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Primeras páginas de Mujer sin blanca soltera busca, de Monserrat Bros

Bajo el seudónimo de Isa Pi, Monserrat Bros disecciona con humor e ironía la precariedad laboral, la soltería y la generación millenial en el blog homónimo «Mujer Sin Blanca Soltera Busca». Me llamo Isa Pi. Mido 1’80. Pi significa pino. La tónica habitual es que sobrepase una cabeza a más de la mitad de los...

Bajo el seudónimo de Isa Pi, Monserrat Bros disecciona con humor e ironía la precariedad laboral, la soltería y la generación millenial en el blog homónimo «Mujer Sin Blanca Soltera Busca».

Sinopsis de Mujer sin blanca soltera busca, de Monserrat Bros

Me llamo Isa Pi. Mido 1’80. Pi significa pino. La tónica habitual es que sobrepase una cabeza a más de la mitad de los varones autóctonos. De adolescente, tenía la esperanza de que el chico que me gustaba todavía no hubiera dado el estirón, ahora ya no albergo ese tipo de ilusiones con los hombres.

He escrito esta novela para ahorrarme el psicólogo y no perder la cordura. Con mil euros al mes, no puedo permitirme a un profesional que intente dar una razón lógica a por qué a mi edad y con una carrera universitaria todavía soy una mujer sin blanca, soltera, en busca de su sitio.

A continuación, puedes leer las primeras páginas de Mujer sin blanca soltera busca, de Monserrat Bros.

 

Mi primer día como periodista

Me presento. Me llamo Isabel Pi, aunque desde pequeña mis allegados prefieren la versión corta de Isa Pi. Mi apellido tiene sorna porque mido uno ochenta y, en catalán, Pi significa pino. Esta coincidencia del azar o ironía del destino eximió de creatividad al típico gracioso de clase, más si a ello se le suman dificultades para coordinar con gracia mi cuerpo a la hora de practicar deporte.

La tónica habitual era (y es) que sobrepase una cabeza a más de la mitad de los varones autóctonos. De adolescente, tenía la esperanza de que el chico que me gustaba todavía no había dado el estirón. Con el tiempo, ya no albergué este tipo de ilusiones con el sexo opuesto y, ya de treintañera, me di cuenta de que hay pocos hombres a mi altura tanto en sentido literal como figurado.

Aterricé en Barcelona por una beca en la agencia de noticias Cat Press. Tenía ya veintiséis años, con apenas experiencia profesional pero una doble licenciatura en Periodismo y Filosofía y una estancia de un año en Oxford para perfeccionar el inglés (el futuro).

Finalmente, no cursé un máster sino casi me plantaba en los treinta siendo una analfabeta en expertis. En Cat Press me habían asignado los temas de agricultura —no me emocionaba, pero con la crisis, ¿iba yo a quejarme y a perder una oportunidad?—, pero por un cambio de última hora me tocó la sección de cultura. Cultura me apasionaba. Los planetas se habían alineado. La suerte me sonreía.

Mi primer día de trabajo estaba nerviosa. Dejaba atrás una etapa, la de estudiante, la única ocupación que había tenido en mi vida —a excepción de algún trabajo de camarera y algunas prácticas— y en la que desenvolvía con soltura. ¿Serviría para la vida profesional? Al menos, ya no tendría que sufrir el estrés de los exámenes, ni soportar según qué profesores, ni empollar asignaturas sin sentido, ni estudiar los fines de semana, aunque dejaba atrás a amigos, a maestros alentadores, materias que despertaron inquietudes y proyectaron mi platónico puesto de trabajo.

Llegué a Cat Press dispuesta a comerme el mundo, aunque nadie tenía noticia de ello, ni de que yo aparecería por aquella puerta. Entré en la redacción. La recepcionista aún no había llegado y los periodistas más madrugadores me miraban de refilón desde su sitio sin decirme nada. Una de las redactoras, por fin —supongo que decidió asumir el marrón, ¡santa redactora!—, me preguntó qué hacía y le expliqué que era la nueva becaria. El jefe no estaba. No tenía conocimiento de mi existencia, ni sabía dónde colocarme. Ordenó a otra becaria que me pondría a su lado y esta me explicó un poco el funcionamiento de la agencia.

