Si no recuerdo mal, fue Unamuno quien dijo que era tan importante tener buena memoria como tener buen olvido. Esta ardua dialéctica es el tema principal de El sueño de Leteo (Renacimiento, 2023), el último —y probablemente el mejor— poemario del catedrático en literatura hispanoamericana de la Universidad de Murcia, Vicente Cervera Salinas. El Leteo, que en griego significa “olvido”, era uno de los ríos del Hades, cuyas aguas provocaban en las almas recién llegadas el olvido de su vida pasada. Pero así como la muerte es una de las formas con que se abre paso la vida, el olvido es una forma de acceder a un nuevo tipo de recuerdo. De ahí que el título no sólo pueda referirse al soñoliento olvido que provoca el paso de las aguas del río del tiempo, sino también al sueño del mismo olvido, que sería una de las formas de la memoria. Y también una de las formas del duelo. Porque ése es el otro gran tema de El sueño de Leteo, la superación de una experiencia traumática, que debe ser, a la vez, superada, en tanto que herida, e integrada, en tanto que recuerdo vivo. Como dice Freud, en Duelo y melancolía, el duelo permite la consumación del luto, en virtud del cual el sujeto vuelve a abrirse al mundo —que había rechazado por haber dejado de incluir al objeto de la pérdida—, mientras que la melancolía es la incapacidad de consumar el duelo y la permanencia en un rechazo nihilista de ese mundo ingrato, al que odiamos por habérsenos adelantado en la dura tarea de olvidar recordando al ser añorado.
En “Leteo”, Vicente Cervera considera la necesidad de que olvidemos nuestro falso ser (“Olvida a quien no eres”), para recuperar el antiguo proyecto existencial, oscuramente conservado “en el manuscrito / que salvaste en la infancia inmaculada”. Pero ese ser más verdadero no es una esencia que deba ser recuperada de forma nostálgica y pasiva, lo cual implicaría someternos a un nuevo falso valor heterónomo, sino el objeto de una búsqueda asintótica “en la turbia corriente / cuyo curso furtivo aún te arrastra / sin que logres su nombre conjurar”. No sabríamos a qué deberíamos ser fieles, pero sí que debemos permanecer leales. Este poema pórtico se nos presenta, a la vez, como un arte poética y un arte existencial, pues el objetivo, siempre olvidado, es convertirnos en poetas de nuestras propias vidas. Funciona como un ejercicio filosófico de mneme, o recordatorio, de esa promesa original, de la que Marina Garcés nos ha hablado recientemente en El tiempo de la promesa.
En “Unidos en Eleusis”, el poeta se despide, no tanto de un amigo (“Querido amigo, mi doncel”), al que puede seguir viendo, como del ser que fue en una época luminosa (“Fiel amigo, ¿dónde te hallas?”), que desea conservar en el recuerdo: “Mas no caeré en la odiosa cobardía, / la que me obliga a renunciar a ti”. La referencia a los misterios de Eleusis, en los que se rendía culto a Deméter y a Perséfone, y que nos remiten a la risa dionisíaca y regeneradora que Baubo supo provocar en la diosa Deméter, símbolo del renacer de las cosas, llevan al poeta a esperar algún tipo de renovación, o recuperación, que les permita volver a disfrutar juntos aunque sea del recuerdo de aquella época añorada: “Unidos en Eleusis, poetas del Leteo”.
En “La inocencia”, el poeta lamenta no poder seguir ayudando al amigo (“Y mis brazos, la exhausta / voz, no pueden sostenerte en el vacío”), quien debe realizar un camino de renovación que nadie puede realizar por él. Con todo, el poeta espera que algún día se produzca el reencuentro, a partir del cual ambos puedan entonar juntos “el dulce canto de alegría” que acompañó aquella época en la que se asomaron a la vida de forma auténtica y peligrosa: “la inocencia terrible / del visionario de incauto corazón”.
En “Anima dannata”, que toma su título del célebre busto de un alma condenada que realizó Bernini en el siglo XVII, se evoca el recuerdo del amigo antes de la caída: “así lo veo aún”. Su camino, “desorientado, mas nunca perdido”, es admirable. Pero el poeta tiene miedo de que pueda suceder que “algún viento / helado, tal vez pulcro y sinuoso, / lo corrompa y envilezca”. Porque aquella ausencia sería mucho más triste que la que ahora lamenta: “¿En qué punto iremos a derramar / turbias lágrimas de ausencia?”.
En “Mi maestro”, Cervera practica la gratitud como una de las formas de llevar a cabo el duelo. Del mismo modo que José Martí dice, en su Ismaelillo, que es hijo de su hijo, el maestro es aquí discípulo del discípulo. El amigo llorado ha sido un maestro de vida (“Maestro velado”), y sus enseñanzas son el modo en que permanece vivo en su propia vida, un modo inmanente de la eternidad. ¿Y su lección? Haberle enseñado a “humanizar el mármol veteado donde tuvo / frío asiento la razón en majestad”.
En “Del absurdo”, el poeta vuelve a recordar cómo en aquella época desaparecida, el amigo y él hicieron “posible lo imposible”. Si bien algo de los dos se extravió en aquellas aventuras: “no supimos / regresar del absurdo”. De ahí que el poeta se sienta culpable, como si sufriese el complejo del superviviente. Como si hubiese tenido que quedarse en la locura, en el lugar del amigo: “Tú apenas reconoces qué silueta proyecta / mi sombra ni sabes si se pierde / en la distancia o se deforma cabizbaja”. Orfeo debe seguir su camino.
