Ocurre cada año por estas fechas. Se congregan junto a los cascos deshechos por el tiempo de las cóncavas naves, esas embarcaciones que antaño fueron negras y hoy están varadas en la playa, roídas por el salitre, el viento y la lluvia. Van llegando despacio, solos o en parejas, tan quebrados de achaques que ni su perro los reconocería. Algunos apenas pueden caminar erguidos; tienen el cabello ralo y escaso, la barba poblada de canas, la piel surcada de arrugas y viejas cicatrices. Se reconocen al encontrarse de nuevo, pero lo hacen sin aspavientos ni exclamaciones de alegría. Sólo una sonrisa, un brillo fugaz en los ojos fatigados, palabras breves dichas en voz baja. Se buscan con la mirada, pasando lista, reconociendo a los que todavía acuden, advirtiendo las ausencias que cada año son más numerosas. Clarean demasiado las antiguas filas que en otro tiempo, en otra vida, fueron líneas compactas de hombres vigorosos cubiertos de bronce, falanges erizadas de lanzas cuyas puntas relucían al sol sobre los escudos. Guerreros de tremolantes cascos y bien labradas grebas, cuyos gritos de pelea infundían pavor en el corazón de los enemigos.
Sólo aquí es posible reconocerlos, en esta playa bajo las estrellas impasibles, cuando se reúnen en torno a lo que queda de ellos, a su cansada memoria y su escueto futuro donde ya sólo vislumbran el pasado. A las causas en las que en otro tiempo creyeron y por las que pelearon. Al sueño de un mundo que intentaron cambiar con su inteligencia y su valentía, y que por un momento muy breve, sólo veinte o treinta siglos, se estremeció asombrado mientras ellos voceaban su coraje, roncos de pelear, y derramaban la sangre, y mataban y morían por palabras como fidelidad, compromiso, solidaridad, humanidad, civilización, cultura y quizás Europa, o cierta idea de ella nacida de ese mar viejo y sabio, única y verdadera patria, del que surgió casi todo: aceite dorado como oro líquido, mármol donde se esculpieron héroes y dioses, antiguos poemas, vino color del atardecer, hombres y mujeres atezados de sol y siglos que sin pretenderlo, sin saberlo siquiera, hicieron el mundo mejor y más luminoso de lo que había sido y sería nunca.
Los observo cada año en estos días singulares, mientras caminan despacio ante la sonrisa despectiva de quienes, pese a deberles cuanto les deben, ni los reconocen, ni los recuerdan, ni los comprenden. A la luz rojiza de la fogata reconozco los rostros de los últimos expugnadores de ciudades: los que no se perdieron en los combates, o en el mar, o fueron asesinados a su regreso en palacios y mansiones, en hogares donde se convertían en intrusos molestos, en extranjeros. Los miro congregarse fieles, viejos, cansados, irguiéndose un instante cuando un ademán, una palabra, un recuerdo, les devuelve lo que fueron antes de ser lo que ahora son. Levantando la vista a la bóveda de estrellas por las que en otro tiempo, cuando no había agujas imantadas, ni cartas náuticas, ni localizadores geográficos, se guiaban en las noches oscuras mientras sus proas cortaban silenciosas la superficie quieta del mar. Y así, cada año por estas fechas, los veteranos de la guerra de Troya alzan el rostro hacia su pasado, cuando el mundo los respetaba y temía, y esperaba de ellos hazañas que cambiasen la historia de los tiempos. Los veo contemplar con sonrisa fatigada, melancólica, el cielo nocturno del que hace mucho desaparecieron los dioses: esos viejos enemigos que gracias a ellos, a unos cuantos hombres y mujeres que hoy se extinguen silenciosos, casi olvidados, ya no nos gobiernan ni maltratan con sus odios y sus favores.
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Publicado el 27 de diciembre de 2023 en XL Semanal.
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