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Envidia - Zenda
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Envidia

LOS TRECE ESCALONES, LXII: ENVIDIA El primer revés de Angelita, y nadie osará poner en duda su gravedad, fue la pérdida de la madre a edad temprana. Convengamos que un golpe semejante supone un dolor inmenso para cualquier criatura. La tristeza, la rabia, la impotencia… toda suerte de emociones golpeará a un niño que se...

LOS TRECE ESCALONES, LXII: ENVIDIA

El primer revés de Angelita, y nadie osará poner en duda su gravedad, fue la pérdida de la madre a edad temprana. Convengamos que un golpe semejante supone un dolor inmenso para cualquier criatura. La tristeza, la rabia, la impotencia… toda suerte de emociones golpeará a un niño que se vea privado de la figura materna, del eje central de su corta existencia. Angelita, sobre todo, experimentó una inmensa sensación de injusticia. Ella era buena. Se comportaba de manera ejemplar, sacaba unas notas inmejorables en la escuela, cuidaba de su hermano menor, era obediente y educada siempre. ¿Por qué a ella? Había otras niñas en su colegio que eran groseras, maliciosas, rematadamente estúpidas, vagas, sucias, glotonas, repulsivas incluso. Pero tenían madre, todas ellas. ¿Por qué? La certeza de que la vida, el cosmos, Dios, quien fuera, había cometido un tremendo error, se instaló en el sentir de la Angelita niña. No era justo. No lo era. Y aquella convicción jamás desapareció. No se atemperó con los años, no se modificó un ápice con la madurez, sino que, muy al contrario, se fue fortaleciendo y enraizando. Aquel agravio, pues había sido eso y no otra cosa, nunca fue perdonado.

Apenas había iniciado su juventud cuando una enfermedad la postró en cama. Se trataba de un mal extraño, aún desconocido para la Ciencia. Uno que causaba gran debilidad y fuertes dolores en ocasiones. Podía nublarte la vista, enrarecer tus sentidos, privarte del equilibrio, martillearte las sienes con saña, drenar tus fuerzas. Había días mejores. Otros, eran infernales. Se trataba de un mal voraz y traicionero, que a ratos te concedía una tregua para volver luego más brutal que nunca. Como una marea implacable.

—¿Por qué a mí? —se repetía Angelita, estallando en lágrimas con ira sorda—. Yo soy buena. Yo siempre soy buena. ¿Por qué me tiene que pasar esto, habiendo gente tan mala por ahí que está sana y tan campante?

Y así fue como brotó, en lo más profundo de su ser, aquella semilla de inquina, de rencor, que germinó y creció robusta. Sólo que, en lugar de florecer, lo marchitaba todo. Angelita dejó de vivir para sí misma. Dejó de celebrar lo que sí tenía. En algún momento impreciso, decidió centrarse en lamentar lo que le había sido negado. Y en odiar a todo aquel que, según su parecer, tenía más de lo que merecía.

—Mira a esa —farfullaba por lo bajo, atormentada por la felicidad indecente de alguna vecina—. Las hay con suerte, desde luego. No entiendo cómo se las habrá apañado para pescar un hombre así, que está forrado de dinero, no teniendo ella ningún encanto. A los veinte parecía una escoba mal vestida, y ahora ya ves… se está poniendo como una vaca. Pero, claro, como no le bastaba con tener un hijo, o dos, y ya va por el cuarto…

—¿Y a ti qué te importa? —espetaba su marido, hastiado tras seis meses de felicidad y seis años de pesadumbre—. Ella es feliz así y no se mete con nadie.

—Eso habría que verlo —se regodeaba Angelita—. Tan feliz no será, cuando a mí siempre me está mirando con el morro torcido. Como todas.

—¿Y has pensado que si te miran mal igual es porque tú las miras a ellas como si te hubieran robado algo? ¿O, a lo mejor, porque eres incapaz de cerrar la boca y te pasas la vida hablando mal de todo el mundo?

—Las verdades duelen, eso está claro.

—No es la verdad lo que tú les vas chafardeando a unas sobre las otras —suspiraba el marido, derrotado—. Es lo que tú crees que es la verdad. Es tú verdad, Angelita, que siempre se empeña en ver maldad donde no la hay.

—¡Eso no es cierto! —bramaba ella, indignada—. Yo no me invento cosas. Mira, ayer mismo, en la panadería. Entró esa… presumida de Adela Campos, la que vive junto a la iglesia. Me miró de arriba abajo y soltó, con todo el retintín: “buenos días. Qué bien he dormido hoy, estoy que podría tumbar a un toro de un puñetazo”. Y soltó una carcajada bien alta, y las demás la corearon, encima. ¿Te crees que no sé que lo decían por mí, para burlarse de que yo iba con el bastón otra vez?

