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Concurso de relatos #historiasdeamor: 10 finalistas - Zenda
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Concurso de relatos #historiasdeamor: 10 finalistas

El jurado de esta edición está formado por los escritores Juan Eslava Galán, Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Paula Izquierdo y Miguel Munárriz A continuación ofrecemos los 10 relatos que optan a los premios. En este enlace puedes consultar las bases del premio. Gracias a todos por participar. ***** 1 Título: Beretta Autor: Karen Elizabeth Sánchez Sandoval Era más...

Tan solo diez relatos, de entre los 1.650 presentados a concurso, han conseguido llegar hasta aquí. Estos son los finalistas que compiten por los premios del concurso de relatos #historiasdeamor, patrocinado por Iberdrola y dotado con 2.000 euros en premios. El viernes 1 de marzo conoceremos al ganador —que recibirá 1.000 €— y a los dos finalistas —que obtendrán 500 € cada uno—.

El jurado de esta edición está formado por los escritores Juan Eslava Galán, Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Paula Izquierdo y Miguel Munárriz

A continuación ofrecemos los 10 relatos que optan a los premios. En este enlace puedes consultar las bases del premio. Gracias a todos por participar.

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1

Título: Beretta

Autor: Karen Elizabeth Sánchez Sandoval

Era más gordo en persona que por videollamada. Tenía la barba ralita y el pelo también. Hablaba con la erre gangosa. Nos conocimos en verano, en un festival de trova. Cuando lo escuché cantar, más que por su música quedé fascinada por el tamaño de sus orejas y aquella papada, sus lóbulos eran un par de bellísimas arracheras. Fue entonces cuando sentí su mirada desde el escenario. Al bajar, se hizo el tonto firmando algunos libros y tomándose fotos, se acercó a mi amiga y le pidió mi Facebook. Olía a alcohol y palo santo. Al día siguiente él volaba de regreso a la Ciudad de México.

Antes de dormir apareció su solicitud de amistad, en su foto de perfil abrazaba una guitarra. Chateamos durante horas. A los tres días me escribió un correo que decía algo sobre renunciar al miedo a estar solo y qué hacer si nos alcanza la rutina. Más adelante lo volvería canción. Y así, cada noche, a las diez, nos contábamos el día por videollamada.

Hacía un año que mamá había muerto en un accidente de tráfico. Papá tuvo que reconocer el cuerpo, y en el funeral no hubo ataúd. Por aquel entonces mi papá y yo habíamos decidido vivir juntos. La ropa de mamá seguía en su habitación pero él dormía en el sofá de la sala. Papá era militar y los fines de semana íbamos juntos a prácticas de tiro, a un campo para soldados retirados. Me enseñó a disparar, me gustaban la Beretta y la Glock 21.

Con Daniel, la idea de vivir juntos apareció rápidamente, me dijo que desde hace mucho no se enamoraba. En cuanto a mí, cada día anhelaba más morder sus arracheras, esconderme detrás de su papada y dormir junto a ciento cincuenta kilos de mala poesía.

Sabía que a papá no le haría ilusión que su única hija fuese a vivir con un trovador a casi tres mil kilómetros de casa, así que le mentí y le dije que tomaría un taller de improvisación teatral. Papá no habría entendido que yo necesitaba sentir algo más que dolor.

Mandé por paquetería una maleta con ropa y libros a su casa. Al recibirla Daniel me escribió: el depa ya huele a ti.

Antes de volar a la Ciudad de México, una noche, Daniel apareció ante la cámara rodeado de una atmósfera blanca de algún sahumerio y con un colgante de plata en forma de cruz, con cuatro brazos y un par de arcángeles.

—Es la cruz de Caravaca —dijo, y me explicó que era un amuleto capaz de proteger de las malas energías y el mal de ojo. Tomó una botella con un líquido verde que frotó en sus manos, lo untó en su nuca y en toda su cabeza.

Si iba a estar con un hombre que se la vivía en los escenarios y usaba colgantes esotéricos de plata, debía tener algo de dinero, así que empeñé una guitarra, la Stratocaster heredada por mi madre.

Unos días después, en la Terminal 2 del aeropuerto de Ciudad de México, Daniel y yo nos abrazamos como dos pulpos que se buscaban.

Al llegar a su departamento, antes de abrir la puerta, Daniel trazó un círculo con sal en la entrada, me coloqué en el centro, y desde la cabeza me bañó con una mezcla que olía a alcohol y hierbas.

—Ahora sí puedes pasar —dijo.

El depa estaba lleno de veladoras en cada rincón y tenía una planta enorme, una monstera que ocupaba la mitad de la sala. Las primeras dos semanas teníamos sexo tántrico en una nube de humo de palo santo. Después, casi de manera ritualista escuchábamos música y yo salía a dar un paseo, al volver a casa la mesa estaba puesta. Sabía que tarde o temprano, todo eso tomaría forma de canción. A veces, el olor de la sopa de ajo envolvía la habitación, desde el pasillo se percibían las notas de nuez moscada y paprika que se mezclaban con el humo del palo santo, Daniel me esperaba escribiendo algún verso o tocando I´m your man, de Leonard Cohen.

Llamé a papá y le conté todo.

—Menos mal que tu madre no está aquí para ver en qué te has convertido, le habrías roto el corazón —dijo, y me colgó el teléfono.

En un abrir y cerrar de ojos, Daniel cambió las cerraduras y me dejó sin llaves. Cubrió las paredes de la casa con una cantidad ingente de espejos. Colocó cinco velas oscuras en el suelo de la sala, al centro una cruz de sal seguida de algunos símbolos que no supe distinguir. Me dio una medalla con la figura de un santo, barrió mi cuerpo con algo que parecía la cola de un caballo, le pegó un trago a una botella y me escupió en la cara, puso su mano en mi cabeza y comenzó a balbucear algo. Sentí que me desvanecía, la medalla se teñía de negro mientras yo caía al suelo. Perdí el conocimiento y cuando desperté estaba en la cama. No sé cuántos días llevaba sin ver la luz del sol. Creí que todo había sido un sueño, pero cuando salí de la habitación me vi reflejada cientos de veces en todas las paredes de la casa.

