Diego Mexía de Fernangil nació en Sevilla, hacia 1565, y cruzó el Atlántico, en 1581, para dedicarse, quién sabe cómo, al comercio de libros. Instalado en Lima, la nostalgia del colono, que tan bien evocó Ray Bradbury en Crónicas marcianas, le llevó a presentarse, en el prólogo de la “Primera parte” de su Parnaso Antártico, como un “Ovidio transformado”, en referencia al exilio del poeta epicúreo “entre los rústicos del Ponto”. Pero aquello era mucho más que una comparación. Porque Mexía de Fernangil formó, junto a otros escritores, un grupo de poetas locales (¿y quién no es local?), bautizado precipitadamente como “Parnaso Antártico”, uno de cuyos objetivos principales era luchar contra el prejuicio ontológico-geográfico de que no se podía escribir alta literatura en el Nuevo Mundo. Como los “hombres libro”, de Bradbury, cada uno de aquellos poetas tradujo e imitó a otro gran poeta de la Antigüedad. Mexía de Fernangil escogió a Ovidio, de quien tradujo en tercetos encadenados sus Heroidas, imitó sus Tristes, y escribió una “Vida de Ovidio”. Evitó, sin embargo, las Metamorfosis, que, en mi opinión es uno de los libros más desatendidos de la historia literaria (que lo ha rebajado a enciclopedia de mitología). Y lo evitó por su impronta epicúrea y panteísta, que seguía los pasos del De rerum natura de Lucrecio, y avanzaba sin complejos los de la Ética de Spinoza y el Hojas de hierba de Whitman.
Todo esto, y mucho más, es lo que estudia Emilia Conejo, en Dios palpitando entre las tomateras. Un diálogo con la poética salvaje de Marosa di Giorgio, que acaba de salir en Godall edicions, que, en mi opinión, es una de las editoriales de poesía y ensayo más interesantes del panorama actual. Emilia Conejo no sólo ubica, ilustra y aclara impecablemente las claves principales de la poética de Marosa di Giorgio, sino que, en tanto que autora de dos magníficos libros de poesía, dedicados también a la atención y el culto de los aspectos inmanentes de la realidad, De acá y Minuscularidades, dialoga con su Ovidio portátil, mediante una serie de evocaciones personales en las que se mezclan la reflexión filosófica, la prosa memorialística y la poesía. El resultado es un libro fascinante sobre una autora fascinante.
Veamos, pues, algunos de los temas que Emilia Conejo presenta en Dios palpitando entre las tomateras. En primer lugar, el lugar. Según nos informa la autora, la escritura de Marosa di Giorgio es un intento de regresar, o más bien de no apartarse, del locus amoenus de su infancia, que identifica con la chacra familiar en Salto, en la que vivió sus primeros trece años de vida. Aquel lugar es el escenario de sus particulares Metamorfosis, en las que las frutas, las semillas, los animales, los ángeles y demás seres se unen y separan, violenta y amorosamente, como si fuese una selva o una charca a cámara rápida. Uno de los primeros en trabajar la idea de “enclave temporal” o “enclave natural”, entendido como el mantenimiento poético de un recuerdo, que nos traslada a una época o lugar particularmente feliz, o crucial, normalmente asociado a la naturaleza, fue William Wordsworth, quien llegará a afirmar que: “Hay en nuestra existencia enclaves temporales / que con indiscutible preeminencia preservan / una virtud restauradora”. De ahí que los títulos de los poemas de Wordsworth fuesen tan concretos, hasta el punto de hacer referencia al objeto, lugar, hora, día, mes y año, en los que fueron escritos. Siempre con el objetivo de que su mera lectura despierte un recuerdo reparador que nos alivie o proteja cuando nos volvamos a ver sumidos en el tráfago agobiante de la vida cotidiana. Ta pragmata, ‘los asuntos’, ‘los problemas’, decían los griegos. Todo lo cual parece estar en el origen de la opinión de Claude Lévi-Strauss, quien llegó a decir que “las artes son el territorio salvaje que sobrevive en la imaginación, como parques nacionales en el interior de las mentes civilizadas”. Idea que, tal y como nos informa Emilia Conejo, Gary Snyder habría desarrollado, en La práctica de lo salvaje, donde sostiene que las artes son como enclaves sagrados en los que salvaguardar la biodiversidad de cada ser humano. Lo salvaje, desarrolla la autora, se relaciona con este dejarse llevar, que tiene lugar en momentos de pérdida del yo, de fusión con otros y con la naturaleza, como en el sexo, la aventura, la risa, la poesía, la música o las prácticas espontáneas, y ocasionales, de un misticismo libre.
