Daniel Arveras regresa al panorama literario con esta novela histórica sobre una figura eminente de nuestras letras, un poeta que también combatió en el campo de batalla más lejano y fiero de su tiempo.
Alonso de Ercilla (1533-1594) triunfó con la pluma gracias a La Araucana, poema épico en el que reflejó con viveza la cruenta lucha y heroicidad de españoles y araucanos en la conquista de Chile, de la que fue testigo. Pero, ¿quién fue en realidad este madrileño admirado y loado por Cervantes, Lope y otros muchos grandes del Siglo de Oro? Como dice el autor en el propio libro, “esta es su historia o, al menos, la que él recuerda”.
En Zenda reproducimos este fragmento de Alonso de Ercilla: Soldado y poeta de las Indias (HRM Ediciones), de Daniel Arveras.
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Valladolid, agosto de 1548
El príncipe Felipe se encontraba al fondo de la larga sala de audiencias, de espaldas a la puerta por la que acababa yo de acceder y detrás de una gran mesa atestada de libros y papeles. Pese a encontrarnos en pleno verano, varios leños ardían en la cercana chimenea. Era temprano aún y el frío se seguía imponiendo entre aquellos gruesos muros del corazón de Castilla.
Contaba su alteza entonces con 21 años de edad y era padre de un hijo de tres años, el infante don Carlos. Pese a su juventud, era ya un hombre viudo tras fallecer prematuramente la princesa María Manuela de Portugal, su prima y primera esposa, al no superar una infección sobrevenida tras el parto y morir apenas cuatro días después de alumbrar al heredero.
De menor estatura de lo que había imaginado, pero bien plantado, leía de pie un documento que sostenía en su mano izquierda mientras escuchaba unos lejanos y vacilantes pasos que se aproximaban. Mi presencia le había sido anunciada momentos antes, pero seguramente no habría reparado demasiado en ello, pues quien entraba ahora con su tímido caminar era apenas un mozalbete sin oficio, título o distinción alguna. El papel seguía, aún, acaparando toda su atención.
Había llegado al fin mi turno tras intentarlo durante varios días sin éxito y quedarme siempre en la orilla, esperando largas horas en la antesala hasta que era instado a probar suerte de nuevo al día siguiente, pues su alteza ya no recibiría a nadie más en esa jornada. Así, la emoción y el entusiasmo me embargaban por entero, atenazándome también un oscuro pensamiento: el temor a meter la pata y no estar a la altura de aquel momento solemne, unos minutos que podrían cambiar mi vida para siempre. “Tranquilo, Alonso, tranquilo” me decía a mí mismo, mientras recorría aquellas decenas de metros que se hacían eternos.
Cuando el sonido de mis pisadas se hizo aún más audible, el príncipe giró su cuerpo al percibir la cercana presencia, posó el documento sobre la mesa y lanzó una mirada de soslayo a su derecha, donde se encontraba el poderoso duque de Alba, don Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel.
Mayordomo mayor del emperador Carlos y hombre de su máxima confianza, el duque había sido enviado por éste recientemente para ejercer también dicho cargo al frente de la casa de su hijo y heredero. Asumía esta responsabilidad tras la memorable victoria de las armas imperiales el año anterior en Mülhberg, cuando fueron aplastadas las tropas de los herejes príncipes alemanes. Su brillante desempeño al frente de nuestros tercios había asegurado el triunfo, en lo que supuso una demostración más de su magisterio en la estrategia bélica y el desarrollo del combate. Todos conocíamos sus hazañas, por las que era considerado el mejor general de Europa y el mayor terror de nuestros enemigos cuando lo tenían frente a frente, en el campo de batalla.
El alegre y luminoso jubón amarillo con brocados de plata del joven príncipe contrastaba con el mucho más sobrio, de raso y color verde oscuro, que lucía el imponente duque de Alba, quien le doblaba en edad, pues rondaba los 40 años por los 21 de Felipe, y le aventajaba también en estatura, sacándole casi una cabeza de diferencia.
Continué avanzando un poco más hasta detenerme a unos prudentes pasos de distancia para aguardar a que fuera él quien comenzara a hablar o, al menos, me hiciera alguna señal o indicación para que yo lo hiciera. Con el corazón en un puño, traté de respirar, serenarme y templar los nervios para que no me delataran en exceso cuando tuviera que intervenir, aunque me costaba conseguirlo.
La decoración de aquella sala de audiencias no ayudaba precisamente a templar mi estado de acelerada inquietud, sino más bien todo lo contrario. Hacía que me sintiera aún más cohibido e incómodo, diminuto en mi insignificancia al percibir la intensa mirada que el propio César Carlos me lanzaba desde un cuadro ubicado encima de la chimenea, detrás justo de donde su hijo me contemplaba. Sentía que cuatro ojos me atravesaban, seis en realidad si sumaba también la incisiva mirada del duque.
Además, las escenas de caza y pasajes mitológicos, plasmadas por los mejores maestros flamencos en los enormes tapices que colgaban de los altos muros laterales de la sala, habían provocado en mí una mezcla de temor y desasosiego desde que puse un pie en aquella estancia, sensación que no remitía tras haber detenido mis pasos.
Se tomó su tiempo antes de comenzar, tal y como me habían advertido que siempre hacía. Mojó previamente sus labios en la bebida contenida en un magnífico copón de plata con incrustaciones doradas y lo posó luego con calma en el único hueco libre de documentos que ofrecía la maciza mesa de roble. Cuando al fin decidió que era llegado el momento, su voz, solemne y pausada, salió de sus labios envuelta en un tono de lejano afecto. Eso creí percibir.
—¿Vos sois don Alonso de Ercilla?
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Autor: Daniel Arveras Alonso. Título: Alonso de Ercilla: Soldado y poeta de las Indias. Editorial: HRM Ediciones. Venta: Web de la editorial.
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