Hete aquí el libro que inspiró a Steven Spielberg y a Tom Hanks para la serie de Apple TV+ que tanto éxito está cosechando. Los amos del aire es la historia en primera persona de los bombarderos aliados que, durante la Segunda Guerra Mundial, golpearon con su carga letal el corazón del Tercer Reich.
En Zenda reproducimos las primeras páginas del Prólogo que abre Los amos del aire, de Donald L. Miller (Desperta Ferro).
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PRÓLOGO
El «Sangriento 100.o»
La 8.ª Fuerza Aérea fue una de las formaciones de combate más grandes de la historia de la guerra. Tenía el mejor equipo y los mejores hombres, todos los cuales, a excepción de unos pocos, eran civiles estadounidenses, formados y dispuestos a combatir por su país y por una causa que consideraban en peligro: la libertad. Esto es lo que hizo especial a la Segunda Guerra Mundial.
Andy Rooney, My War
Londres, 9 de octubre de 1943
La guerra particular del comandante John Egan empezó mientras desayunaba en un hotel londinense. Egan había llegado con un permiso de dos días desde Thorpe Abbotts, una base de bombarderos estadounidenses situada a unos 145 kilómetros al norte de Londres y a un paseo de la aldea de Norfolk que le daba nombre. La estación n.º 139, pues tal era su designación oficial, con sus 3500 aviadores y personal de apoyo, estaba construida en las tierras de un noble. Las dotaciones despegaban rumbo a la guerra sobre los campos labrados por los aparceros de sir Rupert Mann, los cuales vivían cerca, en ruinosas casitas de piedra calentadas por chimeneas abiertas.
Se trata de un arco de tierra que se adentra en el mar, el cual, en los años de guerra, apuntaba como un hacha alzada contra el enemigo. Sus campos drenados proporcionaron buenas bases aéreas desde las que golpear en lo más hondo del Reich germano. Más o menos un siglo por detrás de Londres en ritmo y personalidad, la guerra la transformó en uno de los grandes frentes de batalla del mundo, una vanguardia bélica del todo diferente a ninguna otra de la historia.
Era un frente aéreo. Desde las bases recién construidas de Anglia Oriental se libró un nuevo tipo de contienda: el bombardeo estratégico desde gran altura. Fue un acontecimiento singular en la historia de la guerra, no tenía precedentes y nunca más volvió a repetirse. La tecnología necesaria para librar una contienda de bombarderos prolongada y a gran escala no estuvo disponible hasta principios de la década de 1940 y durante los compases finales de esa misma guerra de bombarderos los aviones de motor a chorro, los misiles propulsados por cohetes y las bombas atómicas la dejaron obsoleta. En el aire tenue y gélido sobre el noroeste de Europa, los aviadores sufrieron y murieron en un entorno que ningún otro guerrero había experimentado nunca. Fue una contienda aérea librada no a 4000 metros, como la Primera Guerra Mundial, sino a altitudes dos o tres veces superiores, cerca de la estratosfera, donde los elementos eran aún más peligrosos que el enemigo. En este campo de batalla color azul brillante, el frío mataba, el aire era irrespirable y el sol exponía a los bombarderos a la súbita violencia de los aviones de caza y los cañones de tierra germanos. Este campo de matanza infinito y desconocido añadía una nueva dimensión al tormento del combate y ocasionó problemas emocionales y físicos que los efectivos no habían experimentado hasta entonces.
Para la mayoría de aviadores, volar era algo tan ajeno como combatir. Antes de alistarse, miles de tripulantes estadounidenses jamás habían puesto pie en un aeroplano o habían disparado a nada más amenazador que una ardilla. Un nuevo tipo de guerra dio lugar a un nuevo tipo de práctica médica: la medicina aérea. Sus pioneros fueron cirujanos y psiquiatras que trabajaban en hospitales y clínicas situadas a poca distancia de las bases de bombarderos, lugares donde se enviaba a los hombres cuando la congelación les destrozaba el rostro y los dedos, o cuando el trauma y el terror los vencían.
