Pedro Simón (Madrid, 1971) es un Livingstone de las periferias. Alérgico a la pureza, lleva treinta años explorando territorios agrietados, poniendo la mirada y la palabra en esa gente que, cuando termina la fiesta de la multimillonaria, rebusca en los cubos de basura algo que llevarse a la boca. En los heridos, en los desterrados, en los invisibles. También en los renacidos, como intentando demostrar que la conjugación del verbo “resucitar” no es cosa exclusiva de Jesús de Nazaret. Pedro, ese progresista de Carabanchel ideológicamente desencantado, ese referente periodístico del Atleti –en fin, nadie es perfecto–, Premio Espasa por Los ingratos, acaba de publicar Las malas notas (Espasa, 2023), una recopilación de reportajes y columnas. Por ello le íbamos a entrevistar, en un primer momento, en el Café Varela. Un abrevadero bien ubicado, céntrico, donde nos conocen, etcétera. Sin embargo, un día antes del encuentro, resulta que estás comiendo con un amigo en común, Jero García, Pedro le llama, Jero le dice que te está invitando en un bar del Lucero cojonudo, Pedro se pica, cambia el lugar de la entrevista y te manda a su territorio, a La Peseta, a un sitio que responde al nombre de La Maluca. Y allí nos plantamos, claro. Hay un robot que no sé muy bien qué hace pero que está hasta arriba de bandejas, platos y cubiertos. “Este barrio se está amariconando”, apunta el periodista de El Mundo.
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—Parafraseando al imputado Laporta, ¿existe un colchonerismo sociológico?
—Sí. Creo mucho en aquello que decía Juan Luis Cano: “Todo el mundo es del Atleti, sólo que hay gente que no lo sabe”. Porque, en la vida, casi siempre pierdes más que ganas. Hay mucha final de Lisboa y mucha final de Milán cada mañana, en muchas casas. Trasegar con eso tiene que ver con una sociología del Atleti que me interesa y a la que me arrimo. Me hace mucha gracia: muchos de los protagonistas de mis reportajes suelen ser del Atleti (risas). No sé si es que el batallón de derrotados suele estar llena de gente del Atleti, pero es así.
—Por curiosidad, ¿sabe de qué pie futbolístico cojea Plácid García-Planas?
—Como me equivoque, me va a matar… Le pega ser del Espanyol, pero creo que es del Barça, que es muy culé.
—Se le perdona. Es un periodista tan extraordinario…
—Le admiro muchísimo. Le cito mucho, me encanta lo que escribe, tiene libros maravillosos, es una persona de una generosidad acojonante, muy valiente… Es un tipo que nos lleva a mirar cosas que, generalmente, no queremos mirar. Esa debiera ser la tarea del reportero. Además, me parece que Plácid es un reportero humanista, que es lo que alguien dijo, no recuerdo quién, sobre Aldecoa.
—Cita a García-Planas al comienzo de Las malas notas: “Un reportero es como un taxista porque es alguien que te lleva de viaje”. ¿Ha menguado en los periódicos la oferta de viajes?
—Sí. Esto lo dijo Felipe González en su época: hace tiempo que el poder económico embridó el poder político, y creo que el poder político ha embridado al poder periodístico. Es una especie de juego de muñecas rusas, ¿no? Sobre todo, a raíz de la última crisis grande, la provocada por la quiebra de Lehman Brothers. Ahí noté que se le escapó independencia a los periódicos. De tal modo, lo que más importa en los medios, lo más hegemónico, es lo que tiene que ver con el poder. Ahora, más que nunca. Así, los reportajes que tienen más que ver con las periferias y lo humano se han ido arrinconando. No me quejo, mi periódico se sigue gastando dinero en mandarme a sitios. Pero no es lo habitual. Lo habitual es que tiremos con una tecnología de puta madre que hace que ahora mismo podamos ver lo que ocurre, por ejemplo, en Gaza. Y lo que más me espanta es que tenga la gente el rostro de firmar eso desde Madrid, con su nombre y sus apellidos. Eso me desagrada bastante y es un fenómeno reciente, de hace cinco o seis años. Esto no pasaba ni hace diez, ni quince, ni veinte ni treinta años, esta cosa de refritar teletipos sin citar y poniendo tu nombre. Supongo que es un fenómeno que tiene que ver con recortar costes.