La santa redactora me pasó varias notas de prensa de los mossos d’esquadra sobre robos para que redactara alguna noticia. Emocionada con mi nueva tarea, vi la pantalla en blanco y me bloqueé. ¡Tanta carrera para que el primer día no sepas ni cómo escribir una noticia! Después de releer varias veces la nota me lancé. Una hora más tarde, como si hubiera escrito un ensayo filosófico, se lo enseñé a la santa redactora. Empezó a corregirme todas las uves por bes; a cambiarme la dirección de casi todos los acentos. ¡Vaya santa correctora, no tenía ni idea de las reglas ortográficas! Al principio no hice ningún comentario porque pensé: «Isa, calla, que hoy ya has tenido suficientes pruebas de que en la universidad no te enseñaron nada». No podía aguantar. Era un sacrilegio ver según qué palabras escritas con «b» y no con «v». Sutilmente hice una apreciación y me contestó:

—Cometes muchísimas faltas típicas de la gente que habla y escribe en catalán: acentos abiertos, v en lugar de b… —me dijo, tachándome de pueblerina inculta.

—Pero la noticia está escrita en catalán, no en castellano —le repliqué.

—¿No sabes que aquí todas las noticias se escriben en castellano?

—No, nadie me lo ha dicho. He visto noticias en ambos idiomas.

—Aquí se escribe todo en castellano. Los lingüistas traducen las de ámbito autonómico posteriormente. Redáctalo en castellano y vuélvemela a pasar.

¡La pobre santa redactora-correctora estaba tan desbordada de trabajo, que leía tan rápido, que ni se dio cuenta de en qué lengua estaba escrita la pieza! Después de este incidente y corregir el idioma, empecé a redactar mi segunda noticia. En ese momento llegó el jefe, con el que me había entrevistado para la beca. Me preguntó por mi debut y otras cuestiones de cortesía. Contesté con los tópicos habituales y una sonrisa. El jefe se situó detrás de mí y observó qué escribía —¡odiaba que los profesores hicieran eso en los exámenes del colegio y vi que se repetía el mismo patrón en el trabajo!—. Antes de irse, soltó en voz alta sin que pasara desapercibido para mis compañeros:

«¿No te han enseñado que nunca debes empezar una noticia con una complemento circunstancial?».

Inmediatamente borré el inicio y me disculpé. ¡Dios mío! ¡Claro que lo había estudiado, pero en segundo de carrera y ya se me había olvidado!

Por fin eran las tres de la tarde. Estaba muerta de hambre, pero nadie se movía de su asiento. Todos estaban con la vista puesta en la pantalla, sin comentario alguno sobre el estado de su estómago. ¿Habían ingerido las alubias mágicas de Goku y podían vivir semanas sin comer? Pregunté a la santa redactora-correctora si podía ir a almorzar y me dijo que por supuesto y que volviera a las cuatro. Con una hora no me daba tiempo de ir a casa de mis tíos, en una ciudad del área metropolitana, donde me alojaba hasta que encontrara un piso para compartir.

Empecé a deambular por el Paralelo de Barcelona en busca de un bar para comer. Ninguno me gustaba: unos olían a fritanga, otros parecían demasiado caros, otros estaban sucios, de otros no me apetecía su menú… Finalmente entré en una pizzería y me senté en la mesa del rincón. Nunca había comido sola —desde ese día lo he hecho millones de veces—, pero en aquel momento me daba vergüenza que me vieran sin compañía (como si a alguien le importara) y me pareció muy triste. Quería volver a la universidad.

Lloré. Odiaba el mundo laboral, me había equivocado de carrera. Con un esfuerzo enorme, me levanté de la grasienta pizzería al terminar. Pagué con dinero de mi bolsillo. No me habían dado ningún ticket-restaurante, y no sabía si la agencia se hacía cargo de las dietas. Hice números. Si cobraba seiscientos euros por la beca y debía pagarme el almuerzo y los viajes de tren; trabajar no me salía muy rentable. Si un menú me costaba unos diez euros multiplicado por cinco días de la semana, multiplicado por cuatro semanas, en total, debía pagar doscientos euros en dietas. Si el billete de tren me costaba seis euros (tres euros de ida y tres de vuelta), multiplicado por cinco días de la semana, multiplicados por cuatro semanas, en total, debía pagar ciento veinte euros de transporte.

Mi mísero sueldo de becaria se reduciría a más de la mitad tan solo con los gastos básicos de trabajadora. Llegué medio mareada a la redacción con tantos cálculos deficitarios. ¡Qué dolor de cabeza! Un tema más con el que lidiar, ahora extraperiodístico. Terminé mi primera jornada laboral —que se hizo eterna— después de redactar unas cuantas noticias más de los mossos y tomar, al dictado, las declaraciones telefónicas de un político sobre una polémica con alcalde. A las siete de la tarde, me dijeron que podía irme.

