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Ganadora y finalistas del concurso de relatos #historiasdeamor - Zenda
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Ganadora y finalistas del concurso de relatos #historiasdeamor

El jurado de esta edición está formado por los escritores Juan Eslava Galán, Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Paula Izquierdo y Miguel Munárriz. A continuación reproducimos los tres poemas premiados. En este enlace puedes consultar las bases del premio. Gracias a todos por participar. ******* GANADORA Título: El mar es un olvido Autor: María Gil Sierra (…) Sobre espaldas...

La ganadora del concurso de relatos #historiasdeamor, organizado por Zenda y patrocinado por Iberdrola, es María Gil Sierra por su relato El mar es un olvido, premiado con 1.000 euros. Los dos finalistas del certamen, en el que han participado casi 6.000 poemas, son Karen Elizabeth Sánchez Sandoval —autora de Beretta— y Juan José Herranz ÁlvarezMiércoles, punto y coma—, que recibirán por su parte 500 euros cada uno. El jurado ha valorado la calidad literaria y la originalidad de los textos presentados.

El jurado de esta edición está formado por los escritores Juan Eslava Galán, Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Paula Izquierdo y Miguel Munárriz.

A continuación reproducimos los tres poemas premiados. En este enlace puedes consultar las bases del premio. Gracias a todos por participar.

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GANADORA

TítuloEl mar es un olvido

Autor: María Gil Sierra

(…) Sobre espaldas oscuras
Las olas van gozando.
Luis Cernuda

Su iris era un amanecer gris y virtuoso. Un color primerizo para ti. Pero trabajaste día y noche en tu cuartito hasta lograr la réplica exacta. Ahora siempre incluyes un modelo idéntico en tu maletín. Desde que los pedidos escasean, debes viajar en busca de clientes. Ocularista y comercial. Así figura en tu tarjeta nueva de visita.

Hoy acabas de llegar a una de esas ciudades de piedra caliza. De río presente en romanceros viejos. La habitación del hotel te resulta tan impersonal como las anteriores: ventana hacia un patio interior, melamina, espejo, armario empotrado. Observas la cama. Parece asqueada de soportar solo cuerpos masculinos. Hombres desabastecidos de palabras. Pijamas con cercos de grasa. Tú tampoco deseas habitarla. Temes la aspereza de sus sábanas durante el desvelo. La oscuridad pertenece a Elisa.
Nada más entrar en la habitación, has depositado el maletín sobre la colcha granate. Lo abres. Inspeccionas el muestrario. Todas las piezas siguen en orden, colocadas en filas de gamas monocromáticas. Tonos verdes, azules, marrones. Una galaxia portátil. Solo las manos de un artista podrían conseguir ese acabado minucioso. Sientes orgullo. Sobre todo de tu obra favorita. Sustraes la copia de su hilera para contemplarla mejor.

Seis años ya desde que Elisa apareció en tu consulta. «Quiero uno como éste». Y señaló su ojo visible. El cabello ondulado, hecho de néctar, ocultaba la otra mitad de su rostro. Aquel mismo día comenzaste, dándole prioridad sobre los demás encargos. Cuando lo estrenó, rio por primera vez. Su boca confiada, abierta a una nueva vida que decidió compartir contigo.

Pasas al baño. Necesitas limpiar la mugre de tus sentimientos. El agua de la ducha cae con fuerza. Pero no arrastra los recuerdos de Elisa hacia el sumidero. Llevas trece meses, cuatro días y diecinueve horas intentando eliminar el dolor provocado por su ausencia. Tú, que le otorgaste seguridad, te sientes vulnerable. Nunca la vas a perdonar. Ni a ella ni a tu hermano. Piensas de repente en la bala perdida. En aquella que a veces tropieza con un corresponsal. Él, sin embargo, regresó sano y salvo de sus guerras. ¿Quién eres? ¿Caín o Abel?
Al volver al cuarto, tu piel mojada se impregna de salitre. Ya no huele a sudor cerrado sino a maresía. Una brisa hace revolotear la toalla que rodea tu cintura. La réplica del ojo de Elisa no está donde la dejaste. Por tu culpa. Te agachas. A gatas, buscas en el suelo. Hasta encontrarla entre algunos montoncitos de arena fina. Protegida en tu palma cerrada, vuelves a ponerte en pie. Frente al espejo. Y entonces lo ves. Desnudo. Oteando el horizonte desde la orilla del mar. Como trazado a pinceladas sueltas.

