Es conocida la recomendación de Ernest Hemingway sobre que los escritores debían transcurrir alguna temporada en la redacción de un periódico. No sé si luego agregó que una vez fuera de allí debían olvidarse de que alguna vez estuvieron por esos lados, pero me gusta pensar que debe de ser así, ya que la literatura no creo que deba serle feudataria al periodismo, aunque existan algunos cronistas obcecados en esa idea reiterada. La literatura, como espacio de ficción, debe tributarse a la imaginación y al poder de la palabra. Con esto también podemos insistir que un ensayo adeuda su interés al poder de la palabra y la vida como experiencia (aunque sublimada) como también el periodismo y la crónica en sus particularidades. Hablando sobre estas vecindades, muchos escritores tocaron la puerta a los todopoderosos estudios de Hollywood. William Faulkner fue uno de ellos, sin el más mínimo éxito, huelga decir. Paolo Sorrentino, el multifacético escritor italiano, escribe sus novelas y luego las lleva él mismo al cine como director y guionista. No olvidemos que esa Gesamtkunstwerk, la obra de arte total, la inició Richard Wagner, quien escribía las letras y la música de sus óperas. Hay diferentes esquinas y esquinazos. Esta totalidad en la visión de la obra de arte la recoge particularmente el cine a partir del siglo XX. Guillermo Arriaga (México, 1958) es escritor, y director de cine. No le gusta que lo llamen guionista, porque el término le parece despectivo y presume que el escritor realiza una guía para el director y sugiere reivindicar el texto o el libro cinematográfico como obra literaria [1]. Conversando con Clara Elvira Ospina, Arriaga abunda en que quiere contar una historia y no dar un mensaje, pero que esas historias las escribe el inconsciente.[2] Se define como “un cazador que trabaja como escritor”. Su primera película, en rigor un documental, Campeones sin límites, data de 1987, mientras su primera novela, Escuadrón guillotina, es de 1991.
Como defensor de la integralidad de la escritura, Arriaga sostiene que esta no se desdobla. Que el escritor no asume una personalidad particular al escribir un texto cinematográfico que cuando escribe una novela. Que se trata de un oficio blindado en un sentido ortodoxo, y que corresponde al escritor defender esa postura insobornable. “Como te vendas te compran”, ha repetido en diversos foros sobre la materia. De allí que, al honrar la autoría de una película, no puede bastar ni ser justo que la película sea del director, sino que es de un nosotros, donde se afirma estelarmente el escritor. Ha mantenido que en ese escribir novelas o hacerlo para cine debe privar el punto de vista y que la escritura implica una identidad que hay que respetar y estimar [3]. Ante la hoja blanca ha creado películas como Amores perros, Babel, 21 gramos, Los tres entierros de Melquíades Estrada, entre muchas otras. La secuencialidad de este elenco es notable en la estructuración de las historias. De hecho, respecto a Amores perros, Babel y 21 gramos, se ha apreciado que representarían la nueva ola del cine mexicano, que forma una trilogía de la muerte. [4] En todo caso, la muerte es un elemento consustancial en la cultura mexicana, desde los sacrificios rituales aztecas hasta la celebración del Día de los Muertos, y puede afirmarse que vida y muerte cohabitan plácidamente en ese país [5] y, a veces, como lo garabateaba el venerable Juan Rulfo, no se sabe con claridad en qué posible orilla puede hallarse un alma. En todas las películas de Guillermo Arriaga está presente México de cuerpo entero, con sus contradicciones, con su historia, con su personalidad volcánica, con sus aluviones y conquistas, con su violencia secular y, muy especialmente, con su idioma. Hay una escena entrañable en Los tres entierros de Melquíades Estrada en que un anciano vaquero ciego escucha una estación de radio mexicana y le preguntan si habla español. Responde que no, que escucha la radio sin entender una palabra, pero que le gusta cómo suena el idioma español.