— ¿Acaso eres tonta? —me dijo, mostrándome cómo salía el humo negro del palo santo—. Me están embrujando y alguien me quiere matar. Tienes un demonio adentro. Y más ganas de coger que de vivir.

Aquella mañana, como el resto de las mañanas, no esperábamos a nadie y, mientras Daniel pasaba un péndulo por cada esquina del depa, tocaron la puerta. Abrió y dio un grito. La persona al otro lado de la puerta sacó de una mariconera negra de piel una Beretta 92 que pude ver multiplicada en las paredes de la sala contra el abdomen de Daniel.

—La primera bala es la más difícil, las demás van solas — dijo el hombre.

Reconocí esa voz.

Y corrí.

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2

Título: El mar es un olvido

Autor: María Gil Sierra

(…) Sobre espaldas oscuras
Las olas van gozando.
Luis Cernuda

Su iris era un amanecer gris y virtuoso. Un color primerizo para ti. Pero trabajaste día y noche en tu cuartito hasta lograr la réplica exacta. Ahora siempre incluyes un modelo idéntico en tu maletín. Desde que los pedidos escasean, debes viajar en busca de clientes. Ocularista y comercial. Así figura en tu tarjeta nueva de visita.

Hoy acabas de llegar a una de esas ciudades de piedra caliza. De río presente en romanceros viejos. La habitación del hotel te resulta tan impersonal como las anteriores: ventana hacia un patio interior, melamina, espejo, armario empotrado. Observas la cama. Parece asqueada de soportar solo cuerpos masculinos. Hombres desabastecidos de palabras. Pijamas con cercos de grasa. Tú tampoco deseas habitarla. Temes la aspereza de sus sábanas durante el desvelo. La oscuridad pertenece a Elisa.
Nada más entrar en la habitación, has depositado el maletín sobre la colcha granate. Lo abres. Inspeccionas el muestrario. Todas las piezas siguen en orden, colocadas en filas de gamas monocromáticas. Tonos verdes, azules, marrones. Una galaxia portátil. Solo las manos de un artista podrían conseguir ese acabado minucioso. Sientes orgullo. Sobre todo de tu obra favorita. Sustraes la copia de su hilera para contemplarla mejor.

Seis años ya desde que Elisa apareció en tu consulta. «Quiero uno como éste». Y señaló su ojo visible. El cabello ondulado, hecho de néctar, ocultaba la otra mitad de su rostro. Aquel mismo día comenzaste, dándole prioridad sobre los demás encargos. Cuando lo estrenó, rio por primera vez. Su boca confiada, abierta a una nueva vida que decidió compartir contigo.

Pasas al baño. Necesitas limpiar la mugre de tus sentimientos. El agua de la ducha cae con fuerza. Pero no arrastra los recuerdos de Elisa hacia el sumidero. Llevas trece meses, cuatro días y diecinueve horas intentando eliminar el dolor provocado por su ausencia. Tú, que le otorgaste seguridad, te sientes vulnerable. Nunca la vas a perdonar. Ni a ella ni a tu hermano. Piensas de repente en la bala perdida. En aquella que a veces tropieza con un corresponsal. Él, sin embargo, regresó sano y salvo de sus guerras. ¿Quién eres? ¿Caín o Abel?
Al volver al cuarto, tu piel mojada se impregna de salitre. Ya no huele a sudor cerrado sino a maresía. Una brisa hace revolotear la toalla que rodea tu cintura. La réplica del ojo de Elisa no está donde la dejaste. Por tu culpa. Te agachas. A gatas, buscas en el suelo. Hasta encontrarla entre algunos montoncitos de arena fina. Protegida en tu palma cerrada, vuelves a ponerte en pie. Frente al espejo. Y entonces lo ves. Desnudo. Oteando el horizonte desde la orilla del mar. Como trazado a pinceladas sueltas.

Porque el espejo ya no refleja tu imagen. Se ha convertido en una puerta abierta. En una vagina distendida. Y el viento te empuja hacia fuera. Hacia una tarde blanquecina, iluminada por los rayos de sol. Cruzas al otro lado aún a sabiendas de que la habitación del hotel dejará de existir. Que no habrá marcha atrás. Tus pies avanzan descalzos sobre la arena tostada. Estás desnudo como tu hermano. Los dos solos en esa playa. Con cada paso adviertes la distancia que os separa. Y necesitas alcanzar la orilla cuanto antes. Quieres saber dónde ha dejado a Elisa. «Deberían estar juntos», piensas.

Tu hermano se gira, aunque ni siquiera se percata de tu presencia. Con el mar a su espalda, parece más joven. Dudas. Tal vez te has equivocado de persona. Cada avance es un retroceso. Los talones del hombre menguante se hunden en la arena. La espuma salpica sus gemelos, los músculos isquiotibiales, los aductores. Se sienta cerca del lugar donde quiebran las olas y cava un hoyo con sus manos.
Ahora que el trecho entre ambos ha disminuido, logras distinguir su figura. No es un adulto sino un niño sin identidad. Te colocas a su lado y ciegas el sol con tu sombra. Él levanta su cara infantil hacia ti; con mirada de viejo sabio. Abres la mano en la que guardas la muestra del ojo de Elisa. La media esfera vacía se ha tornado redonda y sólida como una canica. «Es para ti», le dices. Y el chico se desvanece al recibir tu regalo.

La luz blanquecina también se ha evaporado. Pero no sientes miedo ante la oscuridad. Igual que el perro noble, una ola lame tus pies. Entras en el mar. A medida que el agua cubre tu cuerpo, vas sintiéndote limpio, liviano. Sigues caminando. En el horizonte, un amanecer gris y virtuoso comienza a despuntar. Nadas hacia él. Sin prisa.

