Ángel Antonio Herrera, escritor, periodista, poeta de larga dedicación, reúne ahora treinta años de obra poética en su libro Los espejos nocturnos (Ediciones Akal). Como él dice en el “atrio”, no es toda la poesía que ha escrito, pero sí toda la que ha publicado. Es un rico tomo de 325 páginas, ilustrado por Ciria y prologado por Antonio Lucas.
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—¿Por qué has hecho este libro ahora?
—Igual ya tocaba. Vi, de pronto, que desde el primer libro publicado hasta el último, habían sucedido treinta años. Joder. Treinta años. Qué milagro, y qué desastre. Me pareció una circunstancia digna de recordarse en un libro que ya tenía, porque éste es un poemario de seis poemarios. Yo el libro lo veo como una biografía, pero en verso. El poema es la biografía del poeta. Ahora que se lleva la intimidad de Instagram, pues yo, que ni tengo Instagram ni me interesa, voy y doy mi intimidad por menos de veinte euros.
—¿Por qué ese título, Los espejos nocturnos?
—Obviamente, el título no es un accidente. Hay una constante inercial, pero pretendida, en mis poemarios remotos y en los más recientes: siempre me inquietó, en lo vital y en lo literario, “la eternidad del instante”, esa infinitud concéntrica de la vida que hace que mientras uno escribe un poema, en ese mismo momento, se está sucediendo en el mundo una tragedia y una orgía, un romance y un asesinato, un quirófano y un velatorio. El hombre es muchos hombres que no ha sido. Sobre todo ésos que no ha sido. La imaginación siempre los recuerda. Eso está en este libro, abundantemente. Cada vez que yo me miro en un espejo, en la noche, soy el mismo, pero soy otro.
—¿Por qué la poesía es necesaria en el mundo de hoy?
—Yo no sé superar aquello de que no sé para qué sirve la poesía, pero es imprescindible. En mi caso, además es un modo de estar en el mundo, que incluye, evidentemente, el modo de no estar.
—¿Por qué siempre ha sido necesaria?
—Porque el hombre, en algún momento, necesita la delicadeza, y en la poesía está la delicadeza humana.
—¿Dónde encuentra poesía el poeta de hoy?
—El de hoy y el de siempre encuentra poesía en él mismo. El poeta es un corazón sitiado.
—¿El mundo es un lugar poético?
—A veces, si el mundo sucede en el pasado. Yo creo mucho en el verso de Lorca: “y la vida no es noble ni buena ni sagrada”.
—¿Es el mundo una buena fuente de inspiración?
—El mundo, como algo externo, ya me inspira poco. Es más, ya me interesa más bien poco. Yo creo que me he nutrido bastante de la nostalgia. Pero de la nostalgia de lo que ocurrió, y en la misma medida, quizá, de lo que no ha ocurrido aún. Hay una nostalgia del recuerdo, y otra nostalgia de la imaginación. Vivo entre las dos. Eso, y mi diálogo permanente con la palabra. Cuido el alcoholismo del lenguaje.
—Veo en los textos que te inspira el verano.
—Sí, el verano está siempre ahí, yendo y viniendo en los versos. El verano es un clima espiritual, y también el clima propiamente dicho, donde se da la resurrección de la carne y la juventud del tiempo. Yo lo tengo eso insistido en un poema: “Contra el paradero del verdugo tengo un verano de antídoto”.
—¿Por qué crees que empezaste a escribir poemas?
—Yo llego a la poesía por mi padre, que fue profesor de Latín y Griego y un poeta secreto. No era un poeta excelso, pero sí hacía muy buenos versos. Tenía una facilidad natural, larga, festiva, incalculable, para versificar. Era de los que retaba a los alumnos a que le retaran: “A ver, chavales, decidme sobre qué tema queréis que escriba un soneto, o una décima. Sobre el pupitre, o el vaso de agua, o el cigarrillo. Lo que digáis.” Y el tío, según el encargo, te hacía un soneto exacto, o una décima, en un soplo. Y luego estaba que era un apasionado de la recitación. Tendría yo diez u once años cuando mi padre ya me leía poemas, como otros padres y otras madres les cantan canciones a los hijos.
—Y así empezaste a aprender.
—Así aprendí a recitar las páginas más recitables, digamos, de la Generación del 27, que no quiere decir que fueran las mejores páginas, sino quizá lo contrario. Pero aquello fue un recreo y una vitamina en mí. Hablo del Romancero de Lorca, los poemas más frágiles de Aleixandre, o muchas rachas de Neruda. Y el Alberti más cantable, o sonetos de Quevedo o Lope. Eso, y metros clásicos del Siglo de Oro.
—¿Y los entendías?
—Yo no entendía nada, pero aquello me envició, cogió vuelo de entretenimiento, y prendió en mí la fascinación por la música de la palabra. Desde entonces, hasta hoy, creo que no hay poesía sin música. El poema es una partitura, y el poeta es compositor. El poema es una partitura de la legislación de lo invisible.
—¿Por qué sigues escribiendo poemas?
—No concibo la vida sin la poesía. Y eso no quiere decir que yo escriba endecasílabos a diario, que no lo hago, sino que tengo una antena lírica ante el mundo, ante la vivencia, y todo se me resuelve en la síntesis de un verso. Me gusta repetir aquello que dijo Juan Ramón, me parece: “Hay que encerrar el universo en un diamante”.
—Organizas el volumen ofreciendo primero tu último libro y yendo hacia atrás, hasta tu primer libro. ¿Podrías explicar por qué has hecho esto?
—Me gustó la idea de montar una poesía reunida en dirección contraria. Es decir, desde lo más reciente hasta lo más antiguo. No me importaría que se viera un afán de desacato del hábito en esto, ojalá. Pero obedece a una primera razón, alegremente elemental: me desagradan menos mis últimos versos. Por otro lado, el carácter de borrador perpetuo que yo sostengo al pensar en la poesía, consigue así, en el orden cronológico inverso, una lectura que prospera hacia atrás, de camino al pasado, y no al futuro. Es un libro que va mirando hacia su génesis. Y, en general, sugiere que me interesa más lo pendiente. Es decir, el libro futuro que ahora estoy trabajando.
—Dice Antonio Lucas en el prólogo que eres de “la raza de los acusados”, citando a Cocteau. ¿Por qué?
—-Lucas arriesga que la raza de los acusados incluye a los feroces, a los que practican la rabia honda, y la dirección prohibida. Y me ve ahí, en esa galaxia. No voy a discutirlo. Porque me gusta y porque muy probablemente es verdad.
—¿Por qué elegiste a Antonio Lucas como prologuista?
—Porque Lucas es un poeta importante, que conoce bien lo que es la felicidad del idioma. Y encima es un amigo antiguo, y en vigor.
—¿Qué hay en tu obra poética desde 2014 hasta hoy, desde el punto en que se acaba este libro?
—Pues hay un hombre que incluye muchos hombres. Porque el hombre es una asamblea. El poeta suele encontrarse con los otros que no ha sido. O que sí ha sido, pero aún no lo sabe. A mí para eso me ha sido siempre propicia la noche, o sea, el espejo nocturno.
—Has escrito en algún momento que tú has hecho militancia del límite.
—Sí, eso es verdad. Yo no me he inventado pasiones para ejercitarme, como hacían algunos clásicos, sino que las he buscado, premeditadamente, incluso salvajemente. Ahora, ya menos, claro, porque he ido cumpliendo años, y los años son una distancia, y un desgaste, y una corrupción, y un asco, en fin. Yo en el exceso suelo ver un acierto. Ahora veo, además, que el exceso es accesible. Y no me gusta. Vivimos unos tiempos literarios, y no literarios de alegre anomalía. Hasta la verdad es ya un exceso.
—¿Publicarás pronto un nuevo libro de poesía?
—De momento, estoy escribiendo; en esa excavación estoy. Yo no escribo bajo plazos, propios o ajenos, ni para publicar ni para presentarme a un premio ni para ningún otro propósito que no sea el compás espontáneo y libre que vaya pidiendo un libro.
—Dices al final del prólogo: “Creo, con un clásico, que yo soy mi herencia”. ¿Qué herencia es? ¿Cómo es tu herencia?
—Sí. Mi herencia es un verso, un primer libro, este último libro que es el libro de mis libros. La vida de un poeta está completa en sus poemas, y no lega otra cosa que no sea él mismo.
—¿Cuáles son tus mayores referencias poéticas?
—Yo he sido un yonki de la poesía. Y lo sigo siendo. He leído y leo asilvestradamente. Pero mis devociones vienen del barroco del Siglo de Oro, empezando en Quevedo, que es una cátedra en lo que quieras, y llega hasta la revisión del surrealismo de los poetas franceses, donde se practica el poema en prosa y la imagen lisérgica, pero no gratuita o meramente pirotécnica. O sea, los que leen bien a André Breton o a los dadaístas. Y luego, claro, pues San Juan, Withman, Saint John Perse, Lorca, un costado de Aleixandre, otro de Cernuda, y Borges, y Baudelaire, más en los temas que en el estilo, y Rimbaud, y Octavio Paz, y Caballero Bonald. No sé, la reunión sería inacabable. Y siempre incompleta. Pero quizá, más que poetas prefiero poemas.
—Saliéndonos quizá un poco de nuestro tema, ¿crees que Cervantes era mal poeta, como él decía?
—Todo poeta tiene algún verso digno de recordarse. La frase es de Borges, creo recordar, y prefiero no quitarle la razón al genio. Dejémoslo así.
—¿En qué se parece la poesía y el periodismo?
—En poco, si entendemos el periodismo como información. Aunque ambas disciplinas (qué palabra, joder, “disciplinas”) dan noticia del mal o el bien del hombre. Otra cosa es la opinión, o la crónica, en el periódico, aquí sí pudiéramos encontrar parentescos. Tímidos parentescos, yo diría.
