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Quique - Zenda
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Quique

—Aunque ya había leído la novela en español —explicó Nicolás—, recién en esta segunda lectura me animo a sugerir que existe un malentendido respecto de Madame Bovary. Varios exégetas la consideran una mujer oprimida de su tiempo. A mí me ha parecido que se aburre, como le ocurre a buena parte de la humanidad; pero...

Inusualmente, en la clase de Historia, la profesora había recurrido a una novela: Madame Bovary, de Gustav Flaubert. Nicolás, que prácticamente no había intervenido a lo largo del curso, cuando Estela invitó a los alumnos a comentar o preguntar, levantó la mano. Con una sonrisa de aceptación, Estela le dio la palabra.

—Aunque ya había leído la novela en español —explicó Nicolás—, recién en esta segunda lectura me animo a sugerir que existe un malentendido respecto de Madame Bovary. Varios exégetas la consideran una mujer oprimida de su tiempo. A mí me ha parecido que se aburre, como le ocurre a buena parte de la humanidad; pero en lugar de preguntarse qué podría hacer para entretenerse, se dedica a maltratar a su marido, que la ama.

La clase estalló en una espontánea carcajada. Nicolás se llamó a silencio, temeroso de haber cometido algún error. Pero Estela aplacó el bullicio con un movimiento de su mano y lo invitó a seguir.

—En mi casa —detalló Nicolás— ocurrió recientemente un evento que es el exacto opuesto de Madame Bovary.

—Adelante —lo alentó Estela.

—No, no —retrocedió Nicolás—. Es muy largo.

—No tenemos otra cosa que hacer —insistió Estela.

"Era como si un filósofo te dijera que nadie puede comprobar si Dios existe o no. Para eso no hace falta estudiar Filosofía"

—Mi madre falleció hace unos cuantos años —se resignó Nicolás—. En ese accidente mi padre quedó sentido de un tobillo. Ya nunca volvió a caminar con comodidad. Los médicos le recetaron todo tipo de ejercicios; aparentemente, podría retornar a caminar normalmente con rehabilitación. Pero no sucedió. Nos crió a mi hermano y a mí en soledad. El matrimonio con mi madre, hasta donde yo pude atestiguar, era amoroso. Los veía pasarla bien, acompañarse, quererse. Mi padre no volvió a formar pareja. Así llegamos Lisandro y yo a nuestra juventud. Somos un grupo de tres, muy unidos. No somos de hablar, pero estamos al tanto el uno del otro. Mi padre nunca supo llevar bien la casa, ni cocinar. Pero con una doméstica, que parece la reina del hogar, nos arreglamos. El año pasado, por una pérdida de gas, nos cortaron el servicio. Hasta que no das fe de que arreglaste el desperfecto, la compañía no vuelve a conectarte. Debe hacerlo un gasista matriculado. Recurrimos a cuanto teléfono encontramos en la web. Ninguno daba en el clavo. Primero, hacían la prueba de hermeticidad, que cuesta un dineral. Pero se limitaban a confirmar que había una pérdida. Eso ya lo sabíamos. Era como si un filósofo te dijera que nadie puede comprobar si Dios existe o no. Para eso no hace falta estudiar Filosofía. Gastamos buena parte del presupuesto del arreglo en estos farsantes que confirmaban la pérdida, pero no ofrecían solución. Llegaba el invierno y el tobillo de mi padre se resentía. Una de las pocas cosas que lo aliviaban era el tobillo junto a la estufa. En eso los médicos tampoco habían podido aportar nada mejor. Uno incluso llegó a decirle: “No puede ser que le duela así el tobillo, ni que se alivie acercándolo a la estufa”. No solo no le aportó una solución: negaba lo evidente. Para ocultar su ignorancia, negaba el problema.

