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El deshielo, un cuento de Pepa Cano - Zenda
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El deshielo, un cuento de Pepa Cano

‘El deshielo en Vethéuil’, Claude Monet. Se acercan fechas navideñas, y desde la Escuela de Imaginadores traemos a Zenda un relato frío con el corazón caliente. Un relato sobre la tradición, la adaptación y el cambio. Hay regiones tan gélidas que pueden mantener las cosas congeladas durante más de veinte mil años. Aldeas inalterables, que...

‘El deshielo en Vethéuil’, Claude Monet.

Se acercan fechas navideñas, y desde la Escuela de Imaginadores traemos a Zenda un relato frío con el corazón caliente. Un relato sobre la tradición, la adaptación y el cambio.

Hay regiones tan gélidas que pueden mantener las cosas congeladas durante más de veinte mil años. Aldeas inalterables, que repelen los cambios y el contacto extranjero, si bien bajo ellas parecen latir los volcanes. Y, no obstante, la imaginadora Pepa Cano, profesora de filosofía y directora de instituto en sus ratos libres cuando no escribe, propone con «El deshielo» algo más complejo, un mecanismo de precisión que traerá sorpresas, un juego de matrioskas lleno de metáforas, donde no solo habrá una abuela que represente la sabiduría de la tradición, también habrá una nieta.

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El deshielo

Mi abuela paterna me enseñó a emparejar calcetines. Se sentaba en la butaca junto a la chimenea y me decía: «Un día de estos aprenderás a zurcir. Ya verás como no es tan difícil», y seguía remendando con sus manos llenas de huesos.

Durante los largos inviernos en la aldea mi padre tenía menos trabajo. Pese a ello, cuando algún vecino le avisaba, él acudía al momento, fuera de noche o de día. Solían llamarle con miedo a que el subsuelo se tragase en silencio sus casas. Y eso no podía esperar. Le oía levantarse, colocarse a oscuras las viejas botas y preparar un café bien caliente. Al salir de la casa resonaban los goznes de la puerta. Yo me encogía entre las mantas pensando en el frío que aguardaba a mi padre allá afuera, mientras la tierra embarrada y crujiente de hielo se iba adueñando de la casa de algún vecino.

En un principio nadie sabía muy bien a qué habían venido aquellos extranjeros. En la tienda de siempre, donde la abuela me hacía encargos como comprar el pan o las legumbres, se murmuraba sobre ello. «Vienen a llevárselos, como el verano pasado en la aldea grande», decían mirándose con severidad. «No es bueno para nuestros cimientos que anden removiéndolos. ¿Por qué no nos dejarán en paz?». En casa, la abuela no paraba quieta un momento, con sus andares de hipotenusa, y se decía como para sus adentros: «No me gusta esa gente, fíjate y verás que ni saben andar sobre estos hielos». Mi padre le respondía desde la mesa de trabajo: «Puede que necesiten trabajadores. No le vendrá mal a esta tierra de nadie». Y seguía ensimismado en sus bocetos sin pestañear. Yo me imaginaba a aquellas personas venidas del sur resbalando sin remedio bajo la mirada atenta de todo el poblado.

La primera vez que los vi fue desde el autobús escolar. Éramos unos doce niños y niñas que teníamos que desplazarnos muchos kilómetros para ir al colegio. Los meses en que la noche lo inundaba todo era un poco extraño levantarse tan temprano. Dolía menos, eso sí. Las horas transcurrían ligeras en el colegio, entre risas y juegos. Al volver hacia el pueblo paramos a ayudarles. Se habían quedado atascados en la nieve. El coche, un todoterreno de esos relucientes y se supone que preparados para todo, había caído por un terraplén.