La obra de Marosa di Giorgio también ha sido comparada con El jardín de las delicias, de El Bosco. Si bien no es un infierno ni un cielo. Y me atrevería a decir que tampoco es un purgatorio, sino que es, simplemente, lo que hay, la natura de Lucrecio, el cosmos de Bruno, la “sustancia única” de Spinoza, la naturaleza de Walt Whitman y Emily Dickinson, “lo monstruoso” de Nietzsche o “la facticidad pura” de Heidegger. Y eso que hay es un entrelazamiento continuo de seres que se mezclan, devoran, compiten y copulan incesantemente. Como dice Emanuele Coccia, en Metamorfosis (Siruela, 2021), nos equivocamos al ver el acto de comer como “una forma de sacrificio y violencia”, pues, aunque es cierto que “uno de los seres desaparece”, se trata de “un intercambio de energía: la capacidad de cada cuerpo vivo de proporcionar vida, no sólo a sí mismo, sino también a otros seres vivos”, ya que “la vida que los anima no tiene nada de individual o de específica de su especie concreta, ya que puede permanecer en su cuerpo, pero también salir y nutrir individuos de una variedad infinita de otras especies”, como prueba el hecho de que, “al morir, nos convertiremos, por fuerza, en un banquete para otros seres vivientes.” Y esto no sólo sucede con la comida, sino también con la vida, con la muerte, con el sexo y con todo lo demás. Frente al cristianismo, que ofrece una supervivencia individual, la metamorfosis, materialista, o epicúrea, ofrece una trascendencia inmanente. Desde su perspectiva, es un error encerrar la vida en seres individuales y estancos, que nacen y mueren, olvidando la corriente imparable que los precede, atraviesa y continúa. Que los trasciende, no hacia el más allá, sino hacia todas las partes de este mundo. Sin duda, se trata de una visión que produce, a la vez, una sensación de terror y de placer. Terror et voluptas, decía Lucrecio. Y eso mismo es lo que produce la lectura de los poemas de Marosa di Giorgio, cuyo trabajo, según afirma en su libro de entrevistas No desvelarás el misterio: “Consiste en celebrar las máscaras, los diversos rostros, siempre la misma máscara; siempre el mismo rostro; pero, al mismo tiempo, infinitos paréntesis de lo que es.”
De ahí las interesantes reflexiones de Emilia Conejo sobre el concepto romántico de lo sublime (de mano de Lo bello y lo siniestro de Eugenio Trías), y lo siniestro (de mano de Sobre lo siniestro de Sigmund Freud). Explica la autora, que, en cierta ocasión, Joseph Haydn dijo, refiriéndose a su discípulo Beethoven, que su música sería magnífica, si éste no tuviera la mala costumbre de abrirse las tripas y arrojarlas sobre ella en cada composición. Si bien, esta diferencia es, precisamente, la que explica que la música de Haydn sea “bella”, y la de Beethoven, “sublime”. Y, continúa, “la revolución consiste en dar cabida en la concepción de la belleza a lo imperfecto y lo inacabado, en alejarla de la imagen apolínea de perfección y mesura”, porque el desbordamiento sólo puede venir dado “por lo informe, lo monstruoso, lo incompleto, lo desordenado, lo feo, lo grotesco, lo molesto, lo encrespado, lo desolado, lo árido, lo moribundo, lo tenebroso…”
Sin duda, lo sublime suele ir de la mano de lo siniestro. Podríamos decir, incluso, que la estética de lo siniestro se dedica a atender más al horror, que a la voluptas. Pues, para desesperación de Lovecraft, lo siniestro es lo desconocido dentro de lo familiar. Como diría Schklovski, es lo familiar desfamiliarizado. Tal y como nos informa Emilia Conejo, el adjetivo alemán “unheimlich” significa “siniestro” o “desasosegante”, de Heim, que significa ‘hogar’, como en Heimat, ‘la patria’ o daheim, ‘en casa’. Todas estas palabras evocarían un sentimiento de protección o refugio. Sin embargo, el significado habitual de Heimlich no es tanto “hogareño” como “secreto”, “clandestino”, “furtivo”, “en secreto” o “a escondidas”. De ahí que el adjetivo unheimlich se refiera a aquello que nos arrebata produciendo una sensación de inquietud o desasosiego. La inquietud de que la normalidad (que otros llaman “realidad”) no resulte, al fin y al cabo, más que un fino velo que apenas tapa la más monstruosa de las visiones, que es la del absurdo. Lagarto, lagarto.
