Después de ganar el mundial de baloncesto con España, Sergio Scariolo concedió una entrevista de esas que llaman “personales”. Al periodista le extrañaba el cambio de talante del entrenador, hosco y colérico en sus primeros años en España y mucho más accesible después, y le preguntó por los motivos. “Supongo que no se puede ser gilipollas toda la vida”. La historia desmiente a Scariolo y nos muestra personajes que han hecho de ser gilipollas una causa vitalicia. Claro que, como dice Joaquín Reyes en su imitación de John Galiano en Celebrities, hay gilipollas sin ningún merecimiento ni atractivo y hay otros que se han ganado el derecho a serlo con creces. Si eres un medio burgués con un buen coche, una casa de verano en Sotogrande, un puesto bien pagado en una firma inglesa de abogados y un carácter difícil no eres más que un gilipollas, con g minuscula. Si te han herido en Italia durante la primera guerra mundial, si has pasado tu juventud en París rodeado de genios, si has sido testigo presencial de la Batalla del Ebro, si has cazado en Africa, si has asistido al desembarco de Normandía y has expurgado nazis del Monte Saint-Michel al frente de una división llamada Double Deuces, si has sobrevivido a un accidente de coche y a dos avionetas estrelladas, si te has casado cuatro veces y te han concedido el Premio Nobel de literatura, si no eres un Gilipollas, esta vez la g es mayúscula, es que estás muerto.
Pedro J suele decir que no conoce a nadie con talento que sea fácil. Desconozco si la cita es suya o la ha tomado prestada pero es una verdad indiscutible. Hemingway derrochaba talento y gilipollez a partes iguales y en cantidades industriales. Por eso todos querían estar cerca. Por eso todos querían alejarse. Por eso todos querían volver a estar cerca. Especialmente en sus últimos años, cuando la leyenda no dejó un solo hueco que ocupar a la persona. En los años de su cuarto matrimonio. En el tiempo en que pasaba los inviernos esquiando en Dolomitas, cazando patos en Venecia y apurando martinis en el Harry´s Bar y los veranos en Finca Vigía en Cuba o en Cayo Hueso, escribiendo por las mañanas en su torreón y pescando en el Pilar por las tardes.
En ese tiempo crepuscular de Hemingway, el guionista Budd Schulberg acababa de colocar en la lista de recomendaciones del New York Times su último libro Más dura será la caída (aún faltarían unos años para que los dioses de la academia le concedieran el Oscar por el guión de La ley del silencio) y Hollywood había comprado los derechos para producir la película que tendría a Humphrey Bogart como protagonista. El éxito ameritaba celebración y nada mejor que llevar a su familia a unas relajadas vacaciones al sol de Florida. En concreto a Cayo Hueso. ¿Por el buen tiempo?¿El submarinismo o la pesca?¿Por la comida? Nada de eso. Porque era una de las residencias de Ernest Hemingway y las posibilidades de conocer al genio se multiplicaban.
Una vez instalados coincidieron en la playa con una pareja encantadora, Betty y Toby Bruce. Resulta que además de lo mucho que congeniaron y del conocimiento enciclopédico que tenían de la isla, los Bruce eran el matrimonio-para-todo de Hemingway. Tanto que Toby había ayudado a construir la casa del Nobel con sus propias manos (“vaya, ¿lo puedes creer?”). Pero cuando la vida se pone de buenas parece no tener fin y pronto recibieron el anuncio de que Papa en persona visitaría la isla y Toby debía abrir la casa y organizar una recepción. Schulberg apenas pudo contener la emoción: “voy a tener el privilegio de hablar con la leyenda viva de boxeo, de pesca, de Scott Fitzgerald …”.
Así que nervioso como un opositor se plantó en casa de los Hemingway esperando sus tres minutos de gloria en los que podría estrechar la mano del mito. Y allí estaba el mismísimo Maestro, descalzo, con bermudas vaqueras y una camisa de pesca abierta hasta el ombligo (igual que Andrés Montes establecía un patrón de sonrisa para los jugones, tiene que haber otro para el modo de vestir de los Gilipollas).