Porque el espejo ya no refleja tu imagen. Se ha convertido en una puerta abierta. En una vagina distendida. Y el viento te empuja hacia fuera. Hacia una tarde blanquecina, iluminada por los rayos de sol. Cruzas al otro lado aún a sabiendas de que la habitación del hotel dejará de existir. Que no habrá marcha atrás. Tus pies avanzan descalzos sobre la arena tostada. Estás desnudo como tu hermano. Los dos solos en esa playa. Con cada paso adviertes la distancia que os separa. Y necesitas alcanzar la orilla cuanto antes. Quieres saber dónde ha dejado a Elisa. «Deberían estar juntos», piensas.

Tu hermano se gira, aunque ni siquiera se percata de tu presencia. Con el mar a su espalda, parece más joven. Dudas. Tal vez te has equivocado de persona. Cada avance es un retroceso. Los talones del hombre menguante se hunden en la arena. La espuma salpica sus gemelos, los músculos isquiotibiales, los aductores. Se sienta cerca del lugar donde quiebran las olas y cava un hoyo con sus manos.
Ahora que el trecho entre ambos ha disminuido, logras distinguir su figura. No es un adulto sino un niño sin identidad. Te colocas a su lado y ciegas el sol con tu sombra. Él levanta su cara infantil hacia ti; con mirada de viejo sabio. Abres la mano en la que guardas la muestra del ojo de Elisa. La media esfera vacía se ha tornado redonda y sólida como una canica. «Es para ti», le dices. Y el chico se desvanece al recibir tu regalo.

La luz blanquecina también se ha evaporado. Pero no sientes miedo ante la oscuridad. Igual que el perro noble, una ola lame tus pies. Entras en el mar. A medida que el agua cubre tu cuerpo, vas sintiéndote limpio, liviano. Sigues caminando. En el horizonte, un amanecer gris y virtuoso comienza a despuntar. Nadas hacia él. Sin prisa.

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FINALISTAS

TítuloBeretta

Autor: Karen Elizabeth Sánchez Sandoval

Era más gordo en persona que por videollamada. Tenía la barba ralita y el pelo también. Hablaba con la erre gangosa. Nos conocimos en verano, en un festival de trova. Cuando lo escuché cantar, más que por su música quedé fascinada por el tamaño de sus orejas y aquella papada, sus lóbulos eran un par de bellísimas arracheras. Fue entonces cuando sentí su mirada desde el escenario. Al bajar, se hizo el tonto firmando algunos libros y tomándose fotos, se acercó a mi amiga y le pidió mi Facebook. Olía a alcohol y palo santo. Al día siguiente él volaba de regreso a la Ciudad de México.

Antes de dormir apareció su solicitud de amistad, en su foto de perfil abrazaba una guitarra. Chateamos durante horas. A los tres días me escribió un correo que decía algo sobre renunciar al miedo a estar solo y qué hacer si nos alcanza la rutina. Más adelante lo volvería canción. Y así, cada noche, a las diez, nos contábamos el día por videollamada.

Hacía un año que mamá había muerto en un accidente de tráfico. Papá tuvo que reconocer el cuerpo, y en el funeral no hubo ataúd. Por aquel entonces mi papá y yo habíamos decidido vivir juntos. La ropa de mamá seguía en su habitación pero él dormía en el sofá de la sala. Papá era militar y los fines de semana íbamos juntos a prácticas de tiro, a un campo para soldados retirados. Me enseñó a disparar, me gustaban la Beretta y la Glock 21.

Con Daniel, la idea de vivir juntos apareció rápidamente, me dijo que desde hace mucho no se enamoraba. En cuanto a mí, cada día anhelaba más morder sus arracheras, esconderme detrás de su papada y dormir junto a ciento cincuenta kilos de mala poesía.

Sabía que a papá no le haría ilusión que su única hija fuese a vivir con un trovador a casi tres mil kilómetros de casa, así que le mentí y le dije que tomaría un taller de improvisación teatral. Papá no habría entendido que yo necesitaba sentir algo más que dolor.

Mandé por paquetería una maleta con ropa y libros a su casa. Al recibirla Daniel me escribió: el depa ya huele a ti.

Antes de volar a la Ciudad de México, una noche, Daniel apareció ante la cámara rodeado de una atmósfera blanca de algún sahumerio y con un colgante de plata en forma de cruz, con cuatro brazos y un par de arcángeles.

—Es la cruz de Caravaca —dijo, y me explicó que era un amuleto capaz de proteger de las malas energías y el mal de ojo. Tomó una botella con un líquido verde que frotó en sus manos, lo untó en su nuca y en toda su cabeza.