Pero, tal y como los niños nos recuerdan, y autores como Chesterton, Cortázar o Beckett trabajan, el absurdo no es siempre desasosegante, no es siempre siniestro. De ahí el elemento, a veces infantil, que domina la poesía de Marosa di Giorgio. Podríamos hablar, quizás, de un “brutalismo infantil”, que no deja de recordarnos al Claus y Lucas, de Agota Kristof. De ahí el interés de di Giorgio por el surrealismo, que se ve a sí mismo, tal y como dice André Breton, en su Manifiesto surrealista, de 1924, como un intento de resistir a la reducción de “la imaginación a la esclavitud”, operada por “la apisonadora que supone la ‘vida adulta’”, que le impide al individuo “trascender más allá de sí mismo y percibir su salvación.” De ahí que Marosa di Giorgio diga, en su libro de entrevistas No desvelarás el misterio, que: “La gente me pregunta a veces si mi poesía es surrealista, y yo contesto que es realista, mágica: realista porque las cosas pasaban así, y mágica porque la vida es mágica”.
A continuación, Emilia Conejo reflexiona acerca del carácter agridulce de lo sublime. Y lo hace en diálogo con el ensayo Eros dulce y amargo, de Anne Carson. Según la poeta, la palabra griega “eros” indica necesidad, carencia, deseo por lo que falta: “El que ama desea lo que no tiene”. De ahí que se lo represente bajo los modos del “aplazamiento, desafío, obstáculo, hambre, elevación y alrededor de una ausencia radialmente”. Que este anhelo produzca al mismo tiempo placer y dolor es lo que lo hace desmesurado e inasible, resbaladizo, y por tanto glukopidron o “dulce y amargo”, como lo designa Safo. No es improbable que Marosa di Giorgio coincidiese más con la concepción del deseo que desarrollaron Spinoza y Deleuze, para los cuales el deseo no es la expresión de una carencia, como sucede en el cristianismo, que es una nota de varias páginas al pie de las obras de Platón, sino de una potencia, que, en caso de desplegarse, produciría una sensación de alegría, y en caso de obturarse, una sensación de tristeza. Desde esta perspectiva, la naturaleza de di Giorgio no sería un lugar pecaminoso y obsceno, en el que cada ser buscaría aquello de lo que carece, por culpa de su naturaleza caída, que es vista como un destierro ontológico, sino un hervidero de potencias encontradas desplegándose y frustrándose en una danza imparable. Terrible y voluptuosa.
