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Lo que solo les pasa a los demás, de Andreu Martín - Zenda
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Lo que solo les pasa a los demás, de Andreu Martín

Andreu Martín, sin duda uno de los veteranos más destacables del género negro, regresa a las librerías con la historia de un abogado de oficio en horas bajas que tiene que investigar a un juez demasiado amigo del clan que controla el tráfico de drogas y armas en Barcelona. Una novela cargada de violencia que,...

Andreu Martín, sin duda uno de los veteranos más destacables del género negro, regresa a las librerías con la historia de un abogado de oficio en horas bajas que tiene que investigar a un juez demasiado amigo del clan que controla el tráfico de drogas y armas en Barcelona. Una novela cargada de violencia que, además, discurre en una Cataluña agitada por el independentismo.

En Zenda reproducimos el arranque de Lo que solo les pasa a los demás (Alrevés), de Andreu Martín.

***

Capítulo 1

Solo un abogado de oficio

En aquella época —una de las peores épocas de mi vida—, yo vivía con la mujer más espléndida que he conocido en mi vida y que conoceré jamás. Se llama Lana Brau, seguro que habéis oído hablar de ella; fotógrafa que entonces estaba preparando una exposición, o una performance, para la Fe­ria de Arte Contemporáneo ARCO, de Madrid: «Desnudos masculinos». Se habló mucho de ella. Un escándalo. Lana era, es, inteligente, ingeniosa, divertida, espontánea, buena persona, comprometida, cálida, tierna, descarada, generosa, seductora, loca y, por último pero no menos importante, si me lo permitís, sexi, joder lo sexi que podía llegar a ser.

Y, en cambio, yo la tenía olvidada en casa, dando por su­puesto que estaría allí entretenida con sus cosas, querién­dome hasta el infinito, con el amor conservado en el con­gelador, siempre a punto, sonriente y feliz como una etapa de mi vida maravillosa pero ya superada. Yo tenía mucho trabajo, ella tenía mucho trabajo, nos queríamos tanto que no hacía falta que nos lo demostrásemos cada cinco minu­tos, ni cada hora, ni cada día, ni cada semana. Tanto era lo que nos queríamos.

No era una buena época para mí.

Cinco o más cervezas al día, el vino con la comida y la cena, chupitos para la digestión, gin-tonics y cubatas por la noche, y cava y whisky ocasionales si había algo que celebrar.

Lana era la estrella de las fiestas. Si alguien se atrevía a hablarle del tiempo, o del tránsito y de la dificultad de aparcar, o cualquier otra banalidad, replicaba que todo es cíclico, que cualquier acontecimiento de la naturaleza o del comportamiento humano está sometido a ciclos. Y, cuando veía que la audiencia se la tomaba en serio y la escucha­ban con las cejas fruncidas, continuaba hablando de ciclos y se declaraba muy partidaria del ciclismo y se reivindicaba como ciclista empedernida. Y sus amigos reían, y la admi­raban. Y yo era el que se reía más fuerte, con la copa en la mano, en un rincón, y tropezaba con los muebles. Y nues­tros amigos se reían, y se miraban los unos a los otros con compasión. No sé si se compadecían de mí o de ella.

Yo solo soy abogado de oficio. Pertenezco al TOAD, Turno de Oficio y Asistencia a la persona Detenida. Digo «solo» porque me temo que para mi padre estas tres pala­bras resumían toda mi actividad profesional. Cuando me presentaba a alguien, decía «Marc es abogado, de esos del Turno de Oficio». Daba igual que yo hubiera fundado el bufete Olván y Passeres, con Paco, especialista en civil; y que hubiera cumplido los cinco años de ejercicio efectivo de la abogacía imprescindibles para trabajar en el Turno de Oficio; o que hubiera hecho el curso de especialización en violencia de género. Para mi padre, yo solo era «abogado de esos del Turno de Oficio». Y me parece que para Lana también.

Yo me vengaba contando únicamente mis casos repre­sentando a delincuentes zafios, ladrones analfabetos y agresores marginales, que daban lugar a anécdotas más jugosas y confirmaba y perpetuaba los prejuicios de mi padre y de Lana.