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3

Título: Alergia no correspondida

Autor: Enrique Mochón Romera

El día que conocí a Marta no me cabía más caspa en los hombros. Estaba supliendo a mi médico y andaba algo perdida. Ni encontraba los útiles necesarios ni conseguía regular la altura del asiento, y su rubor mientras intentaba salir del apuro me resultó adorable. Aún le temblaban las manos cuando, una vez hubo dado con los guantes y la lupa, procedió a examinarme. «Es caspa grasa», dijo al acabar, reprimiendo un gesto de horror al percatarse de la rojez y el descamado de mis cejas. Me mandó un champú que me fue bien, además de unas infusiones relajantes que no me sirvieron de nada.

La segunda vez fui porque tenía temblores y mareos. Se acordaba de mí. «Cómo vas con la caspa», me preguntó. Se aseguró mediante un breve cuestionario de que no tenía desmayos, convulsiones y demás, y me pidió luego que me descalzara y me pusiera de pie. Así, sin zapatos, parecía más bajito que ella. Me hizo unas pruebas de equilibrio en las que no detectó nada anormal, aunque sí observó que los cristales de mis gafas debían de pesar demasiado y que convendría cambiarlos por otros más ligeros. Me mandó una analítica y me dio cita para dos semanas después.

A los pocos días, sin embargo, estaba allí de nuevo con un resfriado. Me auscultó sonriendo de vez en cuando porque el estetoscopio se pegaba a mi piel sudada. «Llevas demasiada ropa», dijo, y esta vez sí que casi me desmayo, embriagado por el roce de su pelo y su aliento a chicle de fresa. Concluyó la exploración mirándome la garganta y se sentó al ordenador. Aparecía ya en mi historial el resultado de los análisis. «Está todo bien, dijo, aunque te voy a pasar una lista de hábitos saludables». Me recetó unos medicamentos para el catarro y se quedó luego mirándome por unos segundos. «Ya está, Nicolás», soltó de repente como quien dice «A qué esperas para irte». Era la primera vez que decía mi nombre.

Algo después la vi en la cafetería de mi barrio. Entró buscando un sitio y, al verme, se acercó a saludarme. La invité a sentarse conmigo y aceptó. Resultó que había salido a pasear y que no tenía prisa. Hablamos durante horas. Vivíamos en lados opuestos de la misma manzana, por lo que seguramente nos habríamos cruzado alguna vez antes. Comprobamos que compartíamos gustos en muchas cosas y también opiniones sobre más de un asunto. Fue ella quien acabó poniendo fin a la charla, sorprendida al ver lo tarde que era. Yo le dije que iba por allí a diario. Luego hice un gesto de dolor al apurar el zumo y, ante su preocupación, le expliqué que tenía llagas en la boca.

Seguimos coincidiendo muchos días después de aquel primero. Intercambiábamos libros y discos y comentábamos acerca de ellos. Hablábamos de arte, de lugares interesantes a los que viajar, de exposiciones y conciertos, de filosofía y de ciencia; de mis eventuales golondrinos y del anormal crecimiento de mis uñas. A veces hablábamos y hablábamos sin respiro, como si aquel rato fuera insuficiente para ambos, mientras que otras nos quedábamos en silencio, mirando a la calle por los ventanales de la cafetería, sin que ninguno de los dos sintiera la necesidad de decir nada.

Nuestro tema favorito, sin embargo, era el cine. A Marta le gustaban las películas de bajo presupuesto, de autor a ser posible, y sentía especial debilidad por las subtramas y los personajes secundarios, por aquellos breves momentos que, según ella, valían por todo el metraje. Yo también disfrutaba con todo eso, aunque tampoco despreciaba las grandes producciones, las de suspense en particular, que solía ver al borde de la taquicardia y con las manos aferradas al asiento. Una vez pensé que, observada desde fuera, la nuestra podía ser una de aquellas historias sencillas que tanto gustaban a Marta. Fue durante uno de esos encuentros de largos silencios, y no me atreví a compartirlo con ella. Se estaba haciendo tarde, sobre todo para mí, que tengo que cenar temprano, y al poco nos despedimos.

Llevábamos un mes viéndonos cuando me preguntó, sin venir a cuento, si salía con alguien, y yo, después de quedarme mirándola y pensar que jamás podría salir con nadie que no fuera ella, le dije que no. No quise devolverle la pregunta por miedo a lo que pudiera responder, y no se me ocurrió nada mejor, para salir del paso, que bromear con un viejo chiste. «En realidad, dije, se lo he pedido cinco veces a una amiga que estudia Griego, pero ella ha declinado mi invitación de otras tantas formas distintas». Reímos los dos y ella no insistió más en el asunto. Me volvió mi antiguo y profundo tic de ojos.

Marta no fue más por la cafetería después de aquello. Nunca nos había dado por apuntar nuestros teléfonos, así que, tras muchas tardes esperándola en vano, pensé en la posibilidad de ir por su consulta; al fin y al cabo, motivos para eso a mí nunca me faltaban. Me dieron cita para dentro de una semana, siete días que me parecieron años. Para colmo, a quien encontré esperando allí dentro, con su acostumbrada bata llena de manchas, fue a mi inefable médico de cabecera.

Me animé finalmente a ir a su casa. Era tan sencillo como llamar a su puerta y verla de nuevo. Su ausencia estaba siendo tan dolorosa, no obstante, que cuando decidí ponerle fin lo hice apostándolo todo. Esa misma tarde me arreglé y eché a andar para su barrio con un ramo de flores bajo el brazo. Quería entregárselo como el que entrega su vida. Y con esa determinación iba, y a punto de sufrir una lipotimia, cuando al doblar la esquina de su calle me la encontré con otro de la mano.

De lágrima fácil como soy, enseguida me vi inventando explicaciones para mi súbita congestión. Él mostró sincero y amable interés. Ella, que sabe que en otoño no florecen gramíneas, bajó la mirada.

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4

Título: Cerillas

Autor: Andrea Núñez-Torrón Stock

Empezaron el curso con el pie izquierdo. Petra Somoza y Carmen Sobrado, pupitres contiguos, personalidades opuestas. Carmen tenía el iris del color de las aceitunas picual y Petra el pelo negro vantablack y una cicatriz con forma de serpiente reptando por una fosa nasal. Petra envidiaba los bocadillos rebosantes de mortadela de Carmen, que a su vez detestaba el gigantesco maletín de dibujo de Petra, que seguía oliendo a nuevo mucho después de septiembre. Carmen era un bidón de gasolina lleno de bengalas y Petra, un anfibio callado fuera de su charca.