Alguien tenía que echarles una mano y eso fue lo que hizo el viejo Kolia, nuestro conductor de la ruta escolar. Los niños mayores del grupo nos escabullimos sin demasiada intención de ayudar. Con curiosidad, nos sonreíamos ante los gestos esforzados de aquella pareja. Eran un hombre y una mujer de mediana edad. El hombre, un grandullón que hablaba a gritos a Kolia, estaba encorvado sobre el suelo inestable. La mujer era alta y fuerte. Su rostro, moreno y con unos ojos vivarachos, me observó por un instante de lejos. Me recordó a un caribú. Mirándome con su cornamenta erguida antes de continuar camino con el resto de la manada.

Se llamaba Kathy y había venido a investigar el comportamiento del hielo en la tundra. «Quieren que trabaje para ellos», nos dijo mi padre a la abuela y a mí. «No te conviene, Andrei», respondió la abuela. «Ya sabes lo que buscan. Nadie más que tú estará dispuesto a ayudarles». Y mi padre salía de la casa sin mediar palabra, dando un portazo que hacía gruñir a los goznes.

Pero Kathy no había llegado sola. Estaba con aquel hombre, el grandullón. El que le había gritado girando los brazos con energía al viejo Kolia. Como si por gritar le fuera a ser más fácil salir del terraplén. En la aldea llevábamos un tiempo acostumbrándonos a esos desniveles. Los pequeños los disfrutaban más que nadie. Surgían como pompas de jabón desde las entrañas de la tierra helada. Eso no quería decir que cualquier extranjero recién llegado tuviera que saber desenvolverse en un terreno tan caprichoso. Yo caminaba a saltitos, con mis andares heredados de hipotenusa, sobre las pompas. Llegaba a la tienda con los colores encendidos en la cara. Allí se respiraba un ambiente diferente al de siempre. «Seguro que vienen más», comentaba alguien, «es muy extraño que solo hayan venido dos personas». A lo que la dueña del negocio replicaba: «¿Acaso te parecen pocos? A mí me parecen demasiados; aquí, donde nunca viene nadie. Sobran, no pueden traer más que desgracias». Yo pagaba en silencio las compras y salía de allí deseando saber más sobre aquella pareja de extranjeros recién llegados a la aldea.

Lo cierto es que, sin hacer caso del disgusto que se llevó por ello la abuela, mi padre decidió trabajar con Kathy y el grandullón. «Me pagan bien», nos decía orgulloso de su nueva labor y con un nuevo brillo en la mirada. «Con este dinero podré terminar antes la cabaña junto al lago, ya lo veréis», y me guiñaba un ojo con una ilusión que hacía tiempo no le conocíamos ni la abuela ni yo.

Era nuestro proyecto en común. Andrei, «el carpintero de sueños». Así le llamaba yo para mis adentros cuando pensaba por las noches, en el duermevela, en nuestra cabaña. Todas las tardes, sobre todo las de los duros inviernos que no acababan nunca, mi padre se sentaba a la mesa de trabajo, alejada de la chimenea, y me sonreía indicándome que me acercara a ver los bocetos. «¿Crees que habrá suficiente luz con estas ventanas?», me decía entretenido en sus cálculos y en dibujos que yo devoraba con la mirada. «Tengo que acabarla para el próximo verano», me acariciaba el pelo con sus hábiles manos. «Te prometo que, para entonces, podremos bañarnos y disfrutar de nuevo de aquel entorno. Es hora de regresar».