Si iba a estar con un hombre que se la vivía en los escenarios y usaba colgantes esotéricos de plata, debía tener algo de dinero, así que empeñé una guitarra, la Stratocaster heredada por mi madre.

Unos días después, en la Terminal 2 del aeropuerto de Ciudad de México, Daniel y yo nos abrazamos como dos pulpos que se buscaban.

Al llegar a su departamento, antes de abrir la puerta, Daniel trazó un círculo con sal en la entrada, me coloqué en el centro, y desde la cabeza me bañó con una mezcla que olía a alcohol y hierbas.

—Ahora sí puedes pasar —dijo.

El depa estaba lleno de veladoras en cada rincón y tenía una planta enorme, una monstera que ocupaba la mitad de la sala. Las primeras dos semanas teníamos sexo tántrico en una nube de humo de palo santo. Después, casi de manera ritualista escuchábamos música y yo salía a dar un paseo, al volver a casa la mesa estaba puesta. Sabía que tarde o temprano, todo eso tomaría forma de canción. A veces, el olor de la sopa de ajo envolvía la habitación, desde el pasillo se percibían las notas de nuez moscada y paprika que se mezclaban con el humo del palo santo, Daniel me esperaba escribiendo algún verso o tocando I´m your man, de Leonard Cohen.

Llamé a papá y le conté todo.

—Menos mal que tu madre no está aquí para ver en qué te has convertido, le habrías roto el corazón —dijo, y me colgó el teléfono.

En un abrir y cerrar de ojos, Daniel cambió las cerraduras y me dejó sin llaves. Cubrió las paredes de la casa con una cantidad ingente de espejos. Colocó cinco velas oscuras en el suelo de la sala, al centro una cruz de sal seguida de algunos símbolos que no supe distinguir. Me dio una medalla con la figura de un santo, barrió mi cuerpo con algo que parecía la cola de un caballo, le pegó un trago a una botella y me escupió en la cara, puso su mano en mi cabeza y comenzó a balbucear algo. Sentí que me desvanecía, la medalla se teñía de negro mientras yo caía al suelo. Perdí el conocimiento y cuando desperté estaba en la cama. No sé cuántos días llevaba sin ver la luz del sol. Creí que todo había sido un sueño, pero cuando salí de la habitación me vi reflejada cientos de veces en todas las paredes de la casa.

— ¿Acaso eres tonta? —me dijo, mostrándome cómo salía el humo negro del palo santo—. Me están embrujando y alguien me quiere matar. Tienes un demonio adentro. Y más ganas de coger que de vivir.

Aquella mañana, como el resto de las mañanas, no esperábamos a nadie y, mientras Daniel pasaba un péndulo por cada esquina del depa, tocaron la puerta. Abrió y dio un grito. La persona al otro lado de la puerta sacó de una mariconera negra de piel una Beretta 92 que pude ver multiplicada en las paredes de la sala contra el abdomen de Daniel.

—La primera bala es la más difícil, las demás van solas — dijo el hombre.

Reconocí esa voz.

Y corrí.

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Título Miércoles, punto y coma

Autor: Juan José Herranz Álvarez

Anoche tuve que abrir la ventana, vuelve el calor a Madrid. El veranillo de final de septiembre me despierta con una espalda junto a mi espalda. Son las siete y media y ya me ha dado tres besos, se ha reído de mis pelos y dice que el café está listo. No sé cómo lo hace, pero siempre se levanta antes que yo. Y siempre reparte besos, risas y café. Nunca creo que el día pueda mejorar después de despertarme con ella.

Recojo el desayuno porque Rosario se dispara a su despacho en la universidad. Rosario es doctora en estudios lingüísticos, literarios y culturales y yo también me pregunto qué le interesó de mí. Aún no entiendo que no saliese huyendo con mi desorden de ideas, ni al verme vestido con ropajes de poeta maldito. Mi armario y mi cabeza son fanáticos del desorden. Algún día vestiré y pensaré bien, me digo.

Cuando Rosario se va temprano, de lunes a jueves, yo me quedo trabajando en casa toda la mañana. Hoy abrí el ordenador con esa voluntad que tienen los mares, que horadan cualquier circunstancia, y tecleé algunas respuestas pendientes. El tercer mensaje era del editor que más me publica, decía: “Tú artículo está petándolo. Enhorabuena”. Mi vanidad y mi cuenta de Instagram, que son lo mismo, se inflaban.