Otro elemento fundamental de la poesía de Marosa di Giorgio es la espiritualidad. De hecho, la poeta uruguaya jamás rompió del todo con su catolicismo de base, si bien podría haberse presentado a sí misma, tal y como hacía Theodore Monod, como una “cristiana anarquista”. Pues, del mismo modo que Emily Dickinson construyó un puritanismo sui generis, Marosa di Giorgio se hizo un catolicismo a su medida. De ahí que Emilia Conejo la llame, con felicidad, “beguina del siglo XX”, y la emparente con las grandes heterodoxas, o suidoxas, como Hildegarda von Bingen, Juliana de Norwich o las beguinas, que practicaban lo que Luisa Muraro ha llamado, en obras como Lengua materna, ciencia divina o Tejer o ganchillo, “la teología en lengua materna”, que concibe bajo la imagen del disfieri. Término que se refiere al proceso mediante el cual se reaprovecha la lana recuperada tras deshacer un jersey viejo para hacer otro nuevo. Marosa di Giorgio despojaría lo religioso de los valores que tradicionalmente ha poseído para otorgarle otros. Mantendría los viejos nombres, la lana vieja con la que volver a ovillar, con el objetivo de resemantizarlos, y tejer nuevos patrones, con la libertad que confiere el uso poético de la imaginación.
Más. El misticismo inmanente de Marosa di Giorgio da lugar a un tipo de visión que es, dice Emilia Conejo, “de otro mundo y, al mismo tiempo, no es nada de otro mundo, porque es tan corriente como, por ejemplo, el quedarse embarazada o el descubrir el don de la alteridad en una pordiosera accidentalmente encontrada por la calle”. Son también muy interesantes sus reflexiones acerca de la poesía como una vía de salvación laica. Emilia Conejo rastrea esta idea hasta el primer romanticismo alemán, o Frühromantik, que se planteó la creación de una religión meramente estética, que implicaba “una soteriología, o doctrina de la salvación, a través del hecho artístico”. Schlegel llegó a definir la religión como “sentido y gusto de lo infinito”. Novalis habló de nostalgia metafísica o filosófica. Hölderlin dijo que “el hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona”. No es extraño, pues, que Rüdiger Safranski afirmase, en Romanticismo. Una odisea del espíritu alemán, que el romanticismo es una continuación de la religión con medios estéticos. Si bien, en los primeros románticos alemanes, la experiencia religiosa no se basa en la promesa de la vida eterna o el más allá, sino que se limita a tratar de “experimentar lo infinito en el instante finito; ese instante pleno, una vida energetizada, que puede influir sobre los demás ámbitos de la existencia y animarlos como vivificarlos.”
Otra de las grandes preocupaciones del primer romanticismo, que puede servirnos para comprender mejor la poesía de Marosa di Giorgio, es la noción de Witz, que nos resignamos a traducir como “agudeza”, “chiste”, “broma” o “ingeniosidad”. Según Emilia Conejo, aunque el humor pueda parecer totalmente ajeno a la estética romántica, lo cierto es que el primer romanticismo alemán le dio una importancia fundamental. Siguiendo la tesis del juego de Schiller, que consideraba que el ser humano solo juega cuando es plenamente humano, y sólo es enteramente humano en el juego, Schlegel llegará a afirmar que los juegos sagrados del arte son copias del juego infinito del mundo, que ve como una obra de arte, que está haciéndose continuamente a sí misma.
El Witz serviría como nexo de unión entre el humor, lo lúdico, la poesía y la mística. Éste, de un lado, une (pues uno de los mecanismos básicos del humor es: unir de forma sorpresiva aquello que habitualmente no se toca), y, del otro, libera (porque abole las categorías ontológicas con las que solemos estructurar el mundo), llegando así a adquirir una dimensión cósmica, gracias al hecho de poner en relación no sólo ideas finitas entre sí, sino también lo finito con lo infinito. De ahí, sigue la autora, su carácter místico, pues aspira a ser una chispa de absoluto, no muy diferente –a veces indistinguible- al de la imagen poética. Continuará esta estética híbrida Victor Hugo, para el cual lo sublime y lo ridículo tienden a mezclarse, en lo grotesco, tal y como dice en su “Prefacio” a Cromwell. Sea como sea, para los románticos, el Witz del poeta, que, tal y como teorizó Carlos Bousoño y practicó Ramón Gómez de la Serna, asocia la metáfora y el humorismo, “produce lo que no consiguen ni la filosofía ni la ciencia: “eternas asíntotas -esas líneas que tienden al infinito sin tocarlo nunca- desprovistas de visión poética, de esa mirada globalizadora de la universal poesía.”