A mí me invadían sensaciones contradictorias. Me preguntaba qué quería decir Andrei con aquello de «disfrutar de nuevo», o con aquello otro de que «era hora de regresar». Tampoco se me escapaba que a la abuela no parecía agradarle nuestra ilusión por el proyecto de refugio. No miraba con buenos ojos nuestros planes. Yo no sabía bien por qué, si iba a ser un sitio donde poder pasar el verano los tres juntos contemplando las aguas cristalinas, para poder disfrutar de esa corta época del año. Eso se suponía que la incluía a ella. O eso pensaba yo. Aunque poco a poco, los veranos, cálidos y largos, parecían ir extendiéndose como por arte de magia de año en año. Ella siempre andaba ocupada enseñándome tareas de la casa que no me acababan de interesar, pero las hacía con gusto para no enfadar a nadie, ni a ella ni a papá. Los ojos de la abuela se le iban convirtiendo en dos pequeños charquitos de hielo. Cada mañana, cuando se acercaba para despertarme, me decía: «Eres tan perezosa como lo era tu madre». Y añadía siempre: «Anda, ve quitándote las ensoñaciones de encima. No traen nada bueno». A mí me encantaban esos ojos de la vieja abuela, que se iban transformando y que pasaban del verde de los bosques en primavera, al gris blanquecino de las copas de los árboles en invierno. También me gustaba que mi pereza le recordase a mi madre, la gran ausente desde siempre.

Una vez mi padre me llevó a ver el cráter. Era un enorme agujero que se había ido abriendo hacia el interior de la tierra a unos cuantos kilómetros de la aldea. En el colegio nos explicaron a qué habían venido Kathy y el grandullón. «¿Os acordáis de cuando fuimos a ver los esqueletos de los mamuts al Museo de la ciudad?», nos decía la maestra mientras colocaba unas láminas sobre la pizarra. «A estos científicos les interesa saber por qué el permafrost se está deshelando tan rápido». Y empapelaba las paredes con aquellas láminas en las que podíamos conocer los animales prehistóricos que descansaban bajo nuestros pies. Por eso la abuela a veces me decía: «Tienes que respetar el suelo que pisas, no corras sin motivo, no arranques flores solo porque sean bellas».

Yo veía que Kathy tenía flores en el almacén que le había construido mi padre. Eran florecillas silvestres, de esas que no parecen interesarle a casi nadie. Andrei había levantado él solito una construcción formidable. Cuando tenía la suerte de poder acompañarle, me sentía igual que aquella vez que fuimos al acuario a ver los peces. El grandullón se dedicaba todo el tiempo a acumular los restos hallados en el cráter. Los colocaba con delicadeza en los estantes de madera incrustados en el permafrost por mi padre. Kathy era más de laboratorio y se tiraba horas y horas frente a los microscopios que se había traído de la ciudad. Estar rodeada del suelo congelado en el que todo iba apareciendo según un orden que yo desconocía, me resultaba inquietante pero acogedor. Era como deslizarse sobre la superficie helada del lago sabiendo que, bajo la gruesa capa de hielo, seguía latiendo vida.

Mi padre volvió a tener más trabajo. Los vecinos de la aldea aprovechaban que había más horas de sol para reparar vigas, apuntalar de nuevo los postes sobre los que se construían las casas y rehacer tejados deshechos por alguna que otra avalancha junto al monte, en la zona más alejada de la tundra. Había un vecino que se quejaba mucho de esas avalanchas y lo contaba siempre en la tienda entre jarra y jarra de cerveza: «Tres. Este invierno han sido tres». Se llenaba la barba de espuma de cerveza. «Una más y juro que abandono este lugar». Los vecinos le escuchaban y se reían abiertamente, sabiendo que nunca se iría de allí, «¿a dónde pensaba irse, si se podía saber?», le decían a la cara.

Ahora que los días eran más luminosos y largos, yo trataba de engatusar a mi padre para que me llevase al lago. Siempre nos había gustado escuchar desde la orilla, junto a los cimientos de la cabaña a medio construir aún, el crujir del hielo en su despertarse cada primavera. Nos sentábamos los dos entre los árboles y, en silencio, permanecíamos mucho tiempo observando las bandadas de pájaros recorrer la superficie cristalina de las aguas.

