Los primeros sábados de Néstor Kirchner en Olivos eran una invariable escaramuza futbolera de seis contra seis, donde él mismo ejercía de esforzado jugador imposible de marcar —nadie se atrevía—, de árbitro inapelable por razones obvias y, durante el posterior vermut a la sombra, también de jocoso verdugo de alguno de los funcionarios que lo acompañaban. Cuando estos partidos trascendieron a la prensa Néstor se puso muy nervioso: temía que fueran vistos como actos de frivolidad menemista. También montó en cólera cuando este articulista comentó una gira de Cristina por Madrid signada por sus paseos y sus compras, y su vocación por mimetizarse con el progresismo español, y sobre todo por haberla calificado irónicamente como una socialista del Corte Inglés: “Se metió con mi mujer, nunca se lo voy a perdonar”, me trasladó su entonces jefe de Gabinete, a la sazón el actual ocupante de Olivos, que también se calzaba los cortos para jugar al fútbol en la residencia durante aquellas primeras épocas. Todavía humeaban las cenizas de 2001 y se oían los ecos del lúgubre “Que se vayan todos”. Kirchner había formado parte de la dirigencia política repudiada, pero escondido en el sur podía presentarse como alguien nuevo; rápidamente se dio cuenta de que debía encarnar el AntiMenem: emitir gestos antagónicos que lo alejaran lo más posible de quien había sido su jefe político. Es por eso que sus primeros pasos consistieron en defender la industria nacional y el rancio concepto “vivir con lo nuestro” —contra la apertura al mundo que había consentido él mismo a lo largo de los años 90—, conformar una Corte Suprema verdaderamente independiente —contra lo que había hecho en Santa Cruz pero también para diferenciarse de la famosa “mayoría automática”— y bajar el cuadro de Videla —contra la indiferencia que siempre le había producido el tema de los derechos humanos y contra el indulto impulsado por los menemistas—. Su olfato para leer el momento fue certero: había que sepultar una cultura y despegarse de un cadáver político.
Veinte años después, frente a esta especie de 2001 agónico y sin disturbios, cuando se vuelve a oír aquel hit que fraseaba la Versuit Vergarabat—–“se viene el estallido”, que ahora cantan a voz en cuello los muchachos del populismo de derecha—, es dable pensar que esta sociedad pendular se dispone a un brusco cambio de piel y que busca quien mejor encarne el AntiKirchner. La enconada discusión entre una coalición republicana con garantías reales de gobernabilidad y La Nueva Derecha Argenta que se puso de moda a pesar de ser una gran incógnita y que se presenta como “lo realmente nuevo”, tuvo durante la campaña ese sentido: ver quién representaba mejor la antítesis de lo establecido y quién demostraba más chances de triunfar sobre un modelo fracasado que nos trajo hasta esta catástrofe. Eso no quiere decir, por supuesto, que el kirchnerismo esté acabado, puesto que la colonización mental y territorial —tras veinte años de adoctrinamiento, copamiento y clientelismo feroz— le garantizan siempre un piso alto. Los feudos son así. No se sabe si eso le alcanzará, por supuesto, para resistir el fuerte viento en contra; dependerá de cómo se den las cartas en un hipotético ballotage que no lo deje afuera. Pero quedan pocas dudas de que esa metamorfosis política y social de fondo ya se ha producido. Casi el setenta por ciento de la población huye de una forma de ejecutar la economía y ejercer la política. Se desmorona el Muro de Berlín creado por el relato kirchnerista, y los escombros están llenos de mensajes cifrados. Porque no solo se trata de un colapso económico y de un Estado fundido: la nave implosiona y naufraga, y se lleva consigo al abismo oceánico una mentalidad hasta ahora hegemónica. Algunos ejemplos sueltos podrían servir como evidencia. A lo largo de dos décadas, la izquierda peronista y sus acompañantes terapéuticos —las “almas bellas”, tan proclives a dejarse psicopatear por el oficialismo— combatieron denodadamente contra la Taser, bajo el insólito argumento de que era una picana (Hebe dixit) y que resultaba más peligrosa que una Browning 9 milímetros. Esta zoncera, representativa de un modo prejuicioso e irreflexivo de pensar, se disolvió en el aire hace una semana, cuando un sujeto munido de dos o tres armas blancas, ingresó en una pizzería de Palermo e intentó agredir a los comensales: un policía le aplicó un simple golpe de electricidad y lo redujo sin lastimarlo; si el agente hubiera cargado una pistola reglamentaria podría haberlo matado, o haber desatado incluso un desastre entre los parroquianos. El progresismo argento no dijo casi nada después de haber proferido imbecilidades a granel durante veinte años.
