Russell Banks ha conseguido aunar el noir, el western crepuscular y el drama en una novela, Aflicción, que probablemente sea el cénit de su carrera. En sus páginas encontramos la historia de un policía frustrado y deprimido que, tras un incidente acaecido en plena temporada de caza, se verá obligado a huir del pueblo dejando tras de sí todo un reguero de sangre.
En Zenda reproducimos las primeras páginas de Aflicción (Sexto Piso), de Russell Banks.
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Esta es la historia de la extraña conducta criminal de mi hermano mayor y de su desaparición. Nadie me ha empujado a revelar estas cosas; nadie me ha pedido que no lo haga. Los que lo queríamos simplemente ya no hablamos de Wade, ni entre nosotros ni con nadie. Casi es como si no hubiera existido, como si fuese de otra familia u otro lugar y apenas lo conociéramos y no hubiera por qué hablar de él. De modo que al contar su historia así, como hermano suyo, me alejo voluntariamente de la familia y de todos los que alguna vez lo quisieron.
Aun así, sé cómo piensan los demás. En secreto esperan haber entendido mal la historia de Wade y que yo la haya comprendido mejor o que al menos la cuente de forma que todos nos liberemos de la vergüenza y la rabia y de nuevo podamos hablar con afecto, durante la cena o un viaje largo, de nuestro hermano, marido, padre, amante, amigo; o preguntarnos de noche en la cama dónde estará ahora el pobrecillo, antes de quedarnos dormidos.
Eso no ocurrirá. Sin embargo, la contaré por ellos; para los demás, pero también para mí. Lo que quieren, a través de la narración, es recuperarlo; yo solo aspiro a liberarme de él. Su historia es el fantasma de mi vida y quiero exorcizarlo.
En cuanto al perdón, hay que hablar de ello, supongo, pero ¿quién de nosotros podrá ofrecerlo? Ni siquiera yo, a esta considerable distancia de los crímenes y el dolor. Perdonar a alguien significa que ya no hay que protegerse de él, y nosotros tendremos que protegernos de Wade mientras nos quede un hálito de vida. Además, ya es demasiado tarde para que el perdón pueda servirle de algo. Wade Whitehouse ha desaparecido. Y estoy convencido de que nunca volveremos a verlo.
Lo más importante –es decir, todo lo que da origen a la narración de esta historia– ocurrió durante una sola temporada de caza mayor en un pueblo pequeño, un villorrio, situado en un valle oscuro y boscoso al norte de New Hampshire, donde Wade nació y creció, igual que yo, y donde la mayor parte de la familia Whitehouse ha vivido durante cinco generaciones. Piensen en un cuento de hadas alemán de la Edad Media. Imaginen un racimo de casas viejas y nuevas, pero sobre todo viejas, un río que cruza, prados y altos árboles en los montes. El pueblo se llama Lawford y está a unos doscientos veinte kilómetros al norte de donde vivo ahora.
Aquel otoño Wade había cumplido cuarenta y un años y no andaba nada bien; en el pueblo todos lo sabían, pero a nadie le preocupaba especialmente. En los pueblos se ven ir y venir las crisis de la gente, y se aprende a esperar a que se disipen por sí solas: en su mayor parte las personas no cambian, sobre todo vistas de cerca; simplemente se vuelven más complejas.
Por tanto, todos los que conocían a Wade esperaban que se le pasara la melancolía, la racha alcohólica, la estúpida beligerancia. La crisis era un nítido bajorrelieve de su carácter. Incluso yo, que vivía muy al sur, a las afueras de Boston, confiaba en que se le pasase. Para mí era fácil. Tengo diez años menos que Wade y me alejé de la familia y de Lawford al terminar el instituto; en realidad hui de ellos, aunque a veces parezca que los abandoné. Fui el primero de la familia en ir a la universidad, llegué a ser profesor de enseñanza media y me convertí en una persona meticulosa, apegada a la rutina. Durante muchos años consideré a Wade un alcohólico triste, agresivo y estúpido, como nuestro padre, pero ahora que había cumplido los cuarenta sin suicidarse ni matar a nadie, yo esperaba que llegase a los cincuenta, los sesenta e incluso los setenta, igual que nuestro padre, de manera que no me inquietaba por él.
Aunque aquel otoño me visitó dos veces y solía hacerme largas llamadas telefónicas varias veces por semana después de pasarse horas bebiendo y ahuyentado a todos los que lo rodeaban, no me dio motivos más concretos para preocuparme. Escuché con pasividad sus confusas invectivas contra su exmujer, Lillian, sus lastimeras declaraciones de amor por su hija Jill y sus amenazas de infligir serios daños físicos a muchos de los que vivían y trabajaban con él, personas a quienes tenía obligación de proteger en su calidad de policía municipal. Preocupado por las minucias de mi propia vida, yo lo escuchaba como quien ve un aburrido culebrón y está demasiado absorto o distraído con los pormenores de su existencia como para levantarse a cambiar de canal.
Se le pasará, pensaba yo, igual que el dolor de su divorcio y el nuevo matrimonio de Lillian, seguido de su marcha del pueblo con Jill. Yo calculaba que se le pasaría al cabo de seis meses. Entonces ya habrían pasado tres años del divorcio, dos años del traslado de Lillian a Concord, al sur, y ya estaría bien entrada la primavera: la nieve fundida corriendo ladera abajo, los lagos liberándose del hielo, la luz resistiendo hasta el anochecer. A lo mejor se enamoraba de otra, pensaba yo. Había una mujer del pueblo, una tal Margie Fogg, con quien se acostaba de cuando en cuando, según decía, y de la que casi siempre hablaba en términos afectuosos. Pensé que, en cualquier caso, Jill se haría mayor algún día. Muchas veces los hijos crecen antes que los padres, obligándolos a madurar. Aunque no tengo hijos y no estoy casado, lo sé.
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Autor: Russell Bank. Traductor: Benito Gómez Ibáñez. Título: Aflicción. Editorial: Sexto Piso. Venta: Todos tus libros.
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