El marido meneaba la cabeza, sin esperanza alguna de hacerla entrar en razón.

—Angelita, tú ves fantasmas por todas partes. No gira todo en torno a ti. La gente vive su vida y no tienen por qué esconder su alegría sólo para no ofenderte. Si fueras tan buena como dices, lo entenderías. Pero es que, en el fondo, eres una envidiosa.

Entonces, invariablemente, venían los llantos y los reproches, como un tifón que lo arrasaba todo.

—¡Yo no me merezco nada de esto! ¡Bastante he sufrido ya, y lo que me queda!

—¿Y qué es lo que te mereces, según tú?

—Para empezar, un hombre que me quiera de verdad.

—Claro, claro… ya tardaba en salir eso, ya —murmuraba el marido, con una risa amarga—. Lo que tú quieres es que todos te lo demos todo. Cualquier cosa que se te antoje.

—¡Pues sí! ¡Porque me han tocado suficientes desgracias! ¡Porque me merezco todo lo bueno!

—No funciona así —le insistía el marido—. No hay una oficina para ir a reclamar lo que nos merecemos. La vida no nos debe nada a nadie, Angelita, es puro azar y es una mierda, pero es lo que hay, con lo bueno y con lo malo. A ver si creces de una vez.

El matrimonio no duró mucho más, como tampoco duró ninguna relación de la clase que fuera. Nada estaba a la altura de lo que Angelita merecía. Ni los hombres, ni la familia, ni las amistades, ni los hijos. Ningún día, ninguna ocasión especial, ningún viaje, ningún sabor, ningún regalo. Nada. Porque nada era capaz de compensar el agravio primigenio, ni los muchos otros que lo siguieron.

—¿Y cómo terminó aquí? —preguntó Yolanda, intrigada.

Matilde, la supervisora, dio un último sorbo a su infusión de anís y soltó un suspiro dramático.

—Porque se volvió loca, claro —explicó, poniéndose en pie con un quejido—. Ay, estas rodillas… venga, que se nos hace tarde para la ronda.

—Pero, loca… ¿cómo? —insistió Yolanda, mientras salían del office y recorrían los pasillos—. ¿Qué hizo?

—Bueno, es que tú eres muy joven y ni sabrás de la historia —la disculpó Matilde, haciendo un aspaviento—. Pero vamos, que salió en toda la prensa. Yo era pequeña y hasta pesadillas tuve. Si me llegan a decir entonces que iba a terminar trabajando aquí, con Angelita Otero…

—¿Tan gordo fue?

—Hombre, te diré… Se obsesionó con los ojos de una prima suya. Que eran demasiado bonitos para una mujer tan fea, dijo luego. Que ella se los merecía más.

Yolanda se detuvo en medio de la escalera, horrorizada.

—¿Le sacó los ojos a su prima? —exclamó, pálida.

—Por suerte no, porque entonces ya no regía de la cabeza ni para joder al prójimo —aclaró Matilde—. Pero vaya, que el plan era ese. Sólo que, como estaba como una cabra, le falló un poco la organización, digamos.

Yolanda la invitó a seguir con un ademán impaciente. Matilde, satisfecha por la expectación de la novata, se inclinó hacia ella y bajó la voz, con aire confidencial.

—Se sacó los ojos ella misma —explicó. Yolanda soltó una exclamación de incredulidad, mientras la supervisora asentía con perversa satisfacción—. Con intención de cambiarlos por los de su prima, supongo. Imagínate lo chiflada que hay que estar. Pero bueno, ya sabes lo que dicen, ¿no? La envidia es mala consejera…

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Lenka Dángel

Lenka Dángel (pseudónimo, obviamente) nació en Gijón en 1978, por fortuna en una casa llena de libros. Fue desde niña una lectora compulsiva con un, a decir de sus profesoras, “exceso de imaginación”. Empezó a escribir poesía a los nueve años, en certámenes escolares y para rellenar secciones en la revista anual del colegio. Abandonó los versos muy pronto y se decantó por los cuentos y las obras de teatro, fascinada por Lorca y por su admirado paisano Alejandro Casona. Abrazó la fantasía con Ende, Durrell, Gripe y Dahl. Sus primeras lecturas adultas fueron obras de Márquez y Pérez-Reverte que su padre, marino de profesión, escamoteaba en los barcos. Estudió Educación Social, interesándose especialmente por impartir talleres de Animación a la lectura y de Escritura Creativa a jóvenes en riesgo de exclusión (en algunos de dichos talleres tuvieron la gentileza de participar los tristemente fallecidos Justo Vasco y Luis Sepúlveda, compañero y amigo de Zenda). Colaboró durante cinco años con la revista ‘La Brocha’, reseñando exposiciones artísticas. Tiene varios microrelatos publicados en diferentes antologías y aspira a que su primera novela vea la luz algún día.

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