Otro elemento fundamental para entender la poesía de Marosa di Giorgio, en particular, y buena parte de la poesía y de la narrativa de la segunda mitad del siglo XX latinoamericano, en general, es la estética neobarroca. El neobarroco tiene como principales prácticos y teóricos a autores como José Lezama Lima, Severo Sarduy, Alejo Carpentier, Néstor Perlongher o Pedro Lemebel. Y ahora también Marosa di Giorgio. Porque el carnaval, lo grotesco, lo infinito, las mezclas, lo siniestro, la celebración de una naturaleza inmanente y selvática también se dan cita en sus versos. Según Néstor Perlongher, cada palabra es un pequeño animal iridiscente y montaraz. Lo cual implica que no podemos leer a di Giorgio de la misma manera que leemos un artículo de periódico. Las palabras no son –no pretenden ser- lentes perfectas, que representan tal cual la realidad, sino vidrieras, que se desentienden del paisaje, para ser ellas mismas, sea lo que sea que eso signifique. En el barroco y el neobarroco también es fundamental la idea de infinito. Porque, tal y como señala Eugenio Trías, en Lo bello y lo siniestro, aunque el Renacimiento introdujo la perspectiva, ésta todavía respondía a una concepción de la belleza como finitud, mientras que el barroco ya busca desbordar los límites materiales y conceptuales, abriéndose “hacia un ‘más allá’ en el que la visión debería añadir o completar lo que se halla en la representación únicamente sugerida”, creando “líneas con voluntad de infinitud, en las antípodas de las formas geométricas consideradas como perfección desde Pitágoras y Platón hasta el Renacimiento: del cubo y la esfera.” De modo que, concluye Trías, el barroco puede ser visto como “la escenificación teatral del infinito, al fin introducido en la representación”.
Emilia Conejo también presenta el concepto nietzscheano de lo dionisíaco, que supone la entrada en “el Evangelio de la armonía universal”, que permite, no sólo la unión con los demás, sino también con uno mismo, ante el altar de “lo misterioso Uno primordial”. Según Nietzsche, la desmesura es esa cualidad propia de la época preapolínea, la edad de los titanes, y del mundo bárbaro. Por eso Nietzsche necesita cantar y bailar, para desaprender “a andar y hablar” y ponerse, como los animales, “en camino de echar a volar por los aires bailando”.
Son muy destacables las páginas que Emilia Conejo dedica a analizar la escena del Sombrerero Loco y la Liebre de Marzo, de Alicia en el País de las maravillas, de Lewis Carroll, con el objetivo de comprender mejor el poemario de Marosa di Giorgio titulado La liebre de marzo. En dicha escena, que, en opinión de la autora, es un equivalente victoriano del banquete barroco, el tiempo se retuerce sobre sí mismo hasta quedar suspendido. Nótese, además, que la liebre, que no es sino la antítesis del apresurado conejo blanco, simboliza el ciclo de la vida y la muerte, pues se entierra y desentierra, se reproduce rápidamente, avanza veloz, y está siempre escapando de los cazadores, que son el tiempo, quiero decir la muerte. En la India, la tortuga que alcanza a la liebre simboliza la muerte. En Zenón, simboliza el infinito, que es uno de los nombres de la muerte. Pero Marosa di Giorgio no quiere detener el tiempo, tal y como dice magníficamente en No develarás el misterio: “No quiero detener el tiempo, esa especie de hijo extraño de la eternidad; mientras ésta parece ser blanca e infinita, el tiempo semeja tener algo de huesos y sangre y vivir y latir con nosotros. Hay que fugarse con él y en él.” La negación del tiempo sería incompatible con su voluntad de asentir con la naturaleza inmanente de las cosas. Si lo evoca constantemente, es porque considera que está en todas partes, que es, como la sustancia infinita de Spinoza, uno solo. Y que, del mismo modo que cada ser no es más que un solo modo de los infinitos modos que componen la sustancia única, cada momento no es más que una sola cara de las infinitas caras que componen el diamante del tiempo.