Algunos periodistas que admiro habían leído el artículo y me decían dos o tres frases generosas. Solo eran las diez de la mañana y mi pecho ya no cabía en mi pecho. Pasé las siguientes horas alejado de las redes y enfangado en unos textos que tenía que entregar. Textos de poco carisma y disfrute, pero que sumaban a las facturas. Comí un plato de pasta, deliciosa y repetitiva, y me di una ducha de varios minutos. Como si el agua proviniese de la laguna Estigia, salí de casa con la fuerza de un héroe en la guerra de Troya.

Algunas tardes, como las tardes de los miércoles, trabajo en un bar. Los artículos que me gusta escribir y los textos que no tanto, no pagan el alquiler completo. El bar complementa la precariedad. En este capitalismo tardío, se puede ser precario o alienado, me decían este verano. Y por mucho que me gustaría alienarme, soy incapaz. La tarde fue tranquila, los clientes de siempre, las cervezas de siempre y los cacahuetes de siempre.

La buena noticia del editor mantenía mi alegría adolescente, como si me acabaran de dar un primer beso y un primer te quiero entre arbustos. Cada poco rato miraba el móvil, el artículo no paraba de crecer y los mensajes se acumulaban. Felicitaciones, encomios y piropos. La tarde fue un pestañeo y salí al encuentro de Rosario.

Todos los miércoles quedamos en el restaurante chileno de Carabanchel para comer chorrillana y empanadas. Nos recuerda a los días en Valparaíso cuando, hace siete años, nos conocimos en una calle empinada donde por las noches se juntan las guitarras y los versos. Aquella madrugada ella recitaba un poema de Nicanor Parra a un grupo de pintores, vagabundos y cantautoras, y yo, sentado en el suelo, apretaba los ojos para no olvidarme de su voz ni de la cadencia con que se colocaba el pelo detrás de la oreja. Desde esa noche me metí entre sus piernas, y prometí al océano Pacífico ser digno amante de una poeta así.

Resulta que nos enamoramos, y que seguimos viajando y buscando vidas posibles por el continente, a veces juntos, a veces revueltos, a veces distantes. Pero siempre, allá donde estuviésemos, los miércoles hablábamos y hacíamos balance. El miércoles todavía puedes corregir tu semana, tomar decisiones si es necesario, seguir igual si no. Rosario, un miércoles detrás de otro, me hizo creer que podía ser feliz. Esa palabra que había detestado desde que leí a algún idiota con bigote frondoso que la detestaba.

La costumbre de los miércoles no cambió y desde hace dos años, cuando nos fuimos a vivir juntos a Madrid, mantenemos la comunicación de mitad de semana. No hay miércoles que no nos juntemos en el chileno del barrio a poner al día los planes, las frustraciones y a bebernos alguna pesadilla. Siempre salimos con los pulmones llenos de certezas para darle otra vuelta a la semana.

Cuando bajaba del metro, a pocos pasos de besar a Rosario y de contarle mis bulerías, me llegó un mail que me ofrecía el trabajo que había esperado media vida. Viajar y escribir. “Está bien pagado”, aseguraba el remitente. Desde la cristalera del bar chileno, veía a Rosario. Inclinada sobre su cuaderno y su piscola garabateaba y se escondía el cabello detrás de la oreja como nunca ha dejado de hacer, y yo pensaba que podría vivir doscientos años con ella.

Mientras la miraba desde el otro lado del cristal, ensayaba formas de contarle que me habían ofrecido un buen trabajo, que no quería irme, que no quería dejarla, que no sabría pronunciar septiembre ni marzo sin ella; que tendría que irme, que estaría mucho tiempo fuera, que volvería una o dos veces al año.

Entré al bar sin saber que hoy Rosario también había recibido una buena noticia. Le acababan de dar un puesto fijo en la universidad y no aguantaba las ganas de contarme que por fin íbamos a poder comprar pescado y frutas sin mirar el precio, y que podríamos prender la calefacción en invierno. Pescado, frutas y calefacción, que son sinónimo de longevidad y de vida en familia. Casi podía leerle el nombre de nuestro hijo en los labios. Pero los labios dejaron de moverse. En la primera mirada, apenas me sentaba en la silla, sus ojos, mis ojos, sustituyeron toda la conversación del miércoles. Palabras tuertas, roncas, muertas. Le di la mano a través de una mesa que podría ser un abismo. Qué mal se llevaron dos buenas noticias.

Yo rechacé el trabajo, o dejé a Rosario, da igual. Más tarde, llegando a casa, hice el cálculo de los miércoles que me quedaban. Miércoles, una palabra tan rara.

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