Carmen masticaba chicle con furia y se sabía todas las canciones del Caribe Mix de memoria. Petra no paraba de mover las piernas -su abuelo le decía el baile de San Vito- y cuando se arrancaba un padrastro con los dientes, chupaba la sangre como un elixir misterioso. Carmen quería comerse el mundo a mordiscos y Petra, bucear en su extrañeza. Se hablaban gruñendo y se miraban raro, aunque se dejaban copiar en los exámenes. Eso era una ley sagrada.

Empezaron a hacerse regalos después de Navidad, cuando Carmen le lanzó un cartabón a la cara a Julito, el repetidor que llamó scarface a su compañera de mesa. Una libreta forrada con celo y papeles dorados de Ferrero Rocher. Una caja-terrario llena de grillos para conciliar el sueño en una casa donde volaban los gritos. Un puro robado a su padre con aroma a peligro adulto. La enigmática hoja de una chica rasurada en una revista porno que voló a su patio un día de viento. Un licor en miniatura con forma de racimo de cristal. Una baraja del tarot cuyas criaturas medievales les daban risa nerviosa y ganas de hacer pis. Amuletos variados: bigotes de gato metidos en papel de plata, un tucán enano de madera, una virgencita de Montserrat de plástico, el llavero de un esqueleto que brillaba en la oscuridad.

Aprendieron a pintarse la cara de hollín, a escalar las montañas de basura del vertedero municipal en busca de viejos juguetes, a ponerse alambres en las trenzas para peinarse como Pippi Calzaslargas, a entrar en trance bebiendo a morro de un jarabe del botiquín de su madre, a buscar los episodios más sórdidos de la Biblia en clase de religión -su historia favorita era la del hombre que acababa en la barriga de una ballena, o el culebrón del padre obligado por Dios a intentar asesinar a su hijo con una piedra para poner a prueba su fe-, a tener un escondite para gominolas detrás de una baldosa rota del baño del último piso, a mirar las constelaciones y jugar a adivinar qué estrellas estaban muertas hace tiempo.

En el patio del colegio se hacía la célebre competición de las cerillas todos los viernes por la tarde: quien aguantase más tiempo la palma cerca de la llama sin apartar la mano, ganaba. A veces había regalos: un fresquito, un paquete de gogos. Carmen, toda chula, apostó su álbum terminado de cromos de los Simpson a quien fuese capaz de ganarle. Llevaba invicta desde septiembre. Tumbó a todos los incautos, uno tras otro, hasta que se acabó la cerilla, y se fue para casa andando con Petra, con un frío seco que se les metía en la nuca aunque fuese abril.

-¿Cómo eres capaz de aguantar tanto con la mano en el fuego sin quemarte?

-Porque pienso en otra cosa. En osos polares, en chupar un Frigopié, en estar desnuda en la nieve. Cosas así. Es fácil. Mira, pon la mano.

Carmen tenía decenas de mecheros y cajitas de cerillas de Parrillada El Cruce, el restaurante de su padre, y que antes había sido de su abuelo, y antes de su bisabuelo. Su mochila apestaba a brasas: quizás haberse criado entre ascuas, costillas de cerdo y grandes sacos de carbón la había convertido en una niña ignífuga. Quién sabe.

La llama quemaba, pero la verdad no tanto como había pensado. Carmen se la quedó mirando fijamente, las aceitunas picual de sus ojos encendidas como las farolas. Le dio un beso en los labios que Petra sintió más en el espinazo, en la garganta y en la barriga que en la propia boca. Pero se olvidó de la mano, suspendida sobre el fuego como la de una santa levitando.

-¿Ves como solamente hay que pensar en otra cosa?

Y se fueron a casa del gancho, hablando de otras cosas y sostenidas por una electricidad extraña, con los dedos impregnados de fósforo.

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5

Título Miércoles, punto y coma

Autor: Juan José Herranz Álvarez

Anoche tuve que abrir la ventana, vuelve el calor a Madrid. El veranillo de final de septiembre me despierta con una espalda junto a mi espalda. Son las siete y media y ya me ha dado tres besos, se ha reído de mis pelos y dice que el café está listo. No sé cómo lo hace, pero siempre se levanta antes que yo. Y siempre reparte besos, risas y café. Nunca creo que el día pueda mejorar después de despertarme con ella.

Recojo el desayuno porque Rosario se dispara a su despacho en la universidad. Rosario es doctora en estudios lingüísticos, literarios y culturales y yo también me pregunto qué le interesó de mí. Aún no entiendo que no saliese huyendo con mi desorden de ideas, ni al verme vestido con ropajes de poeta maldito. Mi armario y mi cabeza son fanáticos del desorden. Algún día vestiré y pensaré bien, me digo.

Cuando Rosario se va temprano, de lunes a jueves, yo me quedo trabajando en casa toda la mañana. Hoy abrí el ordenador con esa voluntad que tienen los mares, que horadan cualquier circunstancia, y tecleé algunas respuestas pendientes. El tercer mensaje era del editor que más me publica, decía: “Tú artículo está petándolo. Enhorabuena”. Mi vanidad y mi cuenta de Instagram, que son lo mismo, se inflaban.

Algunos periodistas que admiro habían leído el artículo y me decían dos o tres frases generosas. Solo eran las diez de la mañana y mi pecho ya no cabía en mi pecho. Pasé las siguientes horas alejado de las redes y enfangado en unos textos que tenía que entregar. Textos de poco carisma y disfrute, pero que sumaban a las facturas. Comí un plato de pasta, deliciosa y repetitiva, y me di una ducha de varios minutos. Como si el agua proviniese de la laguna Estigia, salí de casa con la fuerza de un héroe en la guerra de Troya.