—Me dicen que eres escritor.
—Bueno, algún libro he escrito.
—¿Y me quieres decir, por el amor de Jesucristo, qué sabes tú de boxeo?
—Hombre, si acaso que he sido aficionado a lo largo de toda mi vida.
Y así, sin más preámbulo, Hemingway empezó a examinar a su huésped. Billy Papke, Leo Houck, Pinkey Mitchel… Schulberg iba dando respuesta a todos pero, a cada nombre, la barriga de Hemingway lo iba arrinconando hasta dar con su espalda en la pared del salón. “¡Hasta aquí podíamos llegar! ¿Este tipo cree que me puede intimidar de buenas a primeras con algunos nombres de boxeadores que ni siquiera me han parecido un desafío? ¿Pero por quién me ha tomado?”.
A partir de aquella tarde Schulberg ya no quiso saber nada de su admirado mito viviente a pesar de los intentos desesperados de Toby de hacerle entender que “Papa ha tenido un día torcido porque está sometido a mucha presión, la que corresponde a ser una leyenda, pero es un buen tipo. En el fondo es su modo de decirte que le gustas”. Es curiosa la sabiduría de las personas pequeñas que rodean a los genios, seguramente gracias a la ausencia absoluta de ego.
En esa misma época otro guionista, Peter Viertel, se topó con Hemingway en una estación de esquí. Por suerte para Viertel, en esta ocasión no se repitió el desastroso (des)encuentro en Cayo Hueso y ambos consiguieron mantener una razonable buena relación. Entre otras cosas porque Hemingway se encariñó con la mujer de Viertel, Jigee (probablemente en aquel momento Papa no sospechaba que aquella “mujer capricho” previamente había sido esposa de, sí, Schulberg, a quien había abandonado por Viertel). Supongo que una de las desventajas de los Gilipollas es que cogen lo que se les antoja sin respetar límite alguno. Si este flirteo afectó a Viertel no fue durante mucho tiempo porque acabó abandonando a Jigee (embarazada) por una felizmente, hasta ese momento, casada Deborah Kerr en el rodaje de Rojo Amanecer.
El caso es que tiempo después Schulberg y Hemingway volvieron a encontrarse. Ambos habían publicado un libro casi simultáneamente aunque con éxito desigual: el Nobel había pinchado con Al otro lado del río y entre los árboles con la que pretendía dignificar su extraña aventura con una joven de 18 años, Adriana Ivancich, y el guionista tuvo un notable éxito con El desencantado, un reportaje real con nombres falsos de la oportunidad que tuvo de trabajar y viajar al lado de un decadente y penoso Scott Fitzgerald para un estudio de Hollywood. No gastaron demasiado tiempo en protocolarios cumplidos antes de que Hemingway empezara a lanzar reproches por aspersión. Por un lado afeó tanto a Schulberg como a Viertel que no asistieran al entierro de la pobre Jigee que había muerto abrasada por un cigarrillo encendido que cayó sobre su negligé (“¿pero quién se cree que es para juzgar mis sentimientos o el respeto que pueda sentir por la madre de mis hijos, él que apenas tuvo con ella un affaire?”). Por otro lado a Hemingway le había ofendido el modo en que Schulberg había retratado a Scott Fitzgerald en sus horas más bajas (“¿pero se cree que S.F. es de su propiedad?”). Se ve que sí lo creía porque en el posterior París era una fiesta es el propio Hemingway el que destroza la memoria del autor del Gran Gatsby.
Los Gilipollas vitalicios lo son de forma genuina y, cuando han apartado a todo el mundo de su lado, cuando no se aguantan ni ellos mismos, sacan una escopeta de caza del armero y se vuelan la cabeza. Esta es una de las grandes diferencias con los gilipollas a tiempo parcial. La otra es que este grandísimo Gilipollas ha dejado escrito Campamento Indio, The Killers, Tener y no tener, Las nieves del Kilimanjaro, El viejo y el mar, La corta vida feliz de Francis Macomber, Fiesta, Por quién doblan las campanas…
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