Cuando ya habíamos desesperado de la conexión de gas, y estábamos pensando en comprar una salamandra, una chimenea a leña, garrafas, apareció Quique. No lo llamamos: preguntó si estábamos buscando un gasista. Nunca supimos del todo cómo apareció. No cobró barato: pero no hizo la prueba de hermeticidad. Simplemente aclaró que encontrar la pérdida no sería fácil, pero que el presupuesto incluía lo que tardara en encontrarla. No calculó la posibilidad de marcharse sin haber arreglado el desperfecto. Trabajó prácticamente solo. En una ocasión, cuando debió cargar toneladas de caño, recurrió a su hijo. El muchacho era silencioso, también, como nosotros, y como el propio Quique. Lo poco que dijo fue: “Cuando al viejo se le mete algo en la cabeza…”. A lo largo de dos meses, Quique trabajó sin parar.

Nicolás hizo una pausa. La clase estaba en vilo. Estela lo observaba en una suerte de infatuación. Le suplicó con un gesto que continuara.

"No es la época, ni la cultura, ni el pasado de cada quien. El Mal es el Mal"

—Tras dos meses y medio, cuando ya templaba el frío, nos anunció que había encontrado y reparado la pérdida. Pero ahí no termina. Había que ir a la compañía, presentar el certificado de arreglo, recibir al supervisor oficial, y ahora sí, efectuar la prueba de hermeticidad. Por medio de la tramitación de Quique, se confirmó la reparación y nos reintegraron la conexión. Lo hizo solo. Era un trámite por el cual dos técnicos anteriores nos habían hablado de coimas. Quique lo resolvió exclusivamente con trabajo y dedicación. Me acordé de esto porque mi padre era el que más lo padecía: no solo por su tobillo, sino porque le resultaba insoportable que mi hermano y yo no estuviéramos cómodos en casa. El señor Bovary intenta arreglarle el pie a un muchacho con una malformación; y cuando fracasa, Ema se burla despiadadamente de su marido, lo desprecia.

—Cierto —murmuró Estela.

—Antes de marcharse —concluyó Nicolás— Quique le indicó a mi padre cómo debía masajearse el pie, todas las mañanas y todas las noches, y en qué posición debería ponerlo para caminar, al menos durante tres meses. Ahora mi padre camina perfectamente. No volvió a sentir dolor en el tobillo.

En la clase se escuchó un suspiro de alivio, como si la mayoría de los alumnos hubieran sido modificados por aquella historia. A Estela le brillaban los ojos.

—El mal —reflexionó Nicolás— no tiene sentido ni justificación. No es la época, ni la cultura, ni el pasado de cada quien. El Mal es el Mal. Nunca más volvimos a saber de Quique. Lo llamamos para otros inconvenientes, menores. Pero no reapareció. No respondió. Así como había aparecido sin que lo llamáramos, se esfumó sin que pudiéramos recuperarlo. En ocasiones simplemente quisiéramos agradecerle porque sí, regalarle algo. Pero es imposible de encontrar. Yo llegué a la conclusión de que el Bien tampoco tiene explicación.

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Marcelo Birmajer

Marcelo Birmajer nació en Buenos Aires en 1966. Ha publicado, entre otros títulos, las novelas Un crimen secundario (1992), El alma al diablo (1994), Tres mosqueteros(2001), La despedida (2010), El Club de las Necrológicas (2012) y Las nieves del tiempo (2014), El rescate del Mesías (2018); los relatos Fábulas salvajes (1996), Ser humano y otras desgracias (1997),Historias de hombres casados (1999), Nuevas historias de hombres casados (2001), Últimas historias de hombres casados (2004), además de la crónica El Once. Un recorrido personal (2006) y Libro de emergencia (2013). Es coautor del guión de la película El abrazo partido, ganadora del Oso de Plata en Berlín 2004. Escribe semanalmente en el diario Clarín. Ganó el premio Konex 2004 como uno de los cinco mejores escritores de la década 1994-2004 en el rubro Literatura Juvenil. Sus libros han sido traducidos al inglés, hebreo, neerlandés, esloveno, japonés, lituano, búlgaro, francés, coreano, italiano, portugués, rumano, alemán y estonio. En 2017 fue declarado por la Legislatura porteña Personalidad distinguida de la cultura de la Ciudad de Buenos Aires. El 29 enero de 2005 The New York Times dedicó dos páginas a una nota sobre su obra. Su más reciente novela es Martín Fierro, siglo XXI, en coautoría con Simón Birmajer.

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