Probablemente todos los aquí presentes recuerden el inicio de ese clásico infinito que es Anna Karenina: «Todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su manera». Porque la anécdota o comentario de hoy en las Romanzas nos lleva al siglo XIX. Con el auge finisecular del género novela, la familia se puso en el centro del discurso. No sólo Anna Karenina, muchas otras novelas del XIX y prácticamente todos los grandes novelistas trataron el tema del amor conyugal, sus problemas, sus inquietudes, sus contradicciones. Muchos de estos novelistas enfocaron la falta de fidelidad al amor eterno desde el punto de vista del castigo. Otros, los más modernos, desde la libertad del hombre —elemento clásico del Romanticismo previo—. En cualquier caso, el debate sobre ese «hasta que la muerte os separe», que tantas relaciones llevó a la calamidad y al desastre, es tan antiguo como el género novela en sí mismo.
Leo en los papeles que un think tank de Reino Unido pronosticó hace ya unos meses que el matrimonio prácticamente desaparecerá de ese país en unos cuarenta años, allá por la década del 2060. Según ese mismo estudio, para entonces sólo pasará por el altar, agárrense a la silla, una pareja por cada cuatrocientos adultos. Pero, sin irnos mucho más allá del presente, leo también en la prensa que los casados ya no son mayoría, hecho que ocurre por primera vez en España. Solteros y solteras, divorciados y divorciadas, viudos y viudas, y así con otros grupos que, unidos, ya superan en número la cada vez más escuálida cifra de gente que dio el sí quiero para no dejar de querer. El modelo de familia, ese que la novela del XIX ponía en el centro del relato, se tambalea hoy más que nunca.
¿Los motivos? El tema tiene una difícil explicación, desde luego no lo suficientemente concreta como para sintetizarla en las quinientas palabras que me guardan en este maravilloso mundo zendiano. Pero permita el lector, eso sí, que vuelva al XIX para por lo menos dejar flotando una idea en el texto. Fue en aquella centuria, con el arranque de eso que llamamos el mundo moderno, cuando el hombre pasó a ser el centro del mundo —ya hemos citado por ahí a los románticos—. Tenía razón Nietzsche con aquello de la muerte de Dios: el mundo occidental pasó de tener una visión teocentrista del mundo a observarlo desde una perspectiva antropocentrista. Ese foco apuntando al «yo» y al ser humano ha traído consigo muchas ideas de progreso, liberalismo a espuertas y más derechos para quien tuvo suerte. Pero también ha acarreado un individualismo a veces repugnante, que mezclado con el auge de las nuevas tecnologías y la evidente falta de contacto (real, no virtual) con nuestros congéneres hace del hombre y de la mujer de hoy seres autónomos y a la vez solitarios. Si sabemos que el matrimonio es un acto de compromiso y amor con el semejante, y si sabemos también que se habita una sociedad cada vez más egoísta, lo cierto es que no hace falta ninguna think tank para saber que al matrimonio le quedan, siento ser tajante, dos telediarios.
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