Algunas tardes, como las tardes de los miércoles, trabajo en un bar. Los artículos que me gusta escribir y los textos que no tanto, no pagan el alquiler completo. El bar complementa la precariedad. En este capitalismo tardío, se puede ser precario o alienado, me decían este verano. Y por mucho que me gustaría alienarme, soy incapaz. La tarde fue tranquila, los clientes de siempre, las cervezas de siempre y los cacahuetes de siempre.

La buena noticia del editor mantenía mi alegría adolescente, como si me acabaran de dar un primer beso y un primer te quiero entre arbustos. Cada poco rato miraba el móvil, el artículo no paraba de crecer y los mensajes se acumulaban. Felicitaciones, encomios y piropos. La tarde fue un pestañeo y salí al encuentro de Rosario.

Todos los miércoles quedamos en el restaurante chileno de Carabanchel para comer chorrillana y empanadas. Nos recuerda a los días en Valparaíso cuando, hace siete años, nos conocimos en una calle empinada donde por las noches se juntan las guitarras y los versos. Aquella madrugada ella recitaba un poema de Nicanor Parra a un grupo de pintores, vagabundos y cantautoras, y yo, sentado en el suelo, apretaba los ojos para no olvidarme de su voz ni de la cadencia con que se colocaba el pelo detrás de la oreja. Desde esa noche me metí entre sus piernas, y prometí al océano Pacífico ser digno amante de una poeta así.

Resulta que nos enamoramos, y que seguimos viajando y buscando vidas posibles por el continente, a veces juntos, a veces revueltos, a veces distantes. Pero siempre, allá donde estuviésemos, los miércoles hablábamos y hacíamos balance. El miércoles todavía puedes corregir tu semana, tomar decisiones si es necesario, seguir igual si no. Rosario, un miércoles detrás de otro, me hizo creer que podía ser feliz. Esa palabra que había detestado desde que leí a algún idiota con bigote frondoso que la detestaba.

La costumbre de los miércoles no cambió y desde hace dos años, cuando nos fuimos a vivir juntos a Madrid, mantenemos la comunicación de mitad de semana. No hay miércoles que no nos juntemos en el chileno del barrio a poner al día los planes, las frustraciones y a bebernos alguna pesadilla. Siempre salimos con los pulmones llenos de certezas para darle otra vuelta a la semana.

Cuando bajaba del metro, a pocos pasos de besar a Rosario y de contarle mis bulerías, me llegó un mail que me ofrecía el trabajo que había esperado media vida. Viajar y escribir. “Está bien pagado”, aseguraba el remitente. Desde la cristalera del bar chileno, veía a Rosario. Inclinada sobre su cuaderno y su piscola garabateaba y se escondía el cabello detrás de la oreja como nunca ha dejado de hacer, y yo pensaba que podría vivir doscientos años con ella.

Mientras la miraba desde el otro lado del cristal, ensayaba formas de contarle que me habían ofrecido un buen trabajo, que no quería irme, que no quería dejarla, que no sabría pronunciar septiembre ni marzo sin ella; que tendría que irme, que estaría mucho tiempo fuera, que volvería una o dos veces al año.

Entré al bar sin saber que hoy Rosario también había recibido una buena noticia. Le acababan de dar un puesto fijo en la universidad y no aguantaba las ganas de contarme que por fin íbamos a poder comprar pescado y frutas sin mirar el precio, y que podríamos prender la calefacción en invierno. Pescado, frutas y calefacción, que son sinónimo de longevidad y de vida en familia. Casi podía leerle el nombre de nuestro hijo en los labios. Pero los labios dejaron de moverse. En la primera mirada, apenas me sentaba en la silla, sus ojos, mis ojos, sustituyeron toda la conversación del miércoles. Palabras tuertas, roncas, muertas. Le di la mano a través de una mesa que podría ser un abismo. Qué mal se llevaron dos buenas noticias.

Yo rechacé el trabajo, o dejé a Rosario, da igual. Más tarde, llegando a casa, hice el cálculo de los miércoles que me quedaban. Miércoles, una palabra tan rara.

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6

Título: Espuma

Autor: Karola Cosme

Los adúlteros intentan hacer el amor en la ducha.

Primero, dejan correr un hilo de agua tibia sobre sus cuerpos de exposición; durante un buen rato se toquetean, musitándose guarradas al oído. El efecto tónico del agua destensa sus músculos y aviva, por segundos, su apetito carnal. Luego, deciden enjabonarse mutuamente, de pies a cabeza; de hecho, cuando llegan a la cabeza, consideran que también sería muy estimulante que uno le pusiera champú al otro, y así lo hacen, dándose después un masaje capilar recíproco. La espuma no tarda en aparecer. Entonces, se les ocurre frotarse cuerpo a cuerpo, con energía, mientras se embisten contra la opulencia de unos azulejos modernos. Entran en un mantra de síes, ohes y dios míos.

El agua jabonosa va formando meandros por las llanuras de piel bronceada: nalgas, pechos, vientres endurecidos…

A uno de ellos le entra jabón en un ojo; es difícil adivinar a cuál entre tanta espuma. El mantra se transforma en ayes, joderes y me cagos en la puta. Nada que no pueda solucionar un buen chorro de agua fría.

Como el incidente les ha cortado el punto, se enjuagan de manera mecánica y se visten con el albornoz del hotel.

—¿Cuándo se lo vas a contar a tu hijo? —pregunta Él.

—Ni si quiera se lo he contado a mi mujer —dice el otro Él, el del ojo enrojecido por la espuma.

Tumbados bocarriba, sobre una cama de apariencia impoluta, hablan sobre la metamorfosis que ha experimentado la mancha de humedad del techo: al llegar, les parecía un corazón sin terminar, ahora se les antoja como un interrogante enorme al que le falta el clásico puntito de cierre.

