A continuación reproducimos «Rojo», un relato de Teresa Méndez.
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Fue Mateo quien encontró a Juana muerta. Como cada día Mateo salió a pasear por el monte en busca de hierbajos que cree necesarios para sus males; genciana amarilla para sus difíciles digestiones, milenrama para esas varices que pueblan sus piernas, árnica a ver si de una vez por todas le cicatrizaba la quemadura de la mano, y así un día tras otro. Esa mañana se desvió hacia el barranco, pues allí florece a finales de invierno el jazmín friolero, tal como lo llama él, con sus perfectas flores amarillas que le iban a venir muy bien para su tensión y el hibisco durmiente que no tiene muy claro para qué sirve, pero que a su mujer tanto le agrada, con sus pequeñas flores rojas en forma de campana. Y fue ahí, en el fondo del barranco donde estaba la niña. Era Juana, la hija de Helena. La conocía bien, todos en el pueblo la conocían. Era una niña diferente al resto de niños. Mateo se asustó, un charco de sangre rodeaba la cabeza de Juana y empapaba su largo cabello rubio, una sangre ya espesa, oscura como si fuera la corona de la virgen de la ermita; las manos sobre el pecho sujetaban dos lirios rojos, la falda plisada hasta las rodillas y los calcetines hasta los tobillos, ¿dónde estaban sus zapatos? A su lado, uno pegado al otro, rodeados por esas pequeñas flores durmientes, preparadas para tañer una misa de difuntos en recuerdo de la pobre niña muda.
Helena llegó al cuartel de la Guardia Civil y el sargento Ramírez dudó de la historia de esa mujer, porque esa mujer era una puta y de una puta hay que desconfiar. Su hija conocía el camino de casa a la escuela y de la escuela a casa, lo había hecho todo aquel invierno y la niña siempre llegaba puntual al colegio y a casa. Helena lloró, algo le había pasado a su hija, pero el sargento Ramírez era inmune a las lágrimas y sobre todo si eran de mujer, estaba a punto de empezar el partido del Betis, anda vuélvete a tu casa, seguro que tu hija ya estará allí. Pero Helena no podía moverse. Alguien tenía que ayudarla, su hija era demasiado pequeña para andar sola por el pueblo, su hija podía perderse. ¿Para qué estáis los guardias civiles?, para nada, para joder a la gente, para ver el futbol y emborracharos. ¡Tienes que encontrar a mi hija! Él la cogió por los brazos, la zarandeó, le golpeó la espalda contra la pared y le manoseó los pechos. Lárgate ahora mismo de aquí o te meto dos hostias y te pasas la noche aquí encerrada. Ella rompió el jarrón sin flores de la mesa del sargento Ramírez, salió corriendo, maldiciendo, llorando.
El sol se había puesto y en las calles del pueblo ya no quedaba nadie. Solo se oían los gritos de una madre, Juana, Juana, niña ¿dónde estás?, ¿quién te tiene?, hijos de puta, devolvedme a mi niña. Helena llegó a casa esperando que su hija estuviera allí, silenciosa, como siempre. Pero Juana no estaba. Esa noche Helena no fue a trabajar.
La tarde en que Juana no volvió a su casa, la niña salió de la escuela a las cinco de la tarde, tal como había asegurado su profesora. Los gemelos, Jesús y Roque, esa tarde, tampoco habían ido a la escuela, pero esto no era nada extraño, desde que su madre había muerto, las faenas en el campo eran la prioridad principal del padre. Habían terminado de recolectar las últimas alcachofas de invierno, les dolía la espalda por el peso del cesto y su hermano mayor, Manolo, les había jurado que si acababan de recoger las malditas alcachofas esa misma tarde, les iba a enseñar lo que se hace con las putas. Llevad a la niña a la cueva del barranco y esperadme. Manolo iba los sábados al hostal de las putas, a las afueras del pueblo, allí trabajaba Helena, dejaba a su hija durmiendo y ella se iba a ganar dinero. Si su madre es una puta su hija también, eso se lleva dentro.
Jesús y Roque arrancaron los dos últimos lirios rojos que su madre había plantado antes de morir. Llegaron a la escuela en el momento en que estaban saliendo los más pequeños, gritos, empujones, corridas, y por último Juana, un paso, dos pasos, tres pasos… Vente con nosotros Juana, conocemos un lugar donde hay un montón de flores rojas, muchas flores rojas, le dijo Roque mientras le daba los dos lirios; Juana los cogió y los siguió, no pensó en su madre, ni en el camino que tan bien conocía para llegar a su casa, no pensó en los dibujos que quería terminar, no pensó en la cena, no pensó en que anochecía pronto. Juana solo quería flores rojas.