—¿En qué se parece la poesía y el periodismo que tú practicas?
—Como mi antena de mundo, de la vida, es lírica, y es metafórica, pues hay calambres del verso en mi columnismo. Esto no quiere decir que yo me lleve la poesía al papel del periódico sino que el don de la síntesis, tan medular en la poesía, le viene bien, yo creo, al molde de un artículo, porque un artículo, al menos el que yo practico, tiene algo de soneto frustrado de la actualidad, de opinión que incluye la pólvora de un aforismo, el atentado de una metáfora.
—¿Podrías explicarlo un poco más?
—A mí enseguida se me desmanda un remate de trueno, una flor de maldad, incluso, que es de naturaleza lírica, sí, y yo creo que le da bulto, y brinco, y veneno a todo aquello que quieres celebrar o destrozar. Siempre que no te pases al adorno abusivo, claro, a esa jardinería de los engolados, más o menos engreída, que es un tostón y una mariconada. A veces he puesto la lírica al servicio de la mala leche, o del cabreo, que es una estación de la lucidez, a menudo.
—Es la fórmula de la rosa y el látigo, como decía Umbral.
—Efectivamente. Es soltar una rosa en un párrafo, y al párrafo siguiente vas y dejas un ramo de dinamita. Hay que alternar el jazmín y el amonal.
—Pero acaso haya algo más profundo en este tema…
—En realidad, no hablamos en esto sino del viejo debate entre escribir y redactar. Y yo procuro escribir. Me esfuerzo en lograr escritura. Y me gusta leer a quienes tienen ese mismo vicio. Pero, insisto, sin recaer nunca en el boato amanerado, o en el floripondio solemne, que son siempre una cursilada y un coñazo. O las dos cosas. Yo puedo fardar de dos cosas. Una, de ser un gran lector de poemarios. Y dos, de ser un gran lector de periódicos.
—¿Es muy compatible escribir poemas con tu trabajo habitual de periodista?
—Pues no, porque yo soy un tipo muy atareado. Y resulta que el poema hay que llevarlo a todas partes. Antes de escribirlo, cuando ya lo has escrito, y después, porque el poema nunca lo acabas de escribir, si nos ponemos serios. Pero yo me gano la vida escribiendo en el periódico, opinando en una radio, o en una tele. Se me agolpan las faenas, cada día. De modo que no tengo tiempo para llevarme el poema a todas partes, que es lo que tiene que hacer un poeta. Para escribir versos hay que trasnochar en todo momento. Y yo a menudo madrugo varias veces al día. Esto es jodido para el sacerdocio del verso. Me gusta lo que vislumbra Sabina en una canción: “Yo, que nací para rey, trabajando por dinero”. Pues eso.
—Pero de la poesía no te olvidas.
—Claro. Nunca. Es muy raro que pase un día sin que yo lea poesía, que es otro modo de escritura vicaria, o sin que saque algún momento para ir haciendo notas, apuntes, arranques de borradores, en fin. Es algo así como entrenar un rato, cada día. Pero sin correr demasiado. O sin jugar el partido completo. La poesía es un atletismo. Se escribe con todo el cuerpo, y escribes hasta que caes exhausto, tras un palizón contigo mismo.
—¿Cómo explicarías tu forma, o proceso, de elaborar un poema?
—Suelo tener un primer verso, frecuentemente sobrevenido, y por lo general dejo que a partir de ahí el lenguaje entre en combustión, a ver qué dice. Luego me paso mucho tiempo corrigiendo, limando, decantando. El poema es el poema infinito.
—Hace unos años tuviste una mudanza y me dijiste que en ese ínterin sólo te llevaste un libro, Residencia en la tierra, de Pablo Neruda. ¿Por qué ese libro?
—Quizá alguno más llevaría, pero Residencia en la tierra es un poemario que llevo siempre por ahí, principal, porque es una compañía nutricia, una micebrina inagotable para las ganas de escribir, un alcohol de estímulo verbal. Leer ese libro de Neruda es un modo de abrir el apetito de perpetrar algunos versos.
—¿Por qué Neruda?
—Porque es formidable el Neruda de ese libro. Porque es un colocón, ese libro.
—Fuiste muy amigo de Francisco Umbral, y escribiste un libro sobre él. ¿Lo consideras tu maestro, o uno de tus maestros?
—En el columnismo sí. Un maestro único. Y es maestro de muchos otros que están por ahí ejerciendo, con firmas muy descollantes. Lo que pasa es que, por lo general, yo lo digo y los demás no.
—¿Por qué es un maestro para ti?
—Porque en su columnismo encuentro ya resueltos muchos de mis afanes de vocación literaria, de cuando yo era adolescente: el magisterio verbal de los barrocos, la jerarquía de la ironía, el yo como primicia. Y luego, esa naturalidad insomne que tenía para cabrear a sus propios devotos, desde las poetisas a las marquesas. Decía José Hierro que entrar en una página de Umbral era como entrar en una discoteca. Joder, es buenísimo esto. A mí también me gustaría abrir una discoteca en cada página.
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