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7

Título: Veinte historias de amor y una canción desafinada

Autor: Juan José Herranz Álvarez

En Colombia se baila. Y ella bailaba la salsa, el merengue, el reggaetón de la misma manera que las nubes se descargan en el trópico. Cuando los pies de Manuela pisaban las baldosas de la calle del Pecado, en el norte de Cali, ya no me quedaba cordura, solo aguardiente. Hubieran visto a esa muchacha menuda bailando frente a mí, con el pelo del color de las llamas, el vientre firme y el flequillo tan recto como su mirada en mi mirada. “Dale, no es difícil”, decía sin pronunciar la ce, y se reía con descaro mientras sus pasos levantaban el polvo del suelo. Alrededor era viernes noche y los caleños abarrotaban los parlantes. La calle del Pecado es una discoteca de pies ligeros, güiros y timbales. El que no conozca Cali al caer el sol no sabe lo cerca que están el cielo y el infierno.

“Vamos a ver a unos parceros”, me dijo agarrándome la mano y sacándome del tumulto. No podría describir la forma de su falda larga: tenía un corte a un lado por donde asomaba su pie derecho, su pierna derecha, su cadera derecha. Nadie camina en la noche caleña, “es peligroso”, te dirá cualquiera que esté conforme con su vida, pero Manuela, actriz de teatro, conoce su escenario, se mueve por la ciudad como un gato y nunca se ha subido a un taxi. La falda larga, el corte a un lado.

“Vení, lindo, tú quieres darme un beso, ¿no?”. Y de puntillas me atrapó la boca y me atrapó el torrente sanguíneo, y le agarré el culo y le dije “quién no querría darte un beso”. Me guiaba entre las calles y las sombras; entre las esquinas donde no hay farolas; entre los habitantes de calle, que caminan lentos, casi desnudos y flemáticos y parecen no tener edad. Encima de uno de los puentes que cruzamos, donde el tráfico de luces rojas fluye hacia las afueras y la ciudad se transforma en demiurgo, nos volvimos a encarar la boca y pensé que los puentes son el Titanic de los pobres.

Manuela no habla de su vida, cuando le pregunto me mira a los ojos dos segundos y me cuenta qué funciones de teatro tiene por delante. Otras veces me habla de los tombos o de su vieja bicicleta. Siempre lleva marihuana y estoy seguro de que también guarda una navaja en el bolsito que le cruza la espalda. Yo diría que Manuela vive en un eclipse, ella dice que tomemos otro trago.

A la izquierda de una avenida con aceras estrechas, entramos a un túnel. “Ya hemos llegado”, sonríe, y me clava otro beso. Al fondo hay un pequeño escenario y cien o doscientas personas en grupos. Las luces son dos neones y muchas velas. Manuela saluda y saluda, a veces me presenta. “Un español”, dice, “pero es buena onda”. Suena Desapariciones, de Rubén Blades, y los punkis, las hippies, los que venden, los que hacen malabares en el semáforo, las de UniValle, los de la primera línea dejan las conversaciones y corean con las manos en alto: “¿Adónde van los desaparecidos? Busca en el agua y en los matorrales ¿Y por qué es que se desaparecen? Porque no todos somos iguales ¿Y cuándo vuelve el desaparecido? Cada vez que los trae el pensamiento ¿Cómo se le habla al desaparecido? Con la emoción apretando por dentro”.

“Han puesto una vela por cada uno que desapareció durante las protestas”, dice Manuela a mi oído, y cuento tantas velas reflejadas en sus párpados que hasta hoy siento su aliento trémulo. Manuela me lleva a la barra y me cuenta las noches de manifestaciones, ollas comunitarias y enfrentamientos con la policía del último año. Me muestra una cicatriz debajo del pelo y pide media botella de ron. La imagino en mi cuarto, desnuda y con pasamontañas. Empieza a sonar música electrónica y la revolución se pospone, o se sublima.

Esa noche le quite la falda larga, y ella me quito la estupidez europea. A caballo en la mesa, contra el armario y frente al espejo. Cogimos de pie, de mano, de uña, de rodilla, de frente, de lado, de corazón. Y en la intimidad del jadeo me dijo que quería volver a verme.

Solo nos vimos tres veces más. Manuela era esquiva, impredecible, caleña. La última vez que quedamos, pocos días antes de irme de Colombia, fuimos al hospedaje Soledad, y después de algunos reproches nos entregamos espasmódicos a los últimos recuerdos juntos. Ella se duchó y se fue, antes de medianoche, “no puedo quedarme a dormir”, y desapareció. Me quedé en ese cuarto de mala vida, con la banda sonora de un motel que cobra por horas: televisores, gemidos, música, gritos. A las seis de la mañana me despertó la señora del hospedaje. Y salí caminando hacia el sur de Cali, donde se agarra el bus hasta mi casa. Llovía esa mañana. No sé qué fue de Manuela, no sé qué fue de Cali.

*****

8

Título: Serenata incomprendida

Autor: Alba Gómez Querves

Tirada en la hamaca deshilachada, masticando un chicle usado que le había pasado Roni , entrecerró los ojos para evitar el sol de las cuatro, brillante y poco amistoso, que le daba de lleno en la mollera.

Los platos sucios y apilados en la cocina no le importaban nada.

Tampoco el polvo espeso acumulado sobre los muebles, ni la comida pudriéndose en el refrigerador.

Quería hacerse pequeña para que sólo la apreciarán las hormigas y los demás bichos del jardín descuidado que nadie sembraba.
El sudor de su cuerpo empapaba la colorida hamaca que se mecía apenas, amarrada a dos árboles de mango.

Nunca quiso a nadie como al Roni.

Aunque fuera un patán.

Medio achicharrada de calor recordó el 14 de febrero pasado.

A eso de las siete y pico de la mañana, escuchó que cantaban su canción favorita, muy cerca de la ventana del cuarto.

Se asomó y vio seis mariachis desganados y desentonados que con sus trajes negros y grandes sombreros, trataban de afinar sin lograrlo.

Detrás, con la boca de oreja a oreja, el Roni estrenaba camisa y algo rarísimo, se había peinado.

La miraba complacido esperando que se le lanzara al cuello.

Pero no.

Ella prefirió hacerse la interesante y cerró la ventana de un golpe.

Los mariachis seguían la cantarola porque les pagaban por horas, así que por un berrinche de la homenajeada no iban a perder la plata.