—“La oruga no termina de hacerse mariposa”, como dice Raúl del Pozo, pero, ¿hasta qué punto es responsable el lector, el oyente, el telespectador? ¿Acaso no se le habla en necio al vulgo porque lo paga?
—El que manda es el público. Tu pregunta me lleva a la siguiente reflexión: parte del tinglado se empezó a joder cuando cambiamos a los lectores por los clientes. Además, son clientes de pistolita en la sobaquera que dicen: “Yo pago y tú vas a decir lo que yo digo que tienes que decir”. Eso es muy fascista y muy cabrón y lo detecto en los medios. El tipo que entra en la cantina, como en un western, y dice: “Yo la tengo más grande que nadie y tú vas a hacer lo que yo diga. Porque, forastero, no hay hueco para los dos en este periódico”. Ahí se empezó a joder el tinglado, cuando perdimos al lector y ganamos un cliente que quiere refrendar su propio prejuicio, al que la verdad le importa poco, que quiere decir que los suyos son cojonudos y los otros muy malos. Que los buenos son los tigres y que hay que acabar con los leones. En ese juego de trincheras, el periodismo se diluye, se convierte en algo viscoso, en algo tóxico, en un ecosistema poco respirable. Esto lo noto cada vez más. Además, la gente joven que entra, entra más engorilada.
—¿Sí?
—Entra más dispuesta a hacer reportajes como el que es un soldado. “¿Qué tengo que hacer, mi general?”.
—Usted se refiere al “neolector”, un tipo que “no lee, patrulla”; “no opina, dicta sentencia”; “no simpatiza, milita”.
—Y un tipo que te amenaza de muerte. A mí me han amenazado de muerte. Detesto los comentarios de los lectores en los periódicos. Acabaría con ellos, radicalmente. De hecho, un montón de periódicos europeos ya han quitado los comentarios de los lectores. Porque un comentario del lector equivale a meter a alguien en el salón de tu casa y, la mayoría de las veces, si no hay un control, dejar que te arranquen las cortinas, te pinten las paredes y te orinen en el sofá. Todo eso lo puedes hacer, pero en tu casa, no en la mía. Lo único que hace eso es arañar la marca del periódico. Cuando Carlos Fresneda sacó el libro de su hijo, Querido Alberto… Su hijo falleció atropellado mientras hacía un grafiti en Inglaterra, a los veintipocos años. Manu Llorente le hizo una entrevista cojonuda en el periódico. Hablaba un padre que se dirige a su hijo muerto, grafitero, atropellado en Inglaterra. Y uno de los primeros comentarios que había en aquella entrevista, decía: “Ojalá, en vez de escribir este libro, hubieses educado mejor a tu hijo”. Otro comentario era: “No llames a tu hijo artista, llámale guarro”. Otro día, en una entrevista a Zapatero en agosto, el comentario número siete decía: “Hay que empalar a Zapatero”.
—¿No hay un moderador?
—En ese momento no lo había. O los controles fallan. Entonces, hay dos opciones: o tienes los comentarios absolutamente moderados, o eliminar los comentarios.
—Volvamos a la idea del reportaje como viaje. Usted ha decidido transitar por los caminos más incómodos y, a la vez, más humanos y verdaderos. ¿Qué ha aprendido del Homo sapiens ejerciendo este tipo de periodismo?
