El pasado martes mi amigo y compañero de pódcast (Lo más odiado, El Confidencial) Juan Soto Ivars alcanzó fama fugaz con una breve intervención en un magazine de la tele. Soto Ivars, murciano, parecía el contertulio ideal para comentar el incendio en una discoteca en Murcia, producido el día anterior y en el que habían muerto quince personas. En el programa se entrevistó a la madre de uno de los fallecidos. Soto Ivars confesó su incomodidad al verse en un programa que entrevista a una madre que acaba de perder a su hijo. Le tocó hablar justo después de que la tele exprimiera su dolor.
Podemos llegar a preguntarnos varias cosas: ¿acaso no sabía Soto Ivars dónde se estaba metiendo cuando aceptó la colaboración como tertuliano televisivo? Si no le gusta la tele sensacionalista, ¿para qué va a la tele sensacionalista? ¿Tiene que cambiar el periodismo de sucesos al completo sólo porque Soto Ivars no se siente “cómodo” en él?
Otra pregunta interesante: ¿qué hace una madre que acaba de perder a su hijo comentando su desgracia para la televisión nacional? (Nota: como me repugna igual que a Juan esa entrevista, no sé si la madre perdió efectivamente a su hijo o sólo estaba en paradero desconocido).
En serio, ¿qué hace una madre saliendo por la tele cuando su vida se ha parado en seco por un suceso atroz?
De hecho, ¿qué hacen cientos de miles de personas viendo en la tele a una madre (que tampoco sabemos qué hace en la tele) que acaba de sufrir el mayor dolor que existe en el mundo?
Si la gente sintiera la incomodidad de Juan al ver a un señora abierta en canal ante sus ojos, no sintonizaría el programa que exprime madres. Si nadie sintonizara el programa, el programa cambiaría. Si el programa cambiara, Soto Ivars no se sentiría incómodo. Si las madres que pierden a sus hijos, y los padres que lo mismo, y las personas que sufren desgracias, y las que no saben nada de lo que ha pasado en la casa del vecino, pero aún así tienen mucho que decir sobre lo que ha pasado en la casa de su vecino, tuvieran todas el decoro de no atender al primer reportero rapaz que les ponga un micrófono en la cara, nadie se sentiría incómodo y nadie se embrutecería por la televisión de la incomodidad y los chismes quedarían sellados en la barra del bar y los portales y cocinas de las casas.
Esto, claro, es mucho pedir. Decoro.
El vídeo viral de Soto Ivars, de minuto y cuarenta de duración, se movió mucho por Twitter. Esto es interesante, porque Twitter muestra el vídeo ya en marcha, y hay que darse prisa en activar el audio, pues de primeras es mudo. Soto Ivars dice las cosas que todo el mundo ha oído, pero el subtexto moral del vídeo se entiende mejor, se materializa, de hecho, viéndolo sin sonido. El lenguaje no verbal de Juan es lo auténtico, lo rigurosamente admirable. Las palabras sólo son las que le salen a Juan de pronto, y azorado, y dan un poco igual. Es la gestualidad la que habla.
La reflexión de Juan Soto Ivars y que debería hacerse viral entre todos los medios de comunicación #Murcia pic.twitter.com/lsNl6HGesN
— TVMASPI (@sebas_maspons) October 2, 2023
Es una gestualidad marcada por el peso maravilloso e insoportable de la ética. La ética es el dictado de la moral, y la moral es una palpitación prácticamente celular. Esto no está bien. No tiene más misterio: esto no está bien.
Saber lo que está bien o está mal hoy en día es muy difícil, precisamente porque todo está bien si le añadimos después un argumento. La pérdida de la moral es la pérdida de una confianza orgánica y sanguínea, de una capacidad de escucha hacia adentro. Soto Ivars está escuchando a la madre destrozada y, al mismo tiempo, está escuchando su propia carne. De ahí, la “incomodidad”. De pronto el cuerpo parece no encajar en el mundo que habita, y se revela, se tuerce.
Si digo que la moral se pierde en nuestro tiempo es por asuntos como la gestación subrogada. Una persona moralmente habilitada no tiene ninguna duda de que vender bebés está mal, y cualquier argumento (incluso en contra de la gestación subrogada) es innecesario. Matar está mal. Matar incluso a un asesino en serie o a un pederasta. Humillar está mal.
Exponer tu dolor íntimo en la televisión, y en el mismo momento en el que ese dolor está pegándote duro, está mal. Entrevistar a una madre con hijo muerto a pocos metros de ella está mal. Verlo desde tu casa sentado en un sofá está mal. Juan lo sabe.
Juan se encoge. