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Dos hermanos y un destino - Emilio Lara - Zenda
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Dos hermanos y un destino

Yo soleaba sus umbrías y él clareaba mis penumbras. No necesitábamos sincronizar nuestros relojes como hacen en las películas los atracadores, porque un diapasón marcaba el ritmo de nuestros corazones. Éramos muy distintos pero nos complementábamos. Nos trasvasábamos pensamientos y emociones aun en la distancia porque compartíamos una cosmovisión.

Yo soleaba sus umbrías y él clareaba mis penumbras. No necesitábamos sincronizar nuestros relojes como hacen en las películas los atracadores, porque un diapasón marcaba el ritmo de nuestros corazones. Éramos muy distintos pero nos complementábamos. Nos trasvasábamos pensamientos y emociones aun en la distancia porque compartíamos una cosmovisión. Y al igual que hacen los hortelanos con sus frutales, cada uno de nosotros era un árbol con un esqueje injertado del otro. Nos llevábamos un año de diferencia, y al ser yo el mayor, en la infancia era su guardaespaldas. Éramos dos hermanos y un destino: el país de los libros.

La Casa de Socorro, situada a un tiro de honda de nuestro hogar, era un edificio regionalista con pinta de blocao africanista donde, cada vez que nos heríamos, nos llevaban zumbando para que los practicantes nos cosiesen, nos pusiesen unas lañas y unas inyecciones. Allí y en los ambulatorios de paredes alicatadas, los médicos, con la bata desabrochada y sin quitarse el cigarro de la boca, nos preguntaban, observaban y palpaban con detenimiento para hacernos un reconocimiento antes de extender una receta de letra acalambrada. Al salir de aquellos dispensarios olorosos a alcohol y medicinas, para hacer más llevaderas nuestras descalabraduras y enfermedades, nos compraban tebeos y novelas juveniles. A él, el Jabato y el Guerrero del Antifaz; a mí, el Capitán Trueno y Roberto Alcázar; a ambos, historietas firmadas por Ibáñez y Escobar y clásicos juveniles de Bruguera. Y como nos educaban en una casa donde no había tuyo ni mío, sino nuestro, las lecturas de uno las compartía el otro. Leíamos a tutiplén y no concebíamos dormirnos sin una última ración de páginas en la cama.

"En la infancia de trenka y verdugo nuestras sombras estaban cosidas la una a la otra, como Wendy cosió la sombra de Peter Pan a su tobillo para que no se escapase"

Íbamos juntos a la Biblioteca Infantil, en el Parque, y entrábamos por la puerta del Paseo de las Bicicletas. En aquel silencio de templo laico nos zampamos la colección completa de Tintín y de Astérix, y comenzamos a sacar en préstamo libros que no había en la surtida biblioteca casera donde nos criamos, en la cual abundaban los volúmenes de historia, clásicos universales, ensayos y narrativa histórica. En la sala de estar, después de jugar a los soldaditos sobre una manta de viaje, nos sumíamos en el silencio provechoso de la lectura e intercambiábamos sonrisas cuando algo nos gustaba. Tuvimos unos walkie-talkies con los que conspirábamos hablando a metros de distancia en el piso y en los jardines, y quizá por eso, hasta la muerte de mi hermano Isi, nunca nos dijimos cambio y corto en nuestras vidas.

En la infancia de trenka y verdugo nuestras sombras estaban cosidas la una a la otra, como Wendy cosió la sombra de Peter Pan a su tobillo para que no se escapase. Los fines de semana nos sumergíamos en la oscuridad con chorro luminoso del cine. Él, muy galgo, se hinchaba de comer chucherías sentado a mi lado en el gallinero de unos cines de dimensiones palaciegas y nombres evocadores. Nuestros corazones brincaban con las historias épicas, y tan dulcemente fuimos envenenados por el séptimo arte que en casa nos entreteníamos con el Cinexin, y alquilábamos películas en la filmoteca que reproducíamos en un proyector casero y veíamos en una pantalla desenrollada. De pequeños, nos llevaban a los cines de verano —un lujo asiático en el horno de nuestra ciudad olivarera— y contábamos estrellas fugaces mientras veíamos algún péplum de Maciste o de Jasón y los argonautas; y de mayores seguíamos sacando juntos las entradas en los cines de verano de la playa, cuyos ambigús tenían la bombilla roja de un submarino en inmersión. Nos quedábamos hasta las tantas viendo en la segunda cadena de TVE los ciclos de actores clásicos que emitían, e íbamos a clase ojerosos por escuchar en Antena 3 la enciclopédica sabiduría cinematográfica de Carlos Pumares y mondarnos de risa con sus berrinches. Mi hermano tenía el empaque, la voz, el arrojo físico y la valentía moral de un personaje de John Ford. Él salió wagneriano y yo bachiano, pero ambos considerábamos que las bandas sonoras constituían la música clásica de nuestro tiempo. Compartíamos devoción por idénticos actores y directores, y en su funeral, una de las músicas que sonó fue el tema principal de La misión.