La experiencia con las películas que ha escrito merece muchas líneas, pero apenas las menciono porque mi interés por Arriaga se centra en un reciente libro que ha caído en mis manos y cuya narración electrizante es irrenunciable, y enviciante (el speed adicto literario de las primeras doscientas páginas es de antología). Se trata de la novela Salvar el fuego [6], premiada con el Premio Alfaguara de Novela 2020 [7]. El acompañamiento de un premio no representa garantía alguna. Recientemente realicé un esfuerzo para leer a la trilogía de escritores que escogió el pseudónimo de Carmen Mola y que se vio recompensada con el premio Planeta 2018. El esfuerzo fue brevísimo, no pasé de las primeras veinte páginas sin remordimiento alguno, y no me arrepiento de haber abortado la lectura de una de esas novelas pensadas para veraneantes y lectores al margen de los grandes dilemas, que simplemente buscan una distracción del mismo modo que consumen comida chatarra. Salvar el fuego no es una novela que hace concesiones a un lector frívolo o despreocupado: todo lo contrario, lo obliga a encarar lo desagradable, lo impúdico, la inmundicia, el lado podrido de la conciencia, el drama de los olvidados, la violencia cruel e ilimitada del narcotráfico, y lo constriñe a coexistir, más que con la violencia, con el mal instalado en las sociedades latinoamericanas donde todo parece apuntar a que ese mal se ha arrellanado en las poltronas de la historia para permanecer y hacer gala de su hegemonía. Ese mal, que no es una invocación teológica, o la referencia de algún catecismo, vive transversalmente en las sociedades, especialmente la mexicana, y ha conquistado las manifestaciones de lo cotidiano: la política, la economía, la relación entre los ciudadanos, y actúa como un agente permanente de la banalización de la muerte. En ese México cruel e implacable del narco, la muerte no llega a ser ni siquiera una estadística sino una costumbre que viene precedida por la tortura y las violaciones a los derechos humanos en la forma más habitual y consentida, sin que a nadie le valga madres, como tanto se reitera en la novela. La literatura, por cierto, es palabra y subsidiariamente acción. Con ello quiero decir que prevalece la orfebrería de la palabra (al menos para quienes distinguimos la literatura como un arte y no como un entretenimiento que disipa el aburrimiento) y cualquier acción enmarcada dentro del texto es producto de la elaboración de esa palabra. Arriaga lleva el tratamiento de la palabra a niveles impetuosos, en los que se produce un homenaje al idioma castellano como el de aquel cowboy que lo escuchaba con regocijo por su música inherente. Y no es precisamente un texto eufónico, de esos con que se consolaba Flaubert en sus ditirambos esteticistas, sino que esa palabra que irrumpe puede ser bestial, perversa, encarnizada y causar daño como el ambiente que la alienta. La construcción de este admirable río caudaloso de palabras de la novela se transmuta en un magma que atropella todo por delante con su indómita brasa purificadora y demoledora.
Curiosamente, no es una historia de narcos sino enmarcada en el mundo del narco, y a pesar de su violencia en todos los recodos, es una historia de amor. ¿Puede el amor existir en medio del aquelarre? ¿Es posible plantear una relación amorosa que metabolice el daño y la dicha, la calamidad y la buena ventura, el estrago y la fortaleza, que los junte en un experimento condescendiente como expresión de un país que se debate entre los extremos, o simplemente esa cadena amorosa se convierte en violencia y pierde su perspectiva unitiva en beneficio de la siempre destrucción? Pongo en duda que esta dialéctica se avenga a una redención. Entre José Cuauhtémoc Huiztlic y Marina Longines el amor llega en forma de precipitación, más que bajo la elegante definición del coup de foudre que vaticinan las historias auspiciosas. Definir a José Cuahtémoc como un delincuente sería incompleto, injusto, una etiqueta cercenada y tendenciosa sin mencionar la candidez que encierra, para alguien que ha rociado de gasolina a su padre y lo ha quemado vivo sin contrición alguna. De hecho, es un personaje que no se muestra, que no se descubre y que no se devela. Es pura voluntad hermanada con el crimen y el trastorno y algunos engañosos destellos de optimismo, con un propósito evidente: continuar en la infamia, a pesar de que en el camino se encuentre con la literatura, con la que urde una posible alianza salvadora, quizá para mejor entender esa precipitación de amor con la que igualmente se tropieza sin entenderlo del todo como no sea para ejercer primariamente su machismo. José Cuahtémoc ha incendiado a su padre, un intelectual tiránico y maltratador, enlazado a la cadena clientelar de la revolución mexicana, experta en la burocracia, la mordida y los privilegios de una falsa sociedad igualitaria sobrevenida. Se venga de su humillación y de la violencia del padre, que es histórica y no tiene solución. Su violencia no sólo es física sino mucho peor, moral, y se origina en el resentimiento histórico del indigenismo mexicano, desplazado por la conquista española. Ceferino Huiztlic es un indio que ha escalado todas las posiciones intelectuales en una sociedad que premia el intelecto, pero nada le basta, habla de una revolución racial, de la destrucción de lo establecido, aborrece naturalmente a los Estados Unidos (los imperios se sustituyen en el desprecio y el vecino del norte sustituye a España en la inquina). Es un personaje basal y fundacional que referencia el rencor eterno, inextinguible e invencible. Ceferino es un personaje que es citado, pero nunca se apersona en la narración, sino por boca de otro hijo, blandengue y menor, víctima igualmente del maltrato y la aversión del padre. Ceferino es iracundo por origen y destino, se impone un destino tiránico y exitoso, pero la sangre irascible azteca lo destruye y sacrifica mil veces en los altares del día a día. Nunca se acomodará en una sociedad que le es ajena y extraña. Configura la némesis de Benito Juárez, a quien invoca como modelo, pero ultima su negación cuando rechaza la sociedad en la que habita. Tal vez es el personaje más incendiario y fascinante de la novela, no porque haya perecido en el fuego, sino porque ha sido capaz de preservar, de salvar un fuego hasta convertir todo en cenizas, comenzando por sí mismo y la prole que lo sucede. Su hijo, José Cuahtémoc, lo suplanta en su legado, pero con propósitos subalternos, al caer en las redes del delito y terminar en la cárcel. En comparación con su padre, es un mero activista del mal, un rompe huesos con malas mañas, un recoge piedras envilecido, no el creador del nihilismo que fue Ceferino, verdadero e inimitable Satán mesoamericano.