Descolocado, el muchacho corrió a ver a su novia que permaneció encerrada en la casa.

Cuando se fue, cansado de llamarla, el Roni pensó porqué sería que estaba molesta, porque realmente no tenía idea.

No habían peleado, no había pasado nada.

De nada.

Tampoco habían salido, ni habían comido juntos para ahorrar dinero y así poder comprarse la casita antes de casarse.

Menos habían pasado una tarde junto al mar como antes, cuando se enredaban con las olas azules y la arena, y no porque ella se puso furiosa cuando él le dijo que estaba bastante gordita y ya no le quedaba bien el traje de baño, que mejor usara short.

No habían visto caer el sol, ni habían pasado la noche pescando bajo la luna de marzo, nada, para qué si todas las lunas eran iguales.

—No tiene motivos para estar alunada!— se dijo .

Los mangos cayeron a sus pies en ronda dorada y roja, destilando néctar que ella ni probó.

Lejos, el ruido del motor de la moto del Roni se iba acercando cada vez más mientras unos mariachis cantaban alegremente en la casa de al lado.

*****

9

Título: Ay, Maribel

Autor: Rocío Molina

Manolo está atando un cabo suelto de la bandera de España que cuelga de la terraza. Vive en la primera planta de un bloque de pisos al final de la Avenida Reyes Católicos, ochenta y dos metros, cocina independiente, dos dormitorios, sala de estar con balcón y baño con plato de ducha. Puso la bandera durante el mundial de fútbol y ese cabo lleva suelto desde el invierno.

Esta mañana Manolo ha madrugado para hacer limpieza a fondo. Ha puesto un juego de sábanas estampadas de girasoles en la cama de matrimonio. A las mujeres les gustan las flores, pensaba Manolo estirando el embozo de la colcha de verano. Ha colocado un ambientador de vainilla en el zapatero del recibidor. Ha cambiado el rollo de papel higiénico y ha metido en la nevera dos botellas de Lambrusco. Cuando termina de fregar el suelo le duelen las lumbares. Mira a su alrededor apoyando la mano sobre el palo de la fregona, aspira por la nariz llenando sus pulmones con el olor a limón de la lejía y suspira satisfecho. Durante un instante la mirada se le pierde en las juntas de las baldosas que no ha conseguido blanquear, después se le pierde en Maribel. Ay, Maribel que no conoce su casa ni su cuerpo. Manolo decide premiarse por una faena tan bien hecha con un cigarro. Del bolsillo de su camisa abierta saca un paquete de Fortuna.

—- Me cago en…

El paquete está vacío, pero siempre deja alguno en el cajón de los paños de la cocina. Contempla el suelo húmedo y limpio. Es que no se ve un refregón ni al trasluz, piensa Manolo mirando otra vez dentro del paquete de Fortuna y palpándose el resto de bolsillos. Resopla dejando caer el palo de la fregona en el cubo y se quita las chancletas. Manolo observa la puerta de la cocina, se concentra para dar un primer salto. Calcula que en dos habrá llegado y podrá abrir el cajón de los paños y sacar su paquete de tabaco y fumarse ese cigarro en la terraza después de haber madrugado para limpiar y fregar el suelo de todas las habitaciones, ochenta y dos metros en total, cocina independiente, dos dormitorios, sala de estar con terraza y un baño con plato de ducha. Manolo coge aire, fija la vista en la baldosa donde va a pisar, flexiona las rodillas y… salta. Manolo salta y mientras sube en el aire se siente como un junco, desde las alturas contempla su suelo limpísimo con olor a lejía de limón, sus sábanas estampadas de girasoles, su ambientador de vainilla, el Lambrusco puesto a enfriar y piensa que a las mujeres les gusta todo eso y que a Maribel le va gustar todo eso también y que tiene el pelo muy largo y unos pechos que acaban en punta. ¡Ay! Maribel. Su talón se desliza hacia delante, sus brazos palmotean en el aire y antes de caer al suelo limpio y oloroso, Manolo ya sabe que se va a hacer daño. Sus manos buscan algo a lo que asirse, los pechos de Maribel o su pelo o sus brazos. Cae de culo golpeándose el coxis, los ojos se le abren mucho y luego se le cierran mucho y durante un minuto no puede respirar. Detrás de él, el cabo de la bandera se desata y la casa huele a vainilla. Manolo sentado en el suelo, con la camisa abierta como el telón de una barriga gorda y deformada por una cicatriz, inspira abriendo la boca, moviendo todos los músculos de su cara que finalmente se congela en un gesto de pez globo. El dolor le sube desde el coxis hasta los dientes, es algo duro que puede masticar, que le produce dentera, que le sabe a lejía. Manolo se detiene en las juntas de las baldosas empercudidas hasta que poco a poco recupera el aliento. Con cada soplo de aire que exhala le parece más absurdo haber madrugado para limpiar, poner las sábanas estampadas de girasoles, colocar el ambientador, fregar el suelo y todo lo demás. Manolo, sintiendo ese dolor duro que tensa su columna hasta los dientes que puede masticar y que sabe a lejía, piensa en Maribel. Ella que tiene el pelo largo color caoba, los pechos acabados en punta, una cadenita colgada al cuello de la Virgen de las Angustias y que cuando ríe deja ver un colmillo torcido como de niña. Ella que no conoce su casa ni su cuerpo. Ese dolor duro que tensa su cuerpo desde el coxis hasta los dientes anida en su garganta y en la cicatriz de su barriga. Si Manolo pudiera llorar, si acaso supiera hacerlo, entonces lloraría.

Después de recuperar el aliento continúa allí sentado rascando con la uña la porquería de las juntas de las baldosas que no se quita. Humedece su dedo con saliva y prueba otra vez.

—Esto ya no se va.

