Aquel día de 1991, cuando llegué a Salamanca, estaba leyendo en el periódico algo sobre un fotógrafo ciego. Tal vez yo estuviese tan ciega como él si no lograba ver más allá de una cara o un rostro desconocido, si al entrar en una casa extraña no fuese capaz de meterme en ese escenario e interpretar.
Torrente era una anciano pequeño y encorvado, con gafas gruesas de concha. La mirada a través de ellas se reducía a dos puntos indecisos, y en sus cristales se doblaba el contorno de los ojos y se refleja impertérrita la luz, por mucho que yo moviera la cámara.
La cabeza se inclinaba más hacia un lado que al otro, y su boca de puchero dejaba un rastro de palabras que él se encargaba de secar con la lengua. Más si eran exabruptos de hombre malhumorado que se calmaban tras cada disparo de mi cámara.
El despacho de dos ambientes solo lo acogía en el rincón de la mesa camilla. Ya que en el otro lado al lado, el de la luz blanquecina del patio, el escritor parecía impostado e incómodo. Pero en este, bajo las faldillas de tela brocada sobre sus piernas, se adormecía y se encunaba.
El ruido de la Gran Vía de Salamanca no llega a este lado de los pisos de 200m. Tampoco la luz del día que enseguida se desvanece y se sustituye por el amarillo de las lámparas. Hoy, 30 años después, comenzado el mes de octubre, he tratado de encontrar el portal de aquella casa de Torrente en la Gran Vía.
Siguiendo las indicaciones de Flor, una de las mujeres que dirigen la Casa de Unamuno, en Salamanca, busco en el lado de los números pares. Si hubiera buscado en casa antes de venir, en mi agenda de 1991, seguro que habría encontrado la dirección exacta. No existe una placa en la fachada que recuerde que allí vivió el escritor. Tampoco, una vez en el portal, nada que me señale que yo estuve allí un día. Pero esta primera incursión se salda con algunas fotos y una malhumorada mujer, en el quinto, que me dice que me he confundido de portal: “Es el nº 6, no el 4”.
La Gran Vía de Salamanca fue ideada en 1910 como una gran calle para atravesar la ciudad de norte a sur. Es un ambicioso proyecto, y lógicamente, se topa con muchas dificultades, como eliminar viejas construcciones para diseñar un nuevo trazado. Será en los años 40 cuando empiece a tomar forma y Francisco Gil construya el Teatro Gran Vía, en 1944. Este servirá como pauta para el resto de las siguientes edificaciones que se intentarán acoplar a la nueva normativa urbanística establecida por el régimen franquista.
El arquitecto llevara también a cabo, entre otros, el edificio del antiguo Banco Mercantil de Santander, de referencias ornamentales en clave historicista y ecléctica, con mucho peso de lo neorrenacentista. Tratarán de imitar el resto de la ciudad con materiales que no desentonen de la piedra arenisca de Villamayor, de ese color tan característico que le otorga su alto contenido en hierro y que cambia de color al oxidarse con el tiempo.
El edificio nº 6, donde vivió Torrente Ballester sigue esas pautas, con cinco plantas construidas en 1960. El portal, con un mural en la entrada del artista Núñez Solé, también llama la atención por sus paredes de gresite que llegan hasta el techo con mosaicos de diferentes colores. Un pasamanos de madera fue colocado para que el escritor pudiera llegar hasta el ascensor, y junto a él un banquito para descansar mientras esperaba para subir a su vivienda.
Cojo ese mismo ascensor hasta el quinto piso, aunque me tienta la idea de ir por la escalera, que se retuerce de forma curiosa. Tiene una barandilla metálica, y desde el primer descansillo he jugado con los encuadres del metal sobre el suelo de terrazo.
Ya delante de la puerta I, toco el timbre.
“Yo llamé a su puerta”, recuerdo. Como tantas veces en estos años de fotografía y retratos. Como fotógrafa ambulante que recoge los ruidos de dentro y los escudriña en el felpudo. Como alguien que a un lado espera al otro expectante. El azar reparte la espera o la expectación. La espera de unos segundos intensos de diálogo interior. Se nota cuando no hay ruido ni pasos que se acerquen. No huele a nada, en esta ocasión. El aire contenido en el descansillo está vacío. El tiempo y las horas me han volcado de nuevo aquí, pienso. Vuelvo a tocar el timbre. La puerta no se abre. No está ya Torrente. Y al recordarlo… Repito por dentro aquella frase que se me quedó de Filomeno a mi pesar, por azar: “Meu Meninho, meu pequenho Ademar”. Yo me entiendo…
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