El otro día, siguiendo la recomendación de un compañero escritor, leí Amarilla (Yellowface en versión original), de Rebecca F. Kuang; una autora de tan solo 27 años que ya ha logrado ser incluida en el listado de los libros más vendidos en el New York Times. No crean que me animé a la lectura solo por indagar qué fantásticas destrezas habría desarrollado esta autora a nivel literario, sino por la temática que trataba: el mundo de los escritores y del ecosistema editorial en Estados Unidos.
La trama bien podría ofrecer unos buenos cimientos para una narración cómica, llena de torpezas y malentendidos, pero su giro a lo denso y dramático es inmediato: Athena Liu, una escritora brillante y famosa, fallece por accidente —un atragantamiento— en presencia de su amiga June, que resulta ser una escritora anónima, con técnica pero sin talento creativo. June pide ayuda, pero no llega a tiempo para salvar a su amiga. Sin embargo, sí tiene un rato para pasar por el despacho de la ya difunta y deslizar dentro de su bolso su nuevo manuscrito, que muy oportunamente Athena Liu no había mostrado a nadie y que desde luego tampoco estaba guardado en su ordenador. Resulten estos datos más o menos creíbles, el caso es que June reescribe la novela que ha birlado, corrigiéndola y adaptando lo que se cuenta en ella sobre la vida de los trabajadores chinos en Europa en la Primera Guerra Mundial. Como podrán imaginar, resulta un éxito y todo va fenomenal, salvo por los remordimientos, que casualmente llegan con más fuerza cuando en las redes sociales comienzan a lanzarse insinuaciones sobre la dudable autoría del nuevo bestseller.
Y hasta aquí podemos contar, para no fastidiarles el cuento. Lo cierto es que June no es, como yo esperaba, el típico personaje antihéroe torpe y simpático al que suceden inevitables enredos y desdichas, sino una escritora egocéntrica y envidiosa que se maquilla a sí misma de inocente sufridora; considera que, sencillamente, no ha tenido la fortuna de ser escogida en el mundo editorial cuando desde los grandes despachos se decide por quién hacer las apuestas, qué carrera construir. Esto dificulta que se pueda empatizar con la protagonista, pero no resta interés a la historia. Me resultó sorprendente la gran similitud entre el sistema literario de Estados Unidos y el europeo: las campañas de marketing, el trato con los editores, la dificultad que supone adaptarse a las redes sociales… En mi opinión, ni un bando ni otro lo tienen fácil: los escritores debieran limitarse a escribir, a buscar buenas historias. Sin embargo, según se suceden los tiempos, se les exige una biografía potente y propia, un carisma que acompañe a su figura y en consecuencia a sus letras y sus ventas. Deben tener redes sociales y —en una exposición pública extenuante— asistir a un sinfín de eventos y encuentros literarios. Las editoriales, por su parte, también se encuentran con la obligación de cuidar mucho no solo la historia que publican, sino sus posibles connotaciones políticas y sociales, en unos tiempos en que lo políticamente incorrecto puede arruinar una carrera; los responsables de prensa, que antes se dedicaban —en su calidad de periodistas— a crear dosieres y, en efecto, a establecer las agendas con los medios de los autores, ahora ven ampliado el cometido al estatus de communities en redes sociales, además de a organizadores de presentaciones y firmas. Todo cambia y a todo hay que adaptarse; en la novela de Kuang, la autora (de origen chino) narra cómo la escritora impostora recibe críticas de los chinoestadounidenses por escribir sobre la vida de los chinos, cuando el personaje no pertenece a la citada la etnia. Parece absurdo, ¿verdad? Sería como si un escritor blanco no pudiese escribir una historia con hombres de raza negra. Nos habríamos quedado, por ejemplo, sin La cabaña del Tío Tom, escrita por la americana Harriet Beecher Stowe. Sin embargo, que surgiese ese tipo de polémica tampoco resulta ya descabellado, pues vivimos tiempos en que pareciera que es mejor no pronunciarse sobre nada en absoluto. La censura es peligrosa, pero la autocensura ya implica la claudicación sin lucha, como si no valiese la pena pelearse el futuro.
En todo caso, resulta interesante leer estas nuevas voces y comprobar cómo nos reflejamos en estos extraños espejos del siglo XXI. Quizás sí empaticen con June, aunque funcionaría la magia si, por un instante, considerásemos que el éxito —económico, de imagen— no lo es todo, y que el mundo ya alberga tanto caos que no vale la pena convertirse en un buitre.
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