Sale de la cocina quitándole el precinto a su paquete de tabaco, se pone las chancletas que había dejado junto al cubo de la fregona. Se sienta en la silla de tónica Swepsesse desteñida por el sol de la terraza, observa la bandera ondeando con el cabo suelto y se enciende el cigarrillo. Exhala el humo y le duele el coxis. El olor a limón de la lejía se disipa en el aire. Manolo fuma mirando los coches girar en la rotonda que hay frente a él. Es agosto y en ese mismo momento en el Parque de las Fuentes una caterva de padres y niños juegan a la silla y a las carreras de sacos, luego habrá paella y cerveza por tres euros. Manolo apaga el cigarrillo en una maceta seca y se mira la cicatriz de la barriga.

*****

10

Título: El fantasma de Cerro Bayo

Autor: Ernesto Francisco Romero Valdés

Cuando Anselmo regresó a su casa su esposa estaba muerta. No sintió dolor, sólo cierto agobio por los trámites que le esperaban. Bebió un sorbo de café, encendió un cigarrillo y se echó en el sofá. Parecía dormida, incluso la herida, en algún lugar sobre la nuca, no era visible desde su ángulo. Lanzó la colilla hacia el abstracto dibujo de la sangre pero esta fue a parar al lado del viejo martillo de cabo metálico.

Había conocido a Gilda diez años antes. A los quince minutos de conocerla, y pagarle por adelantado, se alivianaba en su boca al fondo de un estratégico garaje en ruinas. Al día siguiente, luego del mismo ritual, intercambiaron nombres y frases banales. A la semana, Anselmo la instó a cambiar de vida, ella lloró contra su pecho y aceptó la oferta de irse a vivir juntos a la casita que él había heredado de su padre en Cerro Bayo.

Al principio todo marchó bien. Él consiguió una plaza de almacenero en la Cooperativa y ella empezó a pintar uñas en el portal. Por las noches, los vecinos sabían la duración de sus coitos por los gemidos de Gilda. Los domingos, la pareja atendía el pequeño huerto que habían sembrado en el patio trasero como si cada vegetal fuera un hijo. Gilda era estéril.

Todo comenzó a cambiar a partir de que Anselmo fue expulsado por robo de la Cooperativa y entró a trabajar de vigilante nocturno en la Fábrica de Plástico. Gilda se tornó esquiva y los diálogos banales fueron tendiendo a cero. A veces, cuando él llegaba de la fábrica a media mañana y la encontraba en el portal con sus clientas, intentaba besar su mejilla pero ella zigzagueaba buscando los ojos de su interlocutora. Poco a poco Anselmo dejó de ser visible.

Una madrugada, un repentino ataque de asma hizo que Anselmo decidiera telefonear al otro vigilante para que lo relevara y poder ir al Policlínico a administrarse un aerosol. Disminuida la asfixia, se dirigió a su casa a descansar. Mientras buscaba en su bolsillo la llave de la puerta, escuchó un susurro y un jadeo. Como un ninja se deslizó por el pasillo exterior hasta situarse frente a la ventana de su habitación. La persiana rota le quedaba casi a la altura de los ojos y, gracias a la luz que penetraba por la puerta entreabierta del baño, pudo divisar el espectáculo. Gilda, desnuda en la cama, sosteniendo su cuerpo con sus manos y sus rodillas, succionaba con fruición el miembro de uno de los dos jimaguas de la casa del fondo, al tiempo que el otro, situado por detrás de ella, la penetraba una y otra vez con violencia animal. Anselmo experimentó un vahído, taquicardia y como fuego en las orejas, pero el asma no volvió. Vio de la sonrisa de Gilda cuando sobre su rostro el jimagua uno vertió su espeso obsequio, y cuando el jimagua dos, recrudeciendo sus embestidas, terminó por arquearse con una frase vulgar y definitiva. Vio cómo Gilda bromeó introduciéndose sus miembros flácidos en la boca y cómo los abofeteó con sus senos para luego fingir amamantarlos como a bebés. Vio cómo los jimaguas se vestían, se despedían y salían del cuarto para cruzar el huerto y saltar el muro. Vio cómo Gilda se fumaba un cigarrillo acostada bocarriba, las piernas abiertas, una recogida otra extendida, acariciándose levemente mientras repasaba lo ocurrido. Vio cómo escachó el cigarrillo contra el cenicero, cómo se quedó dormida, sin lavarse, sin apagar la luz del baño, oyó cómo empezó a roncar.

Hecho una sombra Anselmo desanduvo su última ruta, pasó frente al Policlínico y llegó a la Fábrica de Plástico donde le dijo a su compañero que ya se encontraba mejor y que, como se le había olvidado la llave y no quería despertar a su mujer, que estaba bajo calmantes por una fuerte migraña, había preferido regresar al trabajo.

Terminada la faena Anselmo llegó a su casa y encontró a Gilda en el portal con sus clientas, intentó besar su mejilla pero fue en vano.

La muerte de los jimaguas, aplastados por un contenedor, conmocionó a todo el pueblo. Dada la semejanza, el estado de sus cuerpos y el hecho de que estaban juntos en el momento del accidente, resultó imposible discernir qué parte era de quién, por lo que se introdujo todo en un mismo ataúd. Gilda no fue al velorio ni al entierro. Anselmo fue a los dos.

Una mañana, al regresar de la fábrica, Anselmo se encontró a Gilda sola en el portal. Miraba a un punto fijo, y abría y cerraba hacia la calle los muslos liberados por la abertura de su bata de casa. Anselmo se paró frente a ella sin otro ánimo que el de verla de cerca. Ella, sin mirarlo, balbuceó un sonido casi imperceptible, una frase, una orden que a él le pareció escuchar por altavoces. Esa misma tarde fueron a la iglesia, hablaron con el cura y este los casó frente al altar.

Aquella noche Anselmo no faltó al trabajo pero regresó sobre la una. Se sintió extraño en su habitación con Gilda, un intruso en el sitio de los jimaguas. Por eso la convidó a hacer el amor en la sala. Pero por otras cosas, incluso ajenas a ella, no pudo conseguir una erección.
Y por eso, por otras cosas y porque era un fantasma, inmune a las leyes de los hombres, fue que buscó el viejo martillo de cabo metálico, se lo hundió en el cráneo a Gilda y volvió para la fábrica a repetirle a su compañero el cuento de la llave y la migraña.

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