En ocasiones, mientras asistimos al litúrgico y casi esotérico ceremonial de la proyección de una película en una sala de cine, de manera misteriosa, casi inefable, se establece una suerte de mística conexión entre el público asistente al templo oscuro y el celuloide. El espectador, impávido y perplejo ante el caleidoscópico desfilar de imágenes sugestivas, cautivado por la embriagadora y seductora presencia en la pantalla de sus actores y actrices favoritos y por la subyugante sutileza de la banda sonora que ornamenta al conjunto, se deja entretejer hasta sentirse atrapado de forma inextricable con la urdimbre de la película, convertida a partir de ese instante, indefectiblemente, en parte indisociable de su propia biografía. José Luis Garci, nuestro oscarizado director, curtido cinéfilo donde los haya, acostumbra a señalar en varios de sus excelentes y sentidos ensayos, como Querer de cine o Mirar de cine, que el cine constituye una suerte de vida de repuesto. Con la venia del director de Volver a empezar, me atrevo a corregir levemente tan preclaro y lúcido axioma: el cine es la vida misma, con sus luces y sus sombras. Hurtándole la certera y atinada expresión a mi admirado Juan Manuel de Prada, en su excelente ensayo Lágrimas en la lluvia, abrigo la firme convicción, cimentada en feraces lustros de cinefilia voraz e insomne, de que las películas han adornado mi vida, la han transformado en una morada mucho más atrayente y habitable. El cine es mi bastión seguro, mi cálido y reconfortante cobijo, mi peculiar “montaña mágica” —que diría el eximio novelista oriundo de Lübeck, Thomas Mann—, mi sanatorio internacional Berghof, donde las inclemencias, desdichas e iniquidades de la abyecta y vulgar cotidianidad se tornan más llevaderas e incluso remediables.
El filósofo español Gustavo Bueno, artífice del potente sistema de ideas popularmente conocido como “materialismo filosófico”, publicó en 1985 un ensayo trascendental, un hito fundamental en la historia del pensamiento español: El animal divino. En él Bueno, inspirándose en Zubiri, definía el fenómeno religioso, con certera precisión, como “una religación de los hombres con los númenes”, los cuales habrían de tener una base real positiva, es decir, una materialidad. A saber: los animales prehistóricos pintados en las bóvedas de las antediluvianas cuevas del Paleolítico. Existen determinadas películas que actúan como una especie de numen; para mí, Carol sería un ejemplo paradigmático. Con ella establezco una peculiar religación de lo más profundo de mi ser, de mis entrañas, a través de la historia y los personajes que de forma admirable nos narra el director, guionista y productor estadounidense Todd Haynes. Debía de transcurrir el estío del año 2018 cuando mis retinas se solazaron por vez primera con el visionado de esta obra maestra irrepetible. Por razones incognoscibles del siempre veleidoso azar, hasta aquellas calendas no tuve conocimiento de la existencia de esta sorprendente obra, cuando, atrapado por una vorágine vertiginosa de zapping televisivo, tropecé por sorpresa con los semblantes seráficos y celestiales de esas dos damas admirables, Cate Blanchett y Rooney Mara, actrices excelsas asentadas por méritos propios más allá del bien y del mal, con sus miradas libidinosas, casi culpables, en los intersticios de una juguetería neoyorquina durante la década de los gloriosos años cincuenta.