Quedé con Santi, un amigo de la universidad. Él también había empezado a trabajar en una agencia de publicidad ese mismo día. Le conté mis meteduras de pata en la redacción, mi comida solitaria en la pizzería grasienta y la invisibilidad ante mis nuevos compañeros. Sentados en un banco de la plaza de la Concordia, recordamos la universidad, queríamos eludir el mundo laboral y seguir permanentemente con las clases, los sueños, los amigos, las fiestas… En el tren de vuelta a casa de mis tíos, sonó la canción «Quan es faci fosc», de Sopa de Cabra, pero la versión que hizo Pastora en el tributo a este grupo gerundense, y me identifiqué del todo con la letra. Al menos, otros se habían sentido como yo.

Tras el consuelo de tiempos pasados y la evasión musical, llegó irremediablemente la realidad y con ella el segundo día de trabajo. La misma puerta, el mismo olor, los mismos pasos para llegar a mi sitio y la misma sensación de imperceptibilidad de mi persona. Estaba tanteando aparecer con todo el cuerpo tatuado o con el pelo rapado para ver si captaba su atención y tener un minuto de gloria.

El segundo día auguraba ser más interesante: me habían asignado una rueda de prensa, la presentación de un nuevo espacio de ocio patrocinado por una empresa de móviles. Era mi primera rueda de prensa. ¡Qué emoción! No conocía Barcelona pero pensé que memorizando las indicaciones del Google Maps y preguntando no tendría problema. Desorientada y con veinte minutos de retraso, llegué al fin. Sudada y sufriendo por perderme una gran exclusiva, me dirigí al stand de acreditaciones.

—Siento el retraso. Hace poco que vivo aquí, es mi primera rueda de prensa y estoy un poco perdida —me disculpé, confirmando abiertamente lo inocente que era.

—Tranquila, todavía no hemos empezado —me calmó.

Entonces, en voz alta, dirigiéndose a sus compañeros dijo:

«Chicos, ¿lo habéis oído? ¡Es su primera rueda de prensa!».

Inmediatamente, todos me miraron. Los chicos empezaron a aplaudirme y a chillar:

«¿Es tu primera rueda de prensa? ¡Para ser una buena profesional tienes que hablar muy bien de este sitio! ¡Siempre te acordarás de este día!».

Tras este momento de protagonismo involuntario, en el que me colgué el cartel de novata para mis próximos meses de periodista, me senté en la penúltima fila para pasar desapercibida. Abrí la bolsa para ver el obsequio. ¡Me habían regalado un móvil! No me lo podía creer. No sabía que compraban a los periodistas de un modo tan descarado.

Tras este pasajero subidón emocional, a mi lado se sentó un tipo bastante peculiar: con gafas, de mediana edad, bajito y muy cotilla. Me preguntó de qué medio era, cuántos años tenía, si era mi primera vez, aunque después me aseguró que lo había oído en la zona de acreditación. Tras contestar con monosílabos y de modo reticente, empezó por fin la rueda de prensa. Saqué mi libreta y mi bolígrafo para tomar notas. A las dos líneas, el bolígrafo dejó de funcionar. Busqué en mi bolso, pero no llevaba ninguno de recambio.

Le pregunté al señor peculiar si podía prestarme uno, pero no tenía de sobra. Pregunté al de la fila de delante, al de atrás… Movilicé a todo el público, consiguiendo incluso la mirada amenazadora del portavoz, pero nadie tenía un boli o eso decían. Mi primera rueda de prensa y sin bolígrafo. Acabé haciendo de oyente y mientras me comía la cabeza pensando qué iba a escribir, intenté memorizar algo.

Terminaron las declaraciones y nos invitaron a un aperitivo muy sofisticado, en una sala con estética disco. Era fabuloso. Olvidé el incidente. Di rienda suelta a mi imaginación, me sentía como la protagonista de alguna de esas series glamurosas en las que las protagonistas son invitadas a fiestas y se codean con la «gente guapa». El único inconveniente era estar sola, no conocía a nadie con quien compartir el momento, pero acabó siendo una ventaja, porque me convertí en una testigo de excepción sin sentirme juzgada por mi voyerismo.

Llegué a la redacción. No tenía casi declaraciones. Copié la nota de prensa. Cambié un poco su estructura, añadí unos parlamentos en la línea de lo que había escuchado y se lo entregué a mi jefe y compañero de sección. ¡Suerte que no me habían confiado una comparecencia del presidente! Nadie más supo de mi contratiempo con el bolígrafo, ni de mi retraso, ni de mi carta de presentación como becaria entre los redactores de lifestyle y cultura allí congregados. Nadie más, a excepción de Santi, con quien volví a quedar esa misma tarde. «Isa, eres una montaña rusa. Un día el mundo está lleno de maldad, eres la más desdichada, y al día siguiente te lo tomas todo con humor y gran pasión gracias a un móvil y un cóctel. ¿No serás muy fácil de comprar?», me advirtió.

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Autora: Monserrat Bros. Título: Mujer sin blanca soltera busca. Editorial: La esfera de los libros. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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