—Pues mira, lo que he aprendido es que la felicidad no tiene tanto que ver con las cosas buenas que nos pasan, con los premios que nos dan o con las tres ediciones que sacas con un libro de Pueblo (risas), sino con la gestión que hacemos de las cosas malas. Todo el mundo va a tener problemas en su vida. La gente de mis reportajes me enseña esto. Una señora de setenta y cuatro años, adicta al crack y a la heroína, que encuentra espacios de luz y que, a pesar de su infierno, encuentra su llama. Una mujer, Pilar, de cuarenta y tres años, con una hija de diez, que está en cuidados paliativos, que accede a contar su historia sabiendo que le quedan semanas de vida y que te sonríe, se ríe y te gasta una broma. Una tipa como Irene, que tiene anorexia a los dieciséis años, que esa anorexia se le replica a los cuarenta y tantos, que llega a pesar treinta y ocho kilos y que, a pesar de eso, tiene un proyecto de vida, tiene un hijo, tiene mucha luz y mucha fuerza. Toda esa gente gestiona muy bien el trauma, lo malo. Por eso tienen posibilidades de encontrar espacios de luz y de felicidad. Esta mañana (la entrevista se hizo el 26 de octubre) he estado presentando un acto de Cáritas. Había tres personas sin hogar, con historias muy terribles. Y están bien. Entonces, tu hernia discal o el suspenso de tu hijo en matemáticas pasan a ser una gilipollez. Creo que los reportajes tienen que funcionar como espejo. Y como un tirón de orejas. Y como una señal de stop que le diga a la gente: “¿Dónde vas tú? ¿De qué te quejas? Levántate y anda. Tira, que te doy una colleja”.
—¿Y qué ha aprendido de sí mismo?
—Que me voy endureciendo con los años. Creo que ya tengo piel de rinoceronte. A pesar de todo, me sigue conmoviendo cualquier herida que veo. Y me siga interpelando. Seguramente, porque tengo mis insomnios, mis dudas, mis culpas y mis dolores. Al tocar las heridas de los otros, de algún modo, sello la mía. Me gusta que mis reportajes acaben con luz, por muy tremenda que sea la historia.
—“Hay una grieta en todas las cosas, / así es como entra la luz”, que cantaba el gran Cohen.
—Siempre. Sí, sí. Es la imagen del asfalto agrietado donde se abre paso una flor. La vida es así. Pasan cosas muy terribles, pero sabes que tienes que seguir. Un periodista muy conocido que perdió a su hija siendo muy pequeña me dijo, más o menos, que el tiempo acaba pasando, y te acabas tomando un gin tonic y pasándotelo de puta madre. ¡Aunque tu hijo o tu hija se haya muerto! Porque la vida es eso, tirar p’alante.
—Señala que “en estos días de ruido jaleado y espasmódico, conviene recuperar el silencio”. Sé que la pregunta es jodida, pero, ¿tiene idea de cómo?
—Cualquier revolución empieza por lo que tú haces. No estaría mal empezar a salirse de las redes sociales, por ejemplo.
—Usted no tiene redes.
—No. Y no estaría mal comprarse una caja de metacrilato en la que metes el móvil, metes una clave y ahí se queda el móvil, y no lo puedes sacar, aunque seas un puto yonqui y quieras sacarlo. Mira, cuando llegas a los cincuenta, entras en la etapa de desambicionar. Está muy bien esto. Decir no te empodera para muchas cosas. Decir no a cosas que te convienen. “¿Por qué no vienes a cenar a casa de Zutanito si están este, este y este?”. Tú dices que no, simplemente, porque no te apetece. Sabes que te conviene, pero no te apetece.
—“El descubrimiento más importante que hice pocos días después de haber cumplido sesenta y cinco años fue que no podía perder el tiempo haciendo cosas que no quiero hacer”, que se decía en La gran belleza.
—El no te autoafirma un montón. Porque el tiempo está tasado. Si no crees en Dios, como es mi caso, el tiempo está tasado. Te morirás. Y el día en que te mueras, se acabó. Hostias, conviene hacer lo que te apetece sin hacer daño a nadie. Ver un partido de rugby es mi gran plan del sábado por la noche y luego meterme en la cama. No hay más. Me parece un planazo de sábado fantástico (risas). Ray Loriga dice que, a partir de los cincuenta, él prefiere la tranquilidad a la alegría. Entiendo perfectamente lo que quiere decir. Yo prefiero también la tranquilidad a la alegría. La alegría es un fogonazo que tiene su reverso.
—¿La alegría da resaca?