La abuela nunca venía. Una vez le pregunté a mi padre: «Andrei, ¿Por qué a la abuela no le gusta venir al lago?» Mi padre sabía que si yo le llamaba Andrei, era por algo especial. Se giró con su robusta espalda y los brazos fuertes y ágiles hacia mí para responderme: «La abuela sufre por algo terrible que ocurrió hace mucho tiempo aquí, por eso no quiere venir a este lugar. Tú y yo conseguiremos que vuelva, ya lo verás». Una enorme grieta se fue dibujando en la superficie congelada haciendo zigzag hacia donde nos encontrábamos y ambos dimos un salto de emoción para observar mejor el espectáculo. Por fin llegaba el deshielo.

«Vaya, parece que al final sí vas a saber zurcir», me decía la abuela cuando por fin aprendí a hacerlo. Tenía una especie de huevo de mineral, liso, suave y con dibujos como los del permafrost de la tierra con el que era más fácil hacerlo. Se metía en el calcetín y se marcaba con claridad la zona que había que coser. Los calcetines de mi padre eran recios y largos, se necesitaba una aguja gorda para poder zurcirlos bien. Yo me mordía sin darme cuenta el labio inferior mientras realizaba la labor y, una vez finalizada, le pasaba el resultado a la abuela para que diera su veredicto. «Muy bien, está bastante bien, hija». La abuela a veces me llamaba «hija». En esos momentos le volvían a brillar los ojos de bosque y hielo y parecía conseguir verme a través de sus neblinas. Sonreía y zanjaba el asunto emparejando ella misma aquel par de calcetines viejos y deslucidos mientras yo me quedaba con las ganas de preguntarle por mi madre.

Los bocetos de nuestro refugio permanecían revueltos en la mesa de trabajo. Mi padre parecía no tener tiempo para ellos. Echaba de menos que me llamase antes de cenar para revisarlos junto a él. Yo dibujaba fatal y me enorgullecía tener un padre, Andrei «el carpintero de sueños», que era casi tan importante en el pueblo como el grandullón científico o el alcalde de la aldea cercana, de más renombre que la nuestra. A veces, mientras la abuela terminaba de preparar la cena, yo echaba un vistazo a esos bocetos. Los colores de las diferentes maderas reflejaban con exactitud lo que había allí afuera, en el bosque boreal. Las vetas de las coníferas, abetos y pinos eran distintas y los bocetos eran como una radiografía a todo color del mundo cercano a la tundra. «Anda, muchacha, deja ya esos dibujos y ven a cenar», decía mi abuela. «¿No esperamos a Andrei, abuela?», replicaba yo sin querer separarme de los dibujos. «Sabe Dios a qué hora volverá tu padre. Está siempre con esa tal Katia». A mí me dolía que la abuela casi siempre tuviera razón. Y que ni siquiera quisiera darle el nombre verdadero a la mujer extranjera.

El colegio estaba próximo a su fin y la maestra quería llevarnos a estudiar el cráter. Yo me callé que ya lo conocía. Nos dijo que habían descubierto hacía poco el cuerpo de una cachorra de león cavernario con más de veinte mil años de antigüedad y que se conservaba casi intacto. Yo ya lo había visto. Fue una noche hacía varias semanas, cuando estábamos dormidos plácidamente los tres.

Había noches en que soñaba con que la cabaña ya era habitable. En lugar de sentarnos en el duro suelo a la orilla del lago a escuchar sus quejidos, estábamos calentitos y cómodamente instalados detrás de un grueso ventanal. Nos permitía ver toda la extensión del agua y el bosque boreal que la rodeaba. Con una pequeña chimenea instalada a nuestras espaldas, en el sueño mi padre solía decirme: «¿Quieres que bajemos a pescar algo?» Y yo le respondía con una amplia sonrisa: «Está bien, quizás podamos comérnoslo, aunque no he traído el calzado adecuado». Mi padre observaba mis zapatos, rojos y brillantes. Después todo se volvía un poco confuso, al fin y al cabo es lo que suele ocurrir cuando soñamos: pájaros que no se suelen dejar ver sobrevolaban nuestras cabezas muy despacio. Además, la superficie del lago se había vuelto inestable y los trozos de hielo se movían sin rumbo fijo. Yo echaba de pronto a correr hacia las aguas y saltaba como se salta en la fantasía, con zancadas muy grandes, de un trozo de hielo a otro, mientras escuchaba la voz de mi padre detrás de mí: «¡No te vayas muy lejos, recuerda que tienes que regresar con algo pescado por ti para cenar!». En mi viaje elevándome sobre la superficie del agua perdía un zapato que caía al fondo. Me tumbaba en la dura capa de hielo y lo observaba, hundiéndose poco a poco hasta colocarse junto a otro del mismo color pero de un tamaño distinto al mío. Más grande. Me preguntaba qué se sentiría poniéndose zapatos de otra persona, de distintos tamaños. No sentía ningún frío. Nunca quería despertarme de este sueño.

