Cuando Juan Marsé decidió abandonar el jurado de la 54ª edición del Premio Planeta, tras una agria polémica en torno a la calidad del premio con la ganadora, María de la Pau Janer, y el finalista, Jaime Bayly, espetó a la primera en un momento de la discusión (no cito textualmente) que él hablaba de literatura, no de mundo literario. Ella se quitó el muerto de encima aludiendo a la fama de enfant terrible, a pesar de que ya no tenía edad para ello, del escritor catalán y su afán siempre provocador.
¿Pero estaba siendo realmente Juan Marsé provocador? O, mejor dicho, ¿su único interés era la mera provocación? Porque, ¿de qué hablamos nosotros? Críticos, reseñadores de medio pelo o melena suelta, editores, libreros, agentes…, y, por supuesto, escritores. ¿Qué fomentamos: la literatura o el mundo literario? Es más, ¿tendría cabida, a día de hoy, una literatura al margen del mundo literario? ¿Se equivocaba Marsé y referirse a una cosa es referirse, sin remisión, a la otra?
Eso es lo que cada quince días intentaremos (intentaré) descubrir en esta columna sin ánimo de ser condescendiente con la literatura, mucho menos con el mundo literario. Y con ánimo, por qué no, no sé si de provocar, pero sí de agitar un poco el árbol en busca de que caigan algunas de sus nueces.
Para abrir boca, y una vez hechas las presentaciones y con la declaración de intenciones por delante, como reclamaba don Juan Tenorio, vayamos a lo importante, que son los guarismos.
Presumo de ser eso que algunos llaman —vaya usted a saber por qué— un lector entendido. Es decir, alguien que lee una cantidad suficiente de libros al año (que, en mi caso, bien pudiera encontrarse entre los sesenta y cinco y ochenta) y, por lo tanto, le permite tener un juicio presuntamente formado sobre la materia de la que habla, en este caso la literatura. Además he recorrido varios puestos dentro del sector editorial: lector profesional, corrector, editor, librero, escritor… Lo que, también presuntamente, me ofrece una perspectiva global de la situación.
Bien, por realizar una falsa estadística a ojo de buen cubero, aunque probablemente bastante ajustada a la realidad, diré que termino alrededor de uno de cada cinco libros de los que empiezo. El otro día el escritor Juan Jacinto Muñoz Rengel reconocía en una entrevista en el diario El País que en su caso también eran cuatro de cada cinco los que no finalizaba. Es decir, alrededor de un 20 %. Lo que supone entre 13 y 16 libros de ese total comprendido entre 65 y 80. O expresado de otro modo, si alcanzase 65 libros finalizados es porque previamente habría abierto 325.
Añadamos a estos datos, que muchos de ellos los hojeo siguiendo las recomendaciones en forma de reseña de otros lectores entendidos y también con una opinión formada. Otros, sin más, porque me llaman la atención dentro de los anaqueles de librerías o bibliotecas —por cierto, los que suelo concluir—.
Parece indudable que algo está fallando. Bien pudiera ser mi criterio, claro está, y mis estándares de calidad, que se han vuelto de una exigencia suma y de un sibaritismo que roza la pedantería. Pero no lo creo. Soy hombre de buen comer, también en lo que a literatura se refiere. Volviendo a nuestro querido don Juan, yo a los bestsellers bajé, yo a los intelectuales subí y todos ellos dejaron alguna huella en mí.
No, no se trata de que yo me haya convertido en un tipo de difícil contento. Sino de que todos los que nos empeñamos en vender a la gente las virtudes y bondades de la lectura, le estamos haciendo un flaco favor a la misma, dispuestos a convertir la literatura en un mercadeo de favores debidos. Un chiringo playero donde cada uno paga la ronda cuando le toca y espera después a que le devuelvan la invitación cuando corresponda.
El sector se queja constantemente de la falta de parroquianos —lectores—, pero se mira poco hacia dentro y mucho al ombligo. No tiene ningún complejo en saturar el mercado editorial de obras que bien podrían quedarse en los discos duros de los ordenadores de los escritores y posteriormente, no contento con ello, convencer a quien pase por allí de los beneficios que le harán sus lecturas. De algún modo hay que quitarse de encima el excedente, aunque sea ofreciéndolo a precio de saldo.
Dejemos la literatura a un lado y hablemos de peras y manzanas, como le gustaba a una inefable alcaldesa madrileña. ¿Alguien se arriesgaría a meter la mano en el cesto —por mucho que lo recomendase el frutero— sabiendo que lo más probable es que saque la que saque hay pocas probabilidades de que esté en buen estado? Obvio la respuesta.
No eludo que mis argumentos son de fácil refutación. Cualquiera podría decir que la literatura no es algo objetivable, ni siquiera mínimamente. Tan solo es cuestión de criterios; para gustos, los colores.
Perfecto, acepto pulpo como animal de compañía. Esto no es un chiringuito playero, ni mal ni bien intencionado, simplemente es cuestión de gustos. Lo que no sé es si me tranquiliza o me preocupa la premisa.
¿Qué fiabilidad ofrecería por ejemplo el sector de la fontanería, si resulta que la opinión del profesional a la hora de cómo debe repararse la rotura en la cañería fuese igual de válida que la del vecino jubilado en banca de la puerta de enfrente?
Si queremos impulsar la lectura, si queremos que los lectores aumenten, si de verdad creemos que dentro de la letra impresa se encuentra una experiencia lisérgica de beneficios incalculables, más valdría que nos preocupáramos de la literatura y nos ocupáramos menos del mundo literario.
De no ser así, seguiremos siendo unos cuantos los que nos arriesguemos a meter la mano en el banasto de las peras y las manzanas con la esperanza de que salga una comestible y compense todas las anteriores.
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