—Claro, hay algo depresivo en la bajada. Es el domingo por la tarde. Pero si estás tranquilo siempre, si no te acercas a la alegría, no sales dañado por ese reverso. La tranquilidad es estar siempre en un 7. A lo mejor te gusta el 9 de la alegría, pero en el tobogán, no bajas al 6, al 5 o al 4.
—¿Salva de algo la cultura?
—¡Buah, de todo! Lo primero es que la cultura nos salva de nosotros mismos, de esa cosa onanista de estar constantemente mirándonos a nosotros mismos, creyéndonos el centro del mundo. La cultura te acerca a las periferias. Carabanchel es una periferia. Un drogodependiente es una periferia. Una prostituta es una periferia. Un anciano al que nadie va a ver en una residencia es una periferia. Y la cultura te lleva a las periferias de mil modos. A mí, la cultura me ha salvado de perder el tiempo bebiendo. La cultura me ha salvado, seguramente, de alguna patología mental. De obsesiones, de trastornos obsesivo-compulsivos. Me ha salvado del aburrimiento, cómo no. Me cuesta mucho imaginarme un mundo sin la cultura. Sólo veo barbarie ahí, una especie de Mad Max de gente absolutamente enfarlopada yendo a ningún sitio (risas).
—Escribe: “El Gobierno quiere adelgazar el aprendizaje memorístico de los alumnos (ya de por sí podado en las últimas décadas) y propender en el blandiblú facilista de la enseñanza con ositos de peluche. (…) La única llave de progreso está en lo que vas metiendo en la alforja de la memoria, en el saber, en lo que no olvidas”.
—Me considero una persona progresista. El gran referente político de mi vida ha sido Julio Anguita. Y me interesa mucho la educación porque en mi casa hay mucho docente. Con el paso del tiempo, una vez muerto Anguita, he ido desenganchándome de cierta izquierda que viene de una ola de neopuritanismo que me toca mucho las pelotas. De tal modo, me sigo considerando progresita, porque creo en la gente que está jodida, porque creo que hay que estar ahí, porque creo en lo público, en el Estado… Pero muchas veces no sé dónde están los míos políticamente. No tengo clara la papeleta, no tengo claro el partido. Te he soltado este rollo para contarte una cosa sobre la educación que, para mí, es importante: siempre que se habla de la cultura del esfuerzo, se vincula a una opción que tiene que ver con la derecha. Como si la izquierda hubiese tirado esa bandera, como si hablar del esfuerzo fuese algo de derechas. Es un gran disparate: el único modo de que una persona de clase media baja, de un barrio de la periferia, pueda compensar que sus hijos sepan tanto inglés como los de quien puede mandar a los suyos a EEUU es que se exija mucho en la escuela pública. Que la escuela pública sea muy buena y la cultura del esfuerzo esté implantada de tal modo que no haya trampa posible. Abrazar el facilismo como si fuera café para todos es algo ridículo.
—La izquierda ha renunciado a tres conceptos: cultura del esfuerzo, España y libertad.
—La libertad, ¿verdad? ¡Qué bien le ha funcionado a Ayuso! Ha hecho una campaña de marketing de puta madre.
—Y, para finalizar, si le digo “David Gistau”, usted me dice…
—Te digo que el día en que más frío tuve de mi vida, cuando en el Doce de Octubre me dijeron que mi hijo de seis años, posiblemente, tenía un tumor cerebral, David me llamó para ver si jugábamos al fútbol al día siguiente. Esto me emociona al recordarlo: le conté aquello, me puse a llorar, y David me dijo: “No te preocupes”. A la media hora, me llamó y me dijo: “Mañana tienes una cita, a las diez de la mañana, con el mejor neurólogo pediátrico de Madrid, que es Anciones. Al día siguiente, un tío que tiene lista de espera de un año, milagrosamente, gracias a Gistau, estuvo mirando a mi hijo. Desde ese día, David, que ha estado aquí, sentado en esta mesa, fue alguien muy importante en mi vida. Quedábamos mucho Jero García, él y yo por aquí, por Carabanchel. Cada uno pagaba en su territorio. Y el cabrón, cuando venía aquí, siempre preguntaba: “Oye, ¿pero en Carabanchel admitís euros?”. (Risas)
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