«¿Habíais visto alguna vez un animal como este, muerto hace miles de años pero como si hubiese muerto ayer?» Era Kathy la que se dirigía a mí y a mis compañeros del colegio. Nos mostraba el cuerpo de la cachorra de león encontrada recientemente. El grandullón la había sacado del enorme congelador, que cumplía las funciones que ya estaba dejando de cumplir el permafrost. Nosotros, como correspondía a estudiantes jóvenes, poníamos cara de asombro y manifestábamos interés y respeto. Pero desde muy pequeños, habíamos escuchado todo tipo de historias sobre animales enterrados en la capa de hielo subterránea, sobre la que sobrevivíamos a duras penas todos nosotros. La abuela, en lo más duro de los más crudos inviernos, solía decir apretando los dientes junto a la chimenea: «Pronto nuestros cuerpos harán compañía a los de los mamuts». A mi padre no le gustaban nada este tipo de comentarios y solía responder tras un largo silencio: «Abuela, los dioses saben lo que hacen. Deja en paz a los cuerpos bajo el hielo».

Aquella noche en la que dormíamos plácidamente los tres, hacía unas semanas, descubrí que algo no encajaba del todo. Sonó muy fuerte alguien llamando a la puerta. Yo desperté lentamente de mi sueño del zapato rojo en el fondo del lago, mientras mi padre acudió a ver qué ocurría. ¿Quién podía molestar a esas horas dando esos golpetazos en la puerta? Los vecinos, cuando necesitaban con urgencia los servicios de Andrei, llamaban de otra manera, con una consigna que permitía a ambos, visitante y trabajador, saber que era importante. De forma que me incorporé. En silencio y de puntillas, me asomé desde el altillo en el que dormía para ver qué pasaba. El grandullón estaba en medio del salón, con la misma postura en que le veía casi siempre, algo encorvado y con las piernas abiertas apoyadas con firmeza en el suelo. «Tienes que venir ahora mismo, Andrei. La estabilidad de la estructura peligra. Ha habido un pequeño terremoto que ha sacado algo nuevo a la luz», le dijo a mi padre sin miramientos. «La hemos encontrado por fin». «Y Kathy, ¿dónde está Kathy?». El grandullón le respondió: «Ya sabes dónde está. Esperándote», y se dio media vuelta. Sin darme cuenta tiré una de esas pequeñas lámparas que mi abuela se empeñaba en mantener encendidas día y noche. Los dos hombres me descubrieron. «¿Quieres venir tú también? Estás invitada al espectáculo. No todas las noches se descubre una especie de peluche que lleva hibernando miles de años», dijo el grandullón mirando hacia el altillo. Mi padre se rascaba la cabeza ladeándola para un lado y otro con disgusto. Me incorporé con la intención de volver a la cama y murmurar unas disculpas cuando Andrei dijo: «Es cierto. Que venga. Ya no es ninguna niña y lo podrá disfrutar».

Tras aquel hallazgo que, según parecía, puso el nombre de nuestra pequeña aldea en todas las revistas especializadas del mundo, las piezas comenzaron a encajar en mi cabeza. A veces, mi padre se acercaba con la furgoneta al colegio y decidía llevarme de vuelta a casa. Haciendo una parada para ver a Kathy.