Mientras veía la película por vez primera, sin duda una de las experiencias más gratificantes y enriquecedoras de mi trayectoria vital —por decirlo con las sabias palabras de Ortega y Gasset—, era plenamente consciente de que Carol era una cinta atemporal, extremadamente clásica, impropia de los frenéticos y fútiles ritmos circadianos que, por desgracia, priman en la mayor parte del panorama cinematográfico actual. Tras haberla visto en innumerables ocasiones, afirmo, apodícticamente, que Carol es un clásico irrebatible y contundente, porque retrata algo constante e imperecedero: la condición humana, que dirían Malraux o Arendt. Una obra sutil, sensual, elegante y, sobre todo, profundamente clásica. Haynes, autor de películas tan insólitas, atrabiliarias y heteróclitas como Safe o I’m Not There, supo captar la esencia de los mejores melodramas de la época dorada hollywoodiense. Douglas Sirk, dándole la razón a Platón y su mito del carro alado, se reencarnaba en cuerpo y alma en la mente de Haynes, dotando a Carol de ese aroma tan sabroso y pesarosamente romántico, si se me permite el oxímoron, característico de las mejores películas de la dorada década de los cincuenta. Resulta inevitable pensar en Vacaciones en Roma, obra maestra de William Wyler, aquel relato feérico y amoroso entre dos actores en perpetuo estado de gracia, Gregory Peck y Audrey Hepburn, un delicioso cuento de hadas ahíto de romanticismo, un sentido y venerable alegato en defensa de la catarsis de la garzonía y los enamoramientos. Cómo olvidar Breve encuentro, del único e irrepetible maestro británico David Lean, una de las cintas más encantadoras de todos los tiempos, en la que el impagable talento del director inglés lograba la gesta de filmar lo imposible: un estado mental, el enamoramiento.
Con Breve encuentro, cinta que exuda ese “dolor amoroso” de Dostoyevski y sus Noches blancas, descubrimos azorados y sumidos en una profunda congoja que el amor pasional pude llegar a desgarrar el alma. Al término de la película dirigida por David Lean, Celia Johnson asevera que ni la felicidad ni la desesperación duran eternamente, nada es imperecedero e incorruptible. Algún día todo llegará a su fin, a pesar de lo cual, queridos y abnegados lectores, cobra vigencia aquel atormentado lamento de Esplendor en la hierba: la belleza subsiste en el recuerdo. A mi entender, podemos detectar un hilo conductor, una más que apreciable continuidad narrativa y sentimental entre la cinta de Lean y la de Haynes. Ambas retratan el paulatino proceso de un enamoramiento, aquel que, pese a sus desgracias, quebrantos y lamentos, no queremos olvidar como “lágrimas en la lluvia” (Roy Batty dixit), sino que se quiere recordar hasta el instante de exhalar los últimos alientos, hasta el inevitable declive físico y emocional que antecede al óbito. La película de Haynes toma como base el primoroso y brillante libro de Patricia Highsmith, que nos relata, en un tono íntimo y sensual, una historia de amor entre dos mujeres ambientada en los años cincuenta en la ciudad de Nueva York. El cineasta, con una precisión que asusta y estremece, cual curtido orfebre avezado en virguerías artesanales, nos narra intensamente las vicisitudes que se suceden, de manera inexorable, en todo proceso de enamoramiento: las dudas iniciales, las cuitas y tribulaciones de quien se sabe enamorado, el temor irrefrenable a no ser correspondido, el descubrimiento y aceptación mutuos, la feliz consumación, el derrumbe de las murallas de Jericó, como jovialmente proclamaban Claudette Colbert y Clark Gable en Sucedió una noche, la prodigiosa película dirigida por Frank Capra.
Todo ello envuelto por una atmósfera tenebrosa, lóbrega y sombría, con reminiscencias de los mejores cuentos de terror gótico, con ecos de los atormentados personajes salidos de la pluma ágil y brillante de autores tan conspicuos como Mary Shelley o Bram Stoker. Carol Aird y Therese Belivet son dos almas en pena, dos perdedoras irredentas e incorregibles, dos mentes torturadas y encorsetadas por las convenciones y rígidos prejuicios sociales, dos víctimas involuntarias de una sociedad valetudinaria y viciada por la vigencia de un sinnúmero de absurdos, deleznables y ridículos tabúes. Lo más sorprendente y encomiable de Carol es la habilidad prodigiosa de Haynes para recubrir un relato tan sutil, elegante y sensual de un sentimiento de amenaza constante y latente. Esas dos mujeres indefensas, Carol y Therese, son presas impotentes de la sevicia y alevosía de un marido protervo y encolerizado, que se sabe ultrajado, desplazado y vilipendiado, y que urdirá vilmente todas las artimañas habidas y por haber, como aventajado pupilo de Mefistófeles, para tratar de impedir la felicidad de Carol Aird, su otrora querida y admirada esposa.