Otro de los hitos significativos en la nueva conversación pública resulta, contrariamente, alarmante: el insulto preferido para hostigar a la principal candidata opositora fue de un macartismo que no se escuchaba en la Argentina desde la dictadura militar: “montonera”. Patricia Bullrich, de familia radical, se dejó seducir a los 17 años por aquella juventud peronista revolucionaria y pagó con la cárcel: estuvo detenida un tiempo en el Comando Federal Unificado y luego presa ocho meses en el penal de Devoto. Después del exilio, no pretendió victimizarse y mucho menos reivindicar esa época; realizó autocríticas y se apartó completamente de aquella sombría experiencia adolescente. Es curioso: Carlos Menem, que había estado varios años preso durante el Proceso, jamás hizo alharaca sobre la dictadura; Néstor Kirchner, que mientras tanto se había dedicado a hacer negocios, luego se rasgaba las vestiduras con ella. Cristina, que nunca perteneció verdaderamente a la Orga, alentó durante sus gobiernos que se la glorificara, mientras Patricia, que había militado en sus orillas, jamás se permitió industrializar ese error ni romantizar la violencia política. Rizando el rizo, como dicen los españoles, no habría mayor castigo para la arquitecta egipcia que un triunfo electoral de Bullrich, puesto que rogó al cielo que ocupara la presidencia un hijo de la “generación diezmada” pensando en Wado de Pedro, sin esperar que el destino le cumpliera el deseo consagrando a su archienemiga. “Cuando los dioses nos quieren castigar, escuchan nuestras plegarias”, dice un célebre personaje de Oscar Wilde.
Lo cierto es que el kirchnerismo institucionalizó desde el Estado una historia oficial de múltiples aristas, y que con su imposición y el uso añadido de la agenda woke y un sofocante patrullaje autoritario manchó causas nobles y consiguió en algunos casos una reacción rabiosa, que comete injusticias de signo opuesto, pero de similar tamaño conceptual. Que la rebelión contra la apología de la cuestionable “juventud maravillosa” sea un siniestro “procesismo” en ciernes explica el paradigma de ese vaivén violento. No menos peligrosa resulta la idea de que la democracia es la culpable de esta decadencia terrorífica. La democracia no contrató ñoquis, ni agigantó el déficit fiscal, ni provocó las hiperinflaciones ni la pobreza, ni promovió la megacorrupción ni habilitó el narcotráfico. Fueron ciertos dirigentes (no todos) que la sociedad votó una y otra vez, haciendo oídos sordos y ojos ciegos a esos pecados mortales. La democracia es inocente, la sociedad no tanto. Y la “casta” es un recurso barato para buscar sus chivos expiatorios. Hace cuatro años esta misma sociedad repuso por amplio margen a los kirchneristas sabiendo de quiénes se trataba, en un acto de súbita cancelación del “camino difícil” y con la ilusión facilista de que era posible evitar todo sacrificio: el resultado de esa frivolidad pavorosa es esta hecatombe. Cerca de un 40% de la gente consultada por las encuestadoras no quiere anticipar, en consecuencia, a quién le entregará esta vez su confianza en las urnas. Y ese “voto escondido” encierra un modo de jugar callado para evitar las agresiones y también una carencia de argumentos racionales: “No puedo defender a quién voy a elegir porque sé perfectamente que es indefendible”. Sobre este magma de cambios de época y de secretismos emocionales se producirán los inminentes acontecimientos.
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*Artículo publicado en el diario La Nación de Buenos Aires
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