Al respecto, en el apartado que a Diego le dedica la web de la Fundación Nacional Francisco Franco, titulado «Gerardo Diego, los mejores sonetos», leemos un «que tuvo que compartir», a modo de lamento en voz baja —y eso que el autor argentino era un rato de derechas—. Umbral lo recuerda yendo al Gijón, hablando sobre Lope de Vega, y como un señor «soso» y bueno. Cuando Alberti volvió del exilio, Diego acudió a uno de sus homenajes multitudinarios. El poeta andaluz le dedicó menos de cinco minutos. Decía que tenía «cara de pobre«.
Gerardo Diego murió el 8 de julio de 1987. A su entierro, en Pozuelo de Alarcón, no fueron más de cincuenta personas. Lo resucitó el sectarismo de una cátedra quitacalles, pero sin excesos. Poca gente lo retiene en la memoria. Quizá, ahora, por eso del trigésimo aniversario de su muerte, la cosa cambie.
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