Dulce Lana.

De hecho, se llamaba Laura, Laura Braulio, pero se hacía llamar Lana, como Lana Turner, Lana Brau, nombre artís­tico. Y llevaba el cabello muy corto y de punta, tatuajes por todo el cuerpo, brazos, manos y nalgas, de todas las formas, colores y estilos, letras chinas, escritura cuneiforme, Betty Boop y león de la Metro, y ropa extremada, con estampados de leopardo, y las manos llenas de anillos, «¿No te molestan los anillos, para hacer fotos?», «Antes, en un ciclo anterior, me molestaban, pero aquel ciclo ya pasó, y yo soy ciclista, ¿te lo había dicho?».

Me estaba tomando una cerveza en la barra del bar que hay en medio del edificio principal de la Ciudad de la Justi­cia, que parece una inmensa terminal de aeropuerto, todo de mármol blanco, y cristal, y gente ajetreada de un lado para otro, cuando alguien me llamó por mi nombre, «¡Marc!», y Pacheco se me vino encima como si lo hubieran catapultado desde el otro lado del vestíbulo.

—Marc, guapo, te necesito. ¿Tendrás un pequeño espacio de tiempo para mí?

Sabía perfectamente que yo iba sobrado de espacios de tiempo.

Pacheco tenía una agencia de detectives muy pequeña, de esas que salen en las películas y solo se componen del titular, una secretaria que coge los encargos y lleva la agen­da y tres o cuatro colaboradores externos mal pagados. Por eso Pacheco siempre va corriendo por todas partes, para cu­brir más frentes de los que puede cubrir, y de vez en cuando me pide favores.

Es prácticamente calvo y se rapa los pocos pelos que le quedan en la nuca y sobre las orejas para parecer más ca­nalla y para que no se le note la calvicie, pero se le nota; él cree que es corpulento y atlético pero la barriga de cerveza lo desmiente, y lleva una gabardina, un traje, una camisa, una corbata y unos zapatos comprados hace tanto tiempo que siempre parece que haya dormido con la ropa puesta. Con su bigotito y la perilla de mosquetero quiere parecer moderno, pero no hay manera. Va tan agobiado que a uno le da miedo que le dé un infarto de un momento a otro.

—Te necesito. Un tema. Calculo que le dediques dos ho­ras al día, de vez en cuando, cuando te vaya bien. Si me haces un informe detallado, ochenta euros. Si hicieras un informe diario durante un mes, que eso no será necesario, te sacarías mil seiscientos. ¿Qué te parece?

—Una mierda.

—No, hombre, no. Si no es nada. ¿Vienes mañana por el despacho y te presento a la clienta? Es joven. Está buena. Te gustará.

—¿De qué va?

—Ella te lo expondrá con toda claridad. Es muy fácil. —Yo quería decirle «Espera, hombre, no corras tanto, tómate una cervecita y hazme un resumen», porque estaba solo y aburri­do y apático, pero él salió disparado—: Mañana, mañana, en mi despacho, a las diez, ¿de acuerdo?

Al día siguiente llegué a la plaza Gal·la Placídia (que aquel argentino amigo mío llamaba «plaza Galidia») con mi destartalado Suzuki Vitara cuatro puertas de color granate y, cuando detuve el motor en el aparcamiento subterráneo, interrumpí una encendida tertulia de RAC 1 donde se debatía apasionadamente sobre la escisión de los partidos independentistas que hasta aquel momento gobernaban en la Generalitat de Catalunya. El partido que paradójicamente se llamaba Junts (o sea, Juntos) se separaba y el partido que paradójicamente se llamaba Es­querra Republicana de Catalunya (o sea, Izquierda Repu­blicana de Cataluña) se quedaba gobernando en minoría, a la discreción de la derecha monárquica. Al apagar el mo­tor del coche, interrumpí en seco un guirigay de opiniones enfrentadas.

(…)

—————————————

Autor: Andreu Martín. Título: Lo que solo les pasa a los demás. Editorial: Alrevés. Venta: Todos tus libros.

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