Uno de los reclamos turísticos con más gancho de Pompeya son los moldes de yeso de los cadáveres de las víctimas de la erupción del Vesubio en el año 79 después de Cristo. Fue al arqueólogo Giuseppe Fiorelli a quien se le ocurrió, al encontrar huecos en la ceniza que se correspondían con los enterrados en ella, llenar esos huecos con yeso líquido para obtener moldes de los cuerpos originales cuya materia orgánica había desaparecido casi por completo. Y el método resultó tan eficaz que hoy puede contemplarse un centenar de figuras, de yeso aunque del todo reales, con las posturas, actitudes e incluso gestos que tenían en el momento exacto en que la nube tóxica y ardiente los envolvió, matándolos en poco más de un minuto, a unos 400 grados de temperatura.
Entre ese centenar de cuerpos inmovilizados como una fotografía tridimensional, antigua de veinte siglos, hay tres que me interesan especialmente. Están cerca del pórtico del anfiteatro y fueron identificados por los arqueólogos como dos gladiadores y una joven dama romana que parece de buena posición, engalanada con sus joyas. Yacen los tres juntos, sorprendidos allí por la nube mortal que mató al menos a un tercio de los 15.000 habitantes de la ciudad. Y como al fin y al cabo soy un novelista con tendencia natural y profesional a imaginar y contar historias, no puedo evitar detenerme en ésa. En convertirla de algún modo en mi episodio favorito, el más interesante de cuantos tuvieron lugar en Pompeya ese trágico día que Plinio el Joven, testigo presencial, relataría en dos cartas al escritor Tácito: «Una densa nube negra se cernía sobre nosotros y nos seguía como un torrente… Muchos rogaban la ayuda de los dioses. Otros creían que ya no había dioses en ninguna parte y que esa noche sería eterna y la última del universo».
Así que vámonos allí, a Pompeya. Mientras la densa nube negra se cierne sobre la ciudad y la gente huye y muere entre lava y cenizas, yo, el novelista, imagino por mi cuenta la historia que deseo imaginar. El relato ficticio, o tal vez no tanto, de la mujer joven y rica y los dos gladiadores. Ella, quiero suponer —nada puede oponerse a que así lo haga— es esposa de algún alto funcionario del estado, o quizá de un comerciante con dinero, mercader de cueros o vinos que la ha rodeado de lujo y cubierto de joyas. Vive en una espléndida villa de las afueras y no le falta de nada excepto lo que a escondidas encuentra en un hombre que no es su marido: un gladiador fuerte, duro, silencioso, al que por primera vez vio cubierto de sudor y sangre, con el que mantiene citas clandestinas cuando el marido está de viaje o ella va a la ciudad con cualquier pretexto. Un hombre rudo, elemental, tal vez ni siquiera inteligente, que quizás no valga para otra cosa que para matar en la arena y complacer a mujeres que le den a cambio un puñado de sestercios.
La mañana de la erupción, del desastre, intuyendo la tragedia que se avecina, la mujer se carga con sus joyas más valiosas y corre en dirección contraria a la de la multitud fugitiva, al lugar donde su instinto la guía: el cuartel de los gladiadores, en busca del único hombre en el que en un desastre confía. Lo encuentra, al fin, cuando en compañía de un camarada pretende abrirse paso hacia la costa. Y así, reunidos los tres, caminan bajo el cielo negro, resguardándose con los mantos de la lluvia de cascotes y cenizas, flanqueando los dos hombres a la mujer que los retrasa pero a la que protegen, espada en mano, de los atropellos de la multitud aterrorizada. De ese modo caminan casi a ciegas, hasta que una nube más oscura, tóxica y ardiente los alcanza. Y en los últimos segundos, antes de que la noche los abrace a los tres para inmovilizarlos juntos durante dos mil años, ella mira a los dos hombres duros, estoicos y callados, resignados por oficio a su suerte, y piensa que nunca habría encontrado mejor compañía para morir.
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Publicado el 2 de febrero de 2024 en XL Semanal.
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