Marina Longines es coreógrafa y dirige con éxito Danzamantes, una compañía de danza contemporánea. Al contrario de José Cuahtémoc, es la imagen del establishment, de la cultura del teatro y la representación, del buen gusto, de privilegiados que viven en casas confeccionadas por arquitectos de marca y magazine, rodeada de lujos, arte y nannies, con una familia establecida, próspera y amigos millonarios, curiosamente explotadores económicos y mecenas, de acuerdo con los predicamentos de la novela. A uno de ellos no le tiembla el pulso financiero para hacer una millonaria donación a una cárcel que incluye un edificio para eventos culturales, de donde han nacido la presentación de la compañía de danza y los talleres literarios. Justamente es en una de esas actividades edificantes donde se mezcla el aceite y el vinagre, el bien y el mal, el alfa y el omega, entre Marina y José Cuahtémoc para dar lugar a una relación explosiva que también se lleva cuanto puede sin reparo. La muy burguesa y fresa Marina termina arrastrada por el crimen y el terror. ¿Es posible que mundos tan disímiles ensayen esta lógica de la dinamita social? Más allá de los casos que se leen en periódicos y revistas amarillistas de mujeres libres que se acercan a los condenados a muerte o asesinos en serie, ¿es de veras plausible que en una sociedad tan estratificada como la mexicana sucedan estos arrebatos y estas parejerías de laboratorio? Más allá de cualquier verosimilitud, preocupación que no le pertenece a la literatura, en este orbe de nuestros días, tan cosificado y rutinario, tan poco épico, que ahuyenta toda epopeya y cualquier aventura, Marina es un personaje que se ve tentada por la imperiosa necesidad de vivir, aunque sea del lado equivocado. En uno de los momentos culminantes de la novela, cuando José Cuahtémoc le anuncia que está parado frente a su casa, ella se repite su salmodia cartesiana: “Marina, piensa, piensa”. Pero abjura de sus diques racionales, a su estética del buen gusto, al culto por lo impecable, y se deja arrastrar por la cloaca moral, por los furores de una perversión que anhela, en la que al menos se reconoce como auténtica. Escuché a Guillermo Arriaga decir en una conferencia (no es el primero en decirlo ni el más original en sostenerlo) que el tatuaje se había puesto tan de moda porque estos ciudadanos iguales y trillados necesitan heridas que no tienen, cicatrices que no han acumulado y vidas que no han vivido. Tal vez por ello Marina dimite al traje hecho a la medida que ufana, a su educación, a su formación y se despeña por lo prohibido, desde la otra acera donde no valen las restricciones ni los pudores, donde es lícito el mal gusto y se celebra la roña, pero es obligatoria la vida. Y esa obligatoriedad de vida, esa necesidad de navegar con remos propios y no conducida por la corriente acostumbrada, es la que dirige los propósitos y la bitácora de esta tremenda y poderosa novela, a pesar de que los capítulos finales hayan cedido a la tentación de lo previsible, la repetición y lo folletinesco, quién sabe si con el impulso de los seriados de Netflix susurrando al inconsciente del autor. Esta es una novela de adrenalina, de un torrente sanguíneo desbordado a la par de ese país, extraño, complejo, violento, frenético e inasible como lo es el propio México, “tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos”.
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[1] Conferencia Magistral de Guion Cinematográfico por Guillermo Arriaga. Universidad de la Comunicación.
[2] https://www.youtube.com/watch?v=HdkpT0Gqr9E
[3] Conferencia Magistral de Guion, Op. Cit.
[4] Borreye, Orla Juliette. The Significance of the Queer and the Dog in Alejandro González Iñárritu’s Amores perros (2000): a Masculinity at War. https://web.archive.org/web/20180912182121/http://widescreenjournal.org/index.php/journal/article/view/60/99 Borreye sostiene que la masculinidad en el filme representa un retorno al instinto animal y que las peleas de perros son una metaforización del enfrentamiento entre los personajes.
[5] De hecho, ocurre con frecuencia una minimización de la muerte como en el cuento breve de José Emilio Pacheco: “Yo no lo maté: él solito se le atravesó a la bala.” https://www.literatura.us/josee/minima.html
[6] Arriaga, Guillermo. Salvar el fuego. Alfaguara, Miami 2021.
[7] El veredicto del jurado del XXIII Premio Alfaguara de Novela concluyó que «Salvar el fuego es una novela polifónica que narra con intensidad y con excepcional dinamismo una historia de violencia en el México contemporáneo donde el amor y la redención aún son posibles. El autor se sirve tanto de una extraordinaria fuerza visual como de la recreación y reinvención del lenguaje coloquial para lograr una obra de inquietante verosimilitud. Los distintos planos narrativos tienen como hilo conductor el cuerpo humano, motivo de celebración y expuesto a numerosos excesos«. Ibidem. El resaltado es mío: la última frase de los jurados me ha parecido ambigua y extraña, y parece relacionarse adecuadamente con el informe de una autopsia.
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