La guerra de los bombarderos era una contienda intermitente. Se alternaban periodos de inactividad y aburrimiento con breves ráfagas de furia y miedo. Al regresar del combate en los cielos, los hombres encontraban sábanas limpias, comida caliente y la adoración de las chicas inglesas. En esta increíble contienda, un muchacho de 19 o 20 años podía, en el mismo día, estar combatiendo a vida o muerte sobre Berlín a las once en punto de la mañana y disfrutar en un hotel londinense de la cita de sus sueños a las nueve de la noche. Algunos infantes envidiaban el confort de los aviadores, pero, tal y como se pregunta el personaje de una novela de un navegante estadounidense: «¿Cuántos tipos de la infantería crees que se dirigirían a la línea del frente si les dieran un avión con depósitos llenos de gasolina?».1 La guerra aérea, presentada a la opinión estadounidense como una forma de ganar más rápida y decisiva que los trabajosos combates terrestres, se convirtió en una lenta y brutal batalla de desgaste.
John Egan era jefe de un escuadrón de B-17 Fortalezas Volantes, una de las máquinas de matar más temibles del mundo en su época. Egan era un bomber boy: destruir era su oficio. Y, al igual que otros tripulantes de bombarderos, se entregó a su trabajo sin ningún atisbo de mala conciencia, convencido de combatir por una causa noble. También mataba para que no lo matasen.
Egan llevaba cinco meses volando misiones de combate en el teatro aéreo de la guerra más peligroso, las «Grandes Ligas», como lo llamaban los hombres; y este era su primer permiso prolongado… Si bien apenas tuvo respiro. Esa noche, la Fuerza Aérea alemana, la Luftwaffe, castigó la ciudad y causó incendios en los alrededores del hotel. Era su primera vez bajo las bombas y le resultó imposible dormir a causa del aullido de las sirenas y el retumbar de las explosiones.
Egan estaba destinado en la 8.ª Fuerza Aérea, una unidad de bombarderos que se había formado un mes después de Pearl Harbor en la base aérea del Ejército de Savannah, Georgia, para asestar el primer golpe estadounidense contra la Alemania nazi. Tras un comienzo poco prometedor, pronto empezó a convertirse en una de las grandes fuerzas de ataque de la historia. Egan llegó a Inglaterra en la primavera de 1943, un año después de que los primeros hombres y máquinas de la 8.ª empezaran a ocupar bases transferidas por la RAF (la Real Fuerza Aérea británica), cuyos bombarderos llevaban percutiendo sobre ciudades alemanas desde 1940. Cada uno de los Grupos de Bombardeo (Bombardment Group, coloquialmente entre los aviadores Bomb Group) numerados –el suyo era el 100.º Grupo– se componía de cuatro escuadrones con de ocho a doce bombarderos cuatrimotores, los denominados heavies [pesados], y ocupaban su propia estación aérea, en Anglia Oriental o en las Midlands, justo al norte de Londres, en las inmediaciones de la localidad de Bedford.
Durante un tiempo en 1943, la 8.ª dispuso de cuatro grupos de bombardeo equipados con bimotores B-26 Marauder, que se empleaban sobre todo para ataques a baja y media altura, con resultados desiguales. En octubre de ese año, estas pequeñas unidades de Marauders fueron transferidas a otra formación estadounidense con base en Gran Bretaña, la 9.ª Fuerza Aérea, que estaba siendo organizada para proporcionar apoyo aéreo próximo al desembarco al otro lado del canal, en la Europa ocupada por los nazis. Desde ese momento hasta el fin de la contienda, todos los bombarderos de la 8.ª Fuerza Aérea fueron Fortalezas o B-24 Liberator, los únicos aparatos estadounidenses diseñados para ataques a larga distancia y desde gran altura. Por otra parte, la 8.ª mantuvo su propia formación de cazas para proporcionar escolta en misiones de penetración superficial en el norte de Europa. Sus pilotos volaban monomotores P-47 Thunderbolt y bimotores P-38 Lighting y operaban desde bases cercanas a las estaciones de bombarderos.
Cuando el 100.º Grupo de Bombardeo volaba en combate, solía hacerlo acompañado de otros dos grupos de bombardeo de bases próximas, el 390.º y el 95.º y los tres formaban la 13.ª Ala de Combate. Un ala de combate era una pequeña parte de una formación de muchos centenares de bombarderos y escoltas de caza que sacudían la tierra bajo los campesinos ingleses que salían de sus cabañas al amanecer para ver partir a los americanos «a zurrar a los hunos».
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Autor: Donald L. Miller. Título: Los amos del aire. Traducción: Javier Romero Muñoz. Editorial: Desperta Ferro. Venta: Todostuslibros.
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