Si dispusiese de una máquina del tiempo como la que concibió H. G. Wells en su novela, haría algún escarceo en la infancia, como todo quisque que no haya sido desgraciado en ella, pero la época a la que volvería sería la universitaria, cuando mi hermano y yo, compañeros de banca, compañeros, hicimos Humanidades.

"Ejercía de benefactor de mi hermano: le pasaba mis apuntes a limpio o a máquina, le resumía conceptos de lengua y literatura árabe, le explicaba aspectos de Geografía"

Íbamos al campus en buses urbanos desvencijados cuyos conductores trataban a los jóvenes como a ganado. La carrera fue un amor a primera vista, y siempre que recordábamos aquellos años nos sentíamos como generales romanos celebrando un triunfo. Calábamos a los profesores enseguida y, mientras nos considerábamos discípulos de los más brillantes, nos reíamos de los más sectarios, los cuales, además de no explicar jamás los hechos históricos, adoctrinaban con furor encarnado. Aprendíamos con tan frenética pasión que los acontecimientos y personajes más importantes del pasado los vivíamos en presente, como si fuesen titulares del telediario, y algunos días, al salir de clase, nos entraban ganas de vocear avatares de las guerras médicas o el lema de Felipe II: «El mundo no es suficiente». De la biblioteca de la universidad sacábamos libros de historia y arte que leíamos engolfados, sobre todo las biografías de grandes personajes. Empecé a ganar premios literarios remunerados y me metí un par de octubres a modelo de pasarela para ganar un dinerillo que me fundía en las librerías con la alegría de un bebedor en tiempos de la Ley Seca. Ejercía de benefactor de mi hermano: le pasaba mis apuntes a limpio o a máquina, le resumía conceptos de lengua y literatura árabe, le explicaba aspectos de Geografía, le resumía los tochos históricos que me embaulaba, hacía de negro de sus trabajos académicos y le recomendaba lecturas por placer para que no se despistase en los estudios, porque le privaba el mundo de la noche.

Luego transitamos por caminos profesionales y personales muy distintos, pero el cordón umbilical inalámbrico que nos unía permanecía intacto, por extrañas que fuesen sus incursiones vitales. El país de los libros siempre fue nuestra tierra de acogida, el hogar afable donde nos encontrábamos aun en la distancia.

"Le costó conciliar su irredento utopismo con el pragmatismo al que yo intentaba arrimarlo a base de conversaciones sin minutero"

En Navidad y cumpleaños nos regalábamos exclusivamente libros, y como era un forofo de la Historia Antigua, le compraba ensayos sobre Grecia y Roma que él agradecía con las esclusas abiertas del corazón y la mirada. Cuando nos reuníamos hablábamos de temas librescos, en nuestras conversaciones telefónicas lo primero que preguntábamos era qué estábamos leyendo, y en mis cazatas por librerías le enviaba fotos de portadas de libros que me llamaban la atención, por si quería que echase alguno a la buchaca para él. Amaba la novela histórica, era un lector empedernido y reincidente de Tolkien, y se pirraba por Stephen King y la historia bélica. Tenía la sensación de haber nacido a destiempo, de ser extranjero del tiempo que le tocó vivir, y aunque armonizaba su extrema sociabilidad con su desencaje cronológico y vital, el sosiego íntimo lo encontraba en la biblioteca que formó y donde se encastillaba, a salvo de dragones.

Germanófilo perdido, aprendió alemán y se sacó el B1 para darse el gustazo de leer un poco  a Goethe en su idioma original y poder cantar «Lili Marleen». Le costó conciliar su irredento utopismo con el pragmatismo al que yo intentaba arrimarlo a base de conversaciones sin minutero, aporte de lecturas escogidas y la obcecada deriva de la realidad social. Fue voluntario paraca en la mili, cinturón negro de artes marciales y una máquina gimnástica. Pero por encima de todo, era lector, y la fidelidad hacia sus autores predilectos la mantuvo como don Quijote mantuvo su amor hacia Dulcinea. Durante una época de errancia su equipaje era un macuto con algo de ropa y una mochila con sus libros favoritos. A pesar de que fue muy noviero, en sus últimos años vivía solo, pero engastado con su familia. La vida le había dado dos prórrogas: salió indemne de un accidente de tráfico que dejó el coche como un acordeón, y escapó de un aparatoso cáncer de testículo que el cirujano presentó en un congreso de urología. Tras la operación, yo lo acompañaba al hospital para las largas sesiones de quimio, pues le entraba bocadillos y reponía sus lecturas mientras el gotero metía en sus venas la lejía farmacológica.

"Volvió a ser el de siempre y retornó su sonrisa de hoja perenne, pues sólo las personas muy seguras de sí mismas bromean sobre cosas serias"

Desde hace tiempo estoy convencido de que nuestra personalidad es como los planos facetados de un retrato cubista. Estamos hechos por igual de la vida que hemos tenido y de la que no hemos tenido, es decir: de lo realmente vivido, de los sueños no cumplidos, de las esperanzas latentes y de las vidas alternativas que se frustraron o descartamos por temor o incertidumbre. Creo que llegué a comprender bien todos los estratos de la personalidad de mi hermano, por eso en nuestro querer sobraban las explicaciones y bastaba un cruce de miradas.

Todo se sustanció de principios de otoño a finales de primavera. Alrededor de media docena de facultativos lo diagnosticaron sin hacerle una exploración física, sin palpar su cuerpo de atleta, y le recetaban medicamentos que no paliaban las mordidas de lobo que sentía de manera incesante en el hombro. Hasta quince días antes de morir no le fue diagnosticado un cáncer de pulmón. Cada vez que él salía de la consulta de un especialista de bata blanca yo, como lenitivo, ponía en sus manos un libro envuelto en papel de regalo.

Llegado un momento, al enterarse de la crítica situación, varios de sus amigos inmemoriales ayudaron a cuidarlo con espíritu de hermandad, convertidos en sus pretorianos. Si pasaban la noche junto a él me enviaban al amanecer largos mensajes de cariñosa información que constituían el cuaderno de bitácora de una última singladura. Todos ellos, tras cumplir con sus obligaciones profesionales y familiares diarias, se disputaban acompañarlo, en una prueba de amistad no mejorada por ningún clásico cinematográfico o literario.

Los cuatro días que estuvo hospitalizado los pasó enchufado a una morfina que envió al exilio al dolor invalidante. Volvió a ser el de siempre y retornó su sonrisa de hoja perenne, pues sólo las personas muy seguras de sí mismas bromean sobre cosas serias. Yo le ayudaba cada mañana a ponerse las lentillas y le daba el frugal desayuno, hablábamos de política y, sobre todo, de la antigua Roma, y aunque sólo le quedaba movilidad y fuerza en un brazo, estaba deseando que le diesen el alta para darse panzadas de leer historia. Cada día, cuando nos quedábamos a solas en la habitación, me pedía que le acercase su móvil para escuchar la bellísima canción de amor «Non, je ne regrette rien», de Édtih Piaf, en la dulce y melódica versión de la Legión Extranjera. Tras canturrearla, nos mirábamos sonrientes y silentes. En efecto, él no se arrepentía de nada de lo vivido. El final fue un rápido abismarse en el sopor escoltado por quienes lo queríamos.

"Convoqué a sus amigos, los pretorianos, y les dije que quería repartir los libros de mi hermano en función de sus respectivos gustos"

Tras su muerte me vi en la necesidad de ir a su casa para resolver los asuntos de índole práctica. Entré en un pequeño mundo congelado y cancelado sintiéndome como un saqueador de su intimidad al revolver en sus papeles y disponer qué hacer con sus cosas. En cuanto a su biblioteca, lo tuve claro.

Convoqué a sus amigos, los pretorianos, y les dije que quería repartir los libros de mi hermano en función de sus respectivos gustos. Era una forma de prolongar la vida de los libros y el recuerdo de Isi. Era su mejor legado. Quise abreviar el trance y en un par de tardes vaciamos las estanterías. No quise quedarme con ninguno de sus libros (incluso con los míos, prestados), a excepción de sus novelas del Capitán Alatriste y de los dos últimos que le regalé y apenas pudo adentrarse en sus páginas: El arte de la guerra en el mundo antiguo, de Victor Davis Hanson, y Hermanos de sangre, de Stephen E. Ambrose, la historia de la compañía de paracaidistas americanos que inspiró a Steven Spielberg y Tom Hanks para la serie de televisión, una obra maestra para nosotros.

Desde entonces, tengo la sensación de que se encuentra de viaje por países que deglutió la historia, como los que figuran en el libro Reinos desaparecidos: La historia olvidada de Europa, de Norman Davies, y que en algún momento volveré a encontrarme con él. Conociéndolo, podría estar andorreando por Burgundia, Etruria o Prusia, o tal vez por los campos embarrados de Flandes, tras el sitio de Ostende.

Él y los libros que amó siguen viviendo en mi memoria.

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Emilio Lara

Emilio Lara (Jaén, 1968), doctor en Antropología, Licenciado en Humanidades con Premio Extraordinario y Premio Nacional Fin de Carrera, profesor de Geografía e Historia de Enseñanza Secundaria. Es autor de la novela La cofradía de la Armada Invencible (Edhasa, 2016) y El relojero de la Puerta del Sol (Edhasa, 2017), Premio Andalucía de la Crítica de Novela. Su última novela, Tiempos de esperanza ganó el Premio de Narrativas Históricas Edhasa 2019. Su última novela es "Centinela de los sueños". @emiliolaral · mypublicinbox.com/emiliolara

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