Nunca había visto comportarse a dos personas de aquella manera. Se diría que encajaban igual que los enormes bloques de hielo antes de resquebrajarse y diluirse en el lago. Acariciábamos el pelaje áspero de Kolyma. Así es como habían decidido llamar a la cachorra de león cavernario. Solo me dejaban hacerlo unos instantes. Se corría el riesgo de que se desintegrase, me decía muy serio el grandullón. Me costaba entender que un animal tan dulcemente dormido como la cachorra pudiera desaparecer entre mis manos por acariciarle. Pero en los sueños las cosas ocurrían así, de repente todo desaparecía. De modo que me hice a la idea de que en la realidad, igual podía pasar lo mismo. No me lavaba las manos tras acariciar aquel animal que dormía fuera del tiempo. Por las noches, antes de cerrar los ojos, acercaba las yemas de los dedos a mi nariz y aspiraba profundamente. Era mi prólogo particular al sueño del zapato rojo.

La gente de la aldea ya no desconfiaba tanto de los extranjeros, que habían conseguido que muchos periodistas se alojaran en el único albergue en kilómetros a la redonda, rodeados de aquellas verrugas o montículos que parecían bombas de material queriendo salir a la superficie. Algunos vecinos se lamentaban de que, a este ritmo de deshielo, cadáveres de humanos enterrados muy en la superficie pudieran salir a flote.

Por fin llegó el verano. La abuela canturreaba cuando creía que no me daba cuenta. Bailaba, al son de su baile de hipotenusa, siguiendo el ritmo disperso de su antigua canción. En ella hablaba de tiempos pasados, de una manada de mamuts cuyos colmillos flotaban en los nuevos arroyos de primavera. Me causaba un gran placer verla hacer aquello. No me atrevía a cantar con ella para no espantar sus recuerdos.

Todos los veranos, algunos críos y unas cuantas adolescentes nos escapábamos sorteando los montículos en medio de la tundra. No nos importaba lo más mínimo lo que nuestros pies tuvieran que pisar o tratar de evitar. Queríamos llegar al bosque boreal. Estaba demasiado lejos para ir andando. Por eso la gente del poblado apreciaba tanto el trabajo de mi padre. Cualquier tipo de madera tenía que traerla Andrei desde aquel lejano bosque. Le entusiasmaba cuando llegaban los fines de semana y se olvidaba de todo. «Vente conmigo, anda», me decía zalamero. «Necesito el visto bueno de una señorita tan lista como tú para terminar el refugio».

Hay quien no cumple sus promesas. La cabaña no se acabó aquel verano. En la tienda, que solía ser un murmullo constante, la gente se callaba cuando entraba yo. Compraba rápidamente lo que fuera, evitando las miradas esquivas de los vecinos, y volvía cabizbaja hacia la casa. Y yo quería entender por qué.

«Abuela, ¿crees que podríamos ir juntas al lago?», le pregunté en una de esas ocasiones al volver asqueada de la tienda. Ella dejó la labor sobre su regazo. Hizo un gesto para que me acercase y me cogió con firmeza por la barbilla: «Eso no puede ser, estoy demasiado mayor. Y cansada». Yo le respondí: «Pero sabes que el deshielo no dura eternamente. Y yo quería ver la construcción, cómo avanza, necesito ir». Los días eran tan largos en verano que una abuela como la mía, acostumbrada a la oscuridad y al sosiego de la nieve, parecía hibernar del revés. Tras un largo silencio me dijo: «Querida hija, esa cabaña no la vais a terminar nunca. Así debe ser. Esas aguas no son para los vivos». A mí me dolía un poco la barbilla por la firmeza con que me la cogía, pero aguanté. Sus ojos de bosque y hielo me tenían paralizada, sin saber qué responder. Escuchaba dentro de mí cómo el zapato rojo caía y caía lentamente en las aguas del lago, tan despacio que no parecía querer llegar nunca al fondo.

