No siempre tiene uno la oportunidad de ir al cine dos veces y ver la misma película y que una experiencia no tenga nada que ver con la otra. Fui al pase de prensa de Sound of freedom llamado por la polémica que esta cinta ha desatado en Estados Unidos, donde se considera un panfleto católico con puntas de delirio para alimentar ideaciones conspirativas en la ultraderecha. Luego fui a verla el día de su estreno en España junto a una persona que sólo se informa leyendo El País. Me fijé mucho en el público, en la reacción del público y en la ideología posible del público. No era tan facha, el público.
El pase comercial fue a las siete y cuarenta de la tarde, un falso viernes. Era miércoles y al día siguiente se celebraba el Día de la Hispanidad. La película era en versión original. Los cines Ideal hace tiempo que no proyectan películas minoritarias, y parece que buena parte de su público son turistas, o americanos residentes en Madrid. Cuando se estrenó Avatar, la ponían en cinco o seis salas como poco.
Al comprar mis dos entradas por internet, vi que apenas quedaban butacas libres. Iba a estar lleno. Sin embargo, al entrar en el cine a la hora estúpida en la que te vas a tragar quince minutos de anuncios, había muy poca gente. Incluso cuando la película estaba a punto de empezar, la sala mostraba media entrada. Pensé, inevitablemente, en el bulo/realidad leído en alguna parte de que el éxito de la película tenía que ver con entradas compradas masivamente por la propia productora de la película. Durante algunos minutos, pensé que a lo mejor todas esas butacas vacías eran entradas vendidas en virtud de alguna cambalache o trapacería.
No. El público, esa mitad de público que faltaba, era muy educado, muy mirado o muy tonto. Como ahora no hay acomodadores en las salas, estaban en la puerta, apelotonados, esperando a que alguien la abriera. Yo mismo había entrado en la sala abriendo la pesada puerta de hierro, que se cerró con firmeza a mis espaldas. Así, varias decenas de personas entraron a la vez, en tropel, cuando la película estaba ya empezando (plano aéreo de una casa en Honduras, niña percutiendo con chancletas sobre una caja).
Pude observar al público largamente. Durante los quince minutos de anuncios insoportables, y durante la entrada masiva y posterior toma de asientos de los espectadores atolondrados. Realmente buscaba en ellos monjas, curas, pederastas mismos; buscaba ideología, sesgo, edades sospechosas. Lo cierto es que casi todos eran jóvenes, había muchas chicas y la gente parecía ir a ver Sound of freedom con el mismo deseo de pasar un buen rato que cuando fueron a ver Avatar. Había palomitas por todas partes para ver una historia de tráfico sexual de niños.
La realidad de este theater madrileño era que a nadie le importaba lo más mínimo lo que había pasado con esta película en Estados Unidos. Era una película más, elegida como cualquier otra (el póster, el tema, el actor, que no haya entradas para Megadolón 2: la fosa) y juzgada con la simpleza más recomendable: me ha gustado o no.
A la gente le gustó mucho la película. Salieron del cine mucho más fachas de lo que entraron. Salieron del cine satisfechos.
En la proyección profesional, nadie se rio. De hecho, diría que el público de periodistas y críticos de cine sufrió durante la proyección, como desgastados por su propia resistencia a entregarse a la película. En el Ideal, la gente se entregó a la película y, siendo un dramón, tuvo un par de escenas de partirse de risa. A mí no me parecía tan graciosa esa escena en la que Bill Camp (posiblemente —después de verla dos veces— el actor que sostiene por completo todo el tinglado) practica con un colaborador de la policía cómo saludar a una explotadora sexual de niños. A la gente le hizo mucha gracia Bill Camp haciendo de chica.
Nadie se fue del cine. Nadie dejó de comer palomitas. Ni yo mismo me acordé, durante el gozoso visionado repetido de la cinta, de que era un producto para beatas. Es una película vigorizante. Da ganas de ser buen padre, buena persona, héroe del día a día. Incluso la frase fetiche del filme (ya disponible en camisetas de todos los colores) no me hace pensar en Dios, aunque diga: “When God tells you what to do, you can not hesitate” (ese “you can not hesitate” lo dice Bill Camp con voz susurrante inolvidable). Me hace pensar en todos esos momentos (decidir divorciarse, decidir irse a vivir a otro país; decidir dejar tu trabajo; decidir tener hijos) verdaderamente cruciales en los que parece que lo que tienes que hacer se te impone. Sabes que tienes que hacerlo.
@filmfanatical When God tells you what to do, you cannot hesitate. Go see Sound Of Freedom, its amazing! #soundoffreedommovie #jimcaviezel #notforsale #soundoffreedom ♬ original sound – Flick Frenzy
Que luego esta película revalide o exacerbe la fe religiosa de los que tienen fe religiosa me trae sin cuidado.
Es una película sobre creer; y sobre creer mayormente que el bien prevalecerá, sea con Dios, sin Dios, republicanamente o regresando al Medievo. La película es como El árbol de la vida, de Terrence Malick, con palomitas.
Uno de los tres o cuatro momentos emocionantísimos de la película lo constituye una escena de transición selvática (van a la selva) donde suena La maza, en versión de Mercedes Sosa. Si buscas la canción en Youtube, decenas de comentarios al vídeo declaran que han acudido a escuchar la canción después de ver Sound of freedom. La canción es una de las más conocidas de Silvio Rodríguez. Silvio y Sosa, famosos iconos fachas, sí.
El leit motiv de La maza es, de hecho, toda la película. “Si no creyera”.
Si no crees en nada, sólo queda el horror.
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