Luego están las reflexiones acerca del concepto de “sentimiento oceánico”, de Romain Rolland, que Sigmund Freud recogió y desarrolló al inicio de El malestar en la cultura. Una especie de sentimiento (o sensación) religioso, o más bien espiritual, de corte espontáneo y puntual, que sugiere la disolución de la propia persona en el todo. Según dice Freud, en El malestar en la cultura: “esta [sensación] residiría según su criterio [de Romain Rolland], en un sentimiento particular que jamás habría dejado de percibir, que muchas personas le habrían confirmado y cuya existencia podría suponer en millones de seres humanos un sentimiento que le agradaría designar ‘sensación de eternidad’; un sentimiento como de algo sin límites ni barreras, como en cierto modo ‘oceánico’. Se trataría de una experiencia esencialmente subjetiva, no de un artículo del credo; tampoco implicaría seguridad alguna de inmortalidad personal; pero, no obstante, ésta sería la fuente de la energía religiosa, que, captada por las diversas iglesias y sistemas religiosos, es encauzada hacia determinados canales, y seguramente también consumida en ellos. Solo gracias a este sentimiento oceánico podría uno considerarse religioso, aunque se rechazara toda fe y toda ilusión.” (Sigmund Freud, El malestar en la cultura, Alianza, Madrid, 1996, pp. 8 y 9)
A continuación, la autora nos pone en la pista de un libro fundamental, como es La mística salvaje, de Michel Hulin, que estudia de qué modo ese “sentimiento oceánico” puede ser buscado de forma “salvaje”. Esto es, espontánea, inmediata, no mediada por una religión institucional, tal y como hicieron, entre muchos otros, Wordsworth, Emerson, Whitman, Thoreau, Nietzsche o Emily Dickinson, pero también las beguinas, los monjes zen, y tantos otros. El mismo Rouseau dirá que, en ciertas ocasiones: “Siento éxtasis, arrobamientos inexpresables al fundirme, por así decir, en el sistema de los sedes, al identificarme con la naturaleza entera”.
Bueno, son tantos los temas que Emilia Conejo desarrolla en Dios palpitando entre las tomateras, que no puedo hacer más que enumerar unos pocos. Como dijo en cierta ocasión Alain Badiou: “La felicidad es saber gozar de forma finita lo infinito.” Está la cuestión de cómo Marosa di Giorgio se identificaba con los druidas, término que procede probablemente del galés “derwydd”, esto es “vidente del roble”, que, tal y como Robert Graves dice, en La diosa blanca¸ eran trovadores ambulantes a los que se concedía un estatuto sagrado. Está la deliciosa definición de barroco que apuntó Ramón Gaya, en su Velázquez, pájaro solitario, según la cual “el barroco es el arte de lo que sobra, o mejor, que lo barroco es todo aquello que sobra hecho arte, hecho estilo.” (¿Cómo no iba a ser barroca nuestra época?) Está la naturalización de lo extraño (“-Entonces –dice el león, dirigiéndose a Alicia, en la obra de Carroll- acércanos ese pastel de ciruelas, monstruo”); o la idealización de la infancia, que podemos llamar, calcando el término “teriofilia” de George Boas, “puerofilia”: “Yo no puedo salir de esa niñez y esa maravilla. Ese es mi horror y esa es mi suerte”. (Marosa di Giorgio, No desvelarás el misterio)
En fin, Dios palpitando entre las tomateras, de Emilia Conejo, es un libro deliciosamente bien escrito, que no sólo nos abre una puerta al jardín cerrado de una de las poetas más interesantes de las últimas décadas, sino que también nos presenta con claridad, profundidad y erudición algunos de los temas fundamentales de la poesía y la filosofía de los dos últimos siglos. Para tomar muchas notas. Como yo no he podido evitar hacer.
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Autora: Emilia Conejo. Título: Dios palpitando entre las tomateras. Un diálogo con la poética salvaje de Marosa di Giorgio. Editorial: Godall. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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