En “Del sueño”, se evoca el paraíso de la juventud inconsciente, en el que “dormía sin escuchar los goznes”, y “un mundo salvaje presidía nuestras / tiernas vigilias”. Pero ese mundo se ha agrietado, y la unidad ontológica que caracteriza todo paraíso (y que hizo creer a muchos que allí era imposible reír, porque la risa surge de la distancia del ser de las cosas respecto de su deber ser) se ha roto: “Se mostraron los eternos instersticios de sinrazón”. Debajo está la nada, o el absurdo. Como dicen los sherpas: “No mires abajo”.
La segunda parte del libro reúne doce poemas, en los que el poeta realiza el esfuerzo de volver a abrirse a la vida. El primero de ellos, titulado “Over the Rainbow”, es un poema de reencuentro y resurrección. En él, la vida renace machadianamente sin saber cómo (“De algún modo sucedió”). Cierto día “bajé a la vida y allí esperaba, radiante, / mi otro yo: la fecha, el nombre y el árbol / de la genealogía”. Como en “Apogeo del apio”, de Pablo Neruda, se produce un cambio de luz, la melancolía es superada, el nihilismo, aniquilado, y el misterio eleusino del renacimiento se produce una vez más.
En “Algarabía”, la voz inmanente de la naturaleza, representada por los gorriones, que “traducen la voz de Dios”, al cultivar “su arte en el rosáceo / declinar o al precipitado anuncio de otro día”, enuncia el más importante de sus mandamientos: “Quiérete”. Porque la toma de conciencia de nuestra participación en el Deus sive natura, no puede hacer más que transformar el amor universal por el mundo en el amor particular por uno mismo.
En “Bremen”, Vicente Cervera opone al miedo el amor por la música, una de cuyas formas más excelsas es la risa. Quizás sobreinterpreto, pero no puedo evitar pensar en los músicos de Bremen, esos cuatro alegres animales a la fuga, que gracias a su amistad y su valor, logran hacerse un lugar en el mundo: “amigos fieles / de la vida, del innato deseo / de alcanzar un hospedaje”. La visión de cuatro animales cantando, uno encima del otro, es un buen símbolo de la articulación epicúreo-ilustrada del principio hedonista y la colaboración política: “Más allá / de la condena, en cascabeles, pompas / y timbales, heroicos e invisibles, / bajo un techo de interludios y fugas”.
“Clamor” es, quizás, mi poema preferido. Empieza con un beatus ille, en la línea de la “Epístola moral a Fabio”, de Andrés Fernández de Andrada, quien cifró su voluntad de retiro en un verso feliz, que dice: “Un ángulo me basta”. No menos feliz, Vicente Cervera desea “respirar la luz del tiempo / en la compañía de algunos libros”, y gozar las “súbitas presencias de adorados / seres”. No quiere vivir de forma inconsciente, para que no le suceda, como temía Thoreau, que, llegada la hora de morir, descubra que no ha vivido. De ahí cierto imperativo de reflexividad metafísica: “conocer / los minutos traidores que se quieren / escapar sin haberlos percibido”. Para lo cual tiene un verdadero maestro. Un gato, que, como diría Borges, ignora su mortalidad. Sólo así se puede vivir, en palabras de Epicuro, “como si fuésemos dioses”. O gatos.
En “L’atelier”, el poeta parece hacer su propia necrológica. Desde un futuro que esperamos lejano, recuerda el taller en el que “decidió vivir sus últimos años”. ¿Cómo? “Luchando con su ángel / y sus sueños, desnudo frente al tigre / y casi siempre altivo ante el misterio”. Celebra no haber perdido la vida persiguiendo “fuegos espurios” ni “insensatos deseos”. Y, gracias a todo ello, se imagina muriendo a lo grande, como le instaba Dylan Thomas a su padre: “por más que su coraje al fin se agriete. / Por más que palidezca su fulgor”.
La tercera parte de El sueño de Leteo está compuesta por tres únicos poemas: “El pañuelo”, en el que el juego del pañuelo simboliza o el deseo o la vida o la oportunidad o el tiempo, algo que, en todo caso, hay que atrapar antes que la muerte, para salir corriendo, sabiendo que ésta no parará hasta atraparnos; “La vergüenza”, que hace referencia al sentimiento de cobardía y de indignidad que habría acompañado al poeta a raíz de una experiencia infantil traumática, frente a la cual debe construir “un intersticio de clemencia” donde “crecer sin la vergüenza”, en la que “se ahogó, con el coraje, / la sangre del poeta”; y “Rosas y apotegmas”, en el que Cervera se imagina paseando con su padre muerto por el paraíso, donde podrán descubrir “otra ciencia”, que les permitirá alcanzar la paz, “deshojando la amargura, / los rencores y la estéril carcoma / que aquí nos limitaba la visión / profunda y vasta de las cosas vivas”. Esta tercera parte evidencia que el duelo de la primera debe ser trascendido. Porque el poeta no podrá superar la pérdida del amigo, si no va más atrás, o más abajo, y se enfrenta a otras fallas más profundas, para las que hace falta esa “otra ciencia”, spinoziana quizás, que le libere de las pasiones tristes, que le persiguen y apartan.
El sueño de Leteo, de Vicente Cervera, es un poemario que logra trascender las circunstancias concretas con las que dialoga. Cualquiera ha perdido a un amigo, aunque sólo sea porque se ha perdido a sí mismo en el laberinto de renuncias de los años, y cualquiera se ha sentido indigno y cobarde, aunque sólo sea porque está leyendo estas líneas y no escribiendo, o mirando la pared. Pero cualquiera tiene también la esperanza de renacer, y de reencontrarse con la vida, y con todo lo muerto que la alimenta: “Unidos en Eleusis, poetas del Leteo”.
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Autor: Vicente Cervera Salinas. Título: El sueño de Leteo. Editorial: Renacimiento. Venta: Todostuslibros.
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