Cada plano, cada mirada, cada gesto, cada línea de diálogo late, vibra y trasciende. ¿Recuerdan la morbosa atmósfera de La calumnia, de Wyler? Esa confusión, esa ambigüedad, ese clima zozobrante y viciado entre MacLaine y Hepburn es admirablemente evocado por Todd Haynes. El núcleo de la película, el aldabonazo que dispara la cinta hasta que se rompe en mil pedazos, lo constituye el inesperado encuentro entre Therese, una modosita y mojigata empleada de una tienda, y Carol, una elegante mujer de porte aristocrático y gusto exquisito, de la que podemos inferir su elevado abolengo. ¡Cuántas veces nos hemos deleitado y maravillado en el cine con los apasionados meandros que siguen a los fortuitos encuentros amorosos! Mientras redacto estas líneas acude a mi memoria ese barco de ensueño, casi onírico, en el que se conocen Cary Grant y Deborah Kerr, en la deliciosa Tú y yo, de Leo McCarey, una cinta magnética, sincera, sutil y dolorosamente bella. Una lección magistral de ética, estética y romanticismo. Un impagable regalo para las emociones, una catarsis cinéfila, con la venia de Aristóteles. En Carol, Kyle Chandler da vida al esposo ultrajado, Harge Aird, a quien los más recalcitrantes cinéfilos recordarán por su papel de perseguidor implacable de Jordan Belfort (DiCaprio) en El lobo de Wall Street, celebérrima cinta dirigida en 2013 por el maestro Scorsese. Este personaje, Harge Aird, hará lo imposible en su empeño por recuperar a su esposa, malogrando abyectamente su idilio amoroso con Therese Belivet, ya que su cerebro, carcomido por recelosos prejuicios, lo considera poco menos que una abyecta aberración infernal.
Emulando al Coppola de La conversación, al Brian De Palma de Impacto, el esbirro contratado por Harge para acechar a las enamoradas en su viaje a la libertad (imposible no acordarse de Sarandon y Davis en Thelma y Louise, de Ridley Scott) consigue grabar en una cinta la fogosidad amorosa del ardiente encuentro sexual entre las dos amantes: la perdición de Carol, el salvoconducto del marido, la pérdida de la custodia de su amada pupila. Tras la renuncia obligada, sobreviene el anhelado e inevitable reencuentro. La llama del amor, la pasión y la atracción irrefrenable permanece intacta. Blanchett y Mara se miran, se inspeccionan, se contemplan y se asombran. El resto es Historia. Finalmente, nos queda una película modélica, una historia de amor misteriosa, enigmática, inasible, libidinosa y peligrosa. El relato carece de esa fastuosidad y barroquismo sexual de películas de temática en apariencia semejante, como La vida de Adèle, de Abdellatif Kechiche, y se sitúa en la estela más mesurada, elegante y sutil de películas como Barry Lyndon, de Stanley Kubrick, o La edad de la inocencia, de Martin Scorsese. Las imágenes de Carol irrumpen con un vigor hercúleo y ciclópeo, trascendiendo la pantalla, rompiendo la cuarta pared y sacudiendo emocionalmente al asombrado espectador. Es Nabokov, Sirk, Highsmith, Austen, Wyler, Vidor, Dostoyevski, Aciman, Zweig, Marías. Todo en uno. No sobra ni falta nada. Una película portentosa, impecable y única.
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