En Vagalume, la última y genial novela de Julio Llamazares que algunos reputados críticos no han sabido o querido entender, un personaje de la obra, Carracedo, utiliza una de sus frases sentenciosas para aclarar las dudas del narrador a propósito de un amigo común, un tanto oscuro y misterioso, que acaba de morir: “Todos tenemos tres vidas, la pública, la privada y la secreta”.
Hace unos cuantos siglos, a mediados del XV, entre 1431 y, probablemente, 1463, vivió un ciudadano francés llamado François Villon. Un poeta considerado por los especialistas como el más destacado de su tiempo por la belleza y, sobre todo, por la originalidad y el enorme poder evocador de sus composiciones, que no han perdido aún su atractivo y vigencia.
Vino al mundo en la ciudad de París, convulsionada por la peste bubónica, por una guerra interminable, que duró 116 años, por robos y asesinatos frecuentes, contra lo que no había otro remedio que emplear mano dura. Fue alimentado por unos padres pobres a base de “nabos y maldiciones”. Pronto se vio en la necesidad de recurrir al ingenio, y se doctoró en el arte de robar de los bolsillos ajenos. Con el tiempo fue a parar a los brazos de un pariente lejano, el padre Guillermo de Villon, que intentó enderezar el camino de un muchacho sordo a cualquier autoridad que no fuera su propio instinto. Después de miles de azotes, obtuvo el título de bachiller y de maestro, y se convirtió en uno de los más grandes eruditos de su tiempo.
Fueron muchas las veces que fue conducido desde el aula universitaria hasta el propio presidio. Así se explica que la mayor parte de su obra fuera escrita entre las cuatro paredes de una cárcel, a la espera, incluso, de que se consumara la pena de muerte a la que fue condenado. No intentó justificarse, pero dejó constancia, en uno de sus escritos, de que “las necesidades descarrían a los hombres, así como el hambre acucia al lobo a salir aullando de su guarida”. Aprovechó el tiempo para redactar un largo epitafio que figurara en su tumba, en cuyas primeras líneas se podía leer: “Este haragán, mentecato, abandonado de la fortuna, ha devuelto su cuerpo a la Tierra, nuestra madre común, los gusanos no hallarán mucha carne en él, porque ya el hambre lo ha roído hasta bien cerca de los huesos”.
Después de asaltar, con la ayuda de un puñado de compinches, el Colegio de Navarra de París, harto de correr peligros por los caminos, celebró su buena fortuna con unas cuantas noches de jarana a base de pavo asado y, “un postre de mozas rozagantes”. Fue detenido y sentenciado a muerte, después de comprobar su larga ficha de hechos delictivos desde que era una criatura. De nuevo ante la horca, por tercera vez en su vida, una pena de muerte que le fue conmutada por diez años de exilio gracias al padre Guillermo, que se ganó así la Gloria.
Cuentan que una fría mañana del mes de enero se le vio atravesar la puerta de Saint Jacques de París para perderse sus pasos definitivamente. Es lo último que se sabe de él. Se cree que falleció hacia 1463, con poco más de treinta años. Entre los barrotes de la cárcel escribió la que pasa por ser la mejor de todas sus obras: un poema, no muy extenso, titulado “La balada de los ahorcados”, en el que, por un momento, Villon se imagina su propio cuerpo, y el de sus cómplices, suspendido sobre una cuerda:
Si ya estamos muertos, que nadie nos moleste.
Más picados por los pájaros que dedal de costura.
No pertenezcáis nunca a nuestra cofradía;
pero rogad a Dios que nos absuelva a todos.
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