Cogieron el camino que hay detrás de la escuela, así se ahorraban pasar por el pueblo. Jesús iba silbando como siempre, no se trataba de ninguna canción, él sencillamente juntaba los labios y soplaba, a veces el sonido tenía cierto ritmo, pero la mayoría de las veces era un sonido agudo, molesto. Roque se limitaba a coger piedras y lanzarlas a todo bicho que se moviera. Juana miraba sus zapatos y en silencio iba contando, un paso, dos pasos, tres pasos, cuatro, cinco, hasta diez, miraba un lirio, luego el otro y vuelta a empezar, conocía los números del uno al diez y el rojo era el único color que ella percibía. Su mundo estaba formado por una gran gama de grises.
Manolo, ya estamos aquí, gritaron los gemelos, pero en la cueva no había nadie. Seguro que padre lo ha mandado limpiar el corral. Y ¿ahora qué hacemos? Los hermanos se sentaron en la entrada de la cueva, Juana los imitó; Roque se lió un cigarro y se lo pasó a su hermano para que lo encendiera. Juana al ver las volutas de humo se acercó a Jesús e intentó apresarlas, el humo se le escabullía entre los dedos. Los hermanos se echaron a reír, qué tonta que eres Juana, y Roque le lanzó una piedra, no muy grande, que le dio en la cabeza. Juana volvió a sentarse sin decir nada, mientras se acariciaba la parte de la cabeza donde había impactado la piedra, miró su mano y ahí estaba el rojo. Déjala, le dijo Jesús a Roque, no ves que es retrasada. Pero Roque cogió una piedra más grande y se la lanzó a Juana, esta vez le dio muy cerca de la sien. He dicho que la dejes, gritó Jesús y se levantó y empujó a su hermano; al momento estaban los dos en el suelo pegándose. La pelea duró lo que tarda su padre en arrearles con el cinto cuando hacen o no hacen algo que el hombre considera que tienen o no tienen que hacer.
¿Dónde está Juana? Por tu culpa se ha ido. Será por la tuya. No he sido yo quien le ha tirado las piedras. Cállate ya. Y ahora ¿qué hacemos? Los niños se sacudieron el polvo y entraron en la cueva; ahí no había nadie. Dieron una vuelta cerca del barranco, nada. Tenemos que volver. Espera, a ver si llega Manolo. Esperaron. Pero Manolo no apareció, anochecía y sin mediar palabra, Jesús empezó a silbar y Roque a tirar piedras a todo cuanto se movía mientras se dirigían a su casa.
La señorita Eugenia estuvo atenta con cada uno de sus alumnos, cariñosa no, atenta si y les propuso que hicieran un dibujo para Juana. Se los darían a su madre para que tuviera un bonito recuerdo de su hija: Juana sola en los columpios, Juana con un pez, Juana con un pez rojo y un perro, Juana sola comiendo una manzana roja, Juana con un ramo de flores rojas, Juana saltando a la comba sola.
En el pueblo se comentaba que mejor que se hubiera muerto, qué iba a hacer en la vida una niña como ella, tan torpe la pobre y de tan pocas luces y con esa madre. La culpa era de la madre por no vigilarla. ¿Qué hacía tan lejos de su casa? ¿Por qué había ido sola al barranco?
La Guardia Civil enseguida cerró el caso, Juana se había caído y había muerto en el acto, ese fue el resumen en su expediente. Interrogaron a la madre porque era la única sospechosa, una madre que no se ocupaba de su hija. Una madre-puta, que vete a saber si no había sido ella misma la que dejó a Juana sola cerca del barranco para librarse de ella.
La niña estaba muy atenta al color de la sangre que se colaba entre los dedos y se mezclaba con el rojo de los lirios; tenía la misma viveza que el tomate maduro, caliente. Se lamió los dedos, se levantó y dejó a los gemelos peleándose, el color de ellos no le interesaba, era casi negro, mortecino. Los últimos rayos de sol la guiaron hacía el barranco, un paso, dos pasos, resbaló y se dio otro golpe en la cabeza, su cuerpo quedó escondido entre matorrales. El silbido de Jesús la despertó, abrió los ojos y ahí delante estaban esas flores rojas, como campanas. Intentó levantarse pero todo se movía, mejor si se acostaba, se quitó los zapatos y los dejó a su lado como cuando se va a la cama, se bajó la falda hasta las rodillas y se subió los calcetines, ahora estaba mejor. Cerró los ojos y esperó a que su madre la arropara.
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