Los días se amontonaban acercándose la vuelta al colegio. Solo me faltaba un año para tener que desplazarme a la capital para continuar con mis estudios. Por una parte, deseaba que llegase aquel momento; por otra, sentía tener que abandonar la aldea. Me daban pinchazos en el pecho al pensar en mi abuela, sola frente a la chimenea sin tener a nadie con quien zurcir. Mi padre trabajaba sin descanso en el almacén de Kathy. Le veíamos poco y cuando ocurría, apenas hablaba. Durante un tiempo no dejaron de aparecer más y más restos. No eran como la cachorra, pero a la comunidad científica parecían fascinarles de cualquier manera. Por un tiempo. Hasta que, un buen día y de improviso, dejó de ocurrir. El grandullón se escapaba largas temporadas a la capital y dejaba a Kathy allí, en medio de la tundra, convirtiendo a mi padre en un excavador agotado de seguir buscando otra Kolyma. No apareció.

El proceso por el que se va cubriendo el lago con su gruesa capa de hielo en el límite del bosque boreal es siempre el mismo. Insignificante al lado de los millones de años que laten bajo nuestras tierras, como dice la maestra cuando se pone muy seria. A mí me gustaba mucho observarlo. Creía poder captar el momento en que el agua se congelaba si miraba muy concentrada.

Sin darme cuenta, igual que había llegado, desapareció de mis noches aquel zapato rojo que caía y caía hacia el fondo. En su lugar, escuchaba llegar a altas horas de la madrugada a mi padre. Andrei había cogido una de esas noches todos los bocetos y dibujos sobre nuestro proyecto en común y los había tirado a la lumbre.

Una mañana de marzo los charranes volvieron a visitar la aldea como todos los años. Estaban de paso. Había que estar muy atenta porque solo ocurría una vez. Daban una alegre nota de color con sus picos rojizos y las cabezas negras. El plumaje, blanquecino y grisáceo, apenas destacaba sobre los cielos de la tundra. Fue entonces cuando llegó la noticia.

Kathy había abandonado el almacén construido por mi padre en el permafrost. Se rumoreaba que existían nuevos hallazgos de restos al otro lado del bosque boreal. Lo que aún no sabíamos era si Kolyma, con su pelaje áspero e irreal, se había marchado con los extranjeros. A la abuela le dio por dejar de zurcir y a mi padre comenzaron a colársele los dedos pequeños por los agujeros de los calcetines. A veces le sangraban. Ese verano acabaría el colegio en la aldea. Seguía doliéndome pensarlo, pero decidí que, si mi padre podía ser capaz de hacer retumbar todo el bosque talando árboles hasta llegar al otro lado de la tundra en busca de Kathy, bien podría yo abandonar la aldea y caminar sin resbalar por el hielo, con mis andares heredados de hipotenusa.

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Juan Jacinto Muñoz Rengel

Juan Jacinto Muñoz-Rengel (Málaga, 1974) es autor de las novelas La capacidad de amar del señor Königsberg (Alianza de Novelas, 2021), El gran imaginador (Plaza & Janés, 2016), Premio del Festival Celsius a la Mejor Novela del año, El sueño del otro (Plaza & Janés, 2013) y El asesino hipocondríaco (Plaza & Janés, 2012), del ensayo Una historia de la mentira (Alianza, 2020), y de los libros de narrativa breve El libro de los pequeños milagros (Páginas de Espuma, 2013), De mecánica y alquimia (Salto de Página, 2009), Premio Ignotus al mejor libro de relatos del año, y 88 Mill Lane (2005). Su obra ha sido traducida al inglés, al francés, al italiano, al griego, al finés, al árabe y al turco, y publicada en una veintena de países. Actualmente dirige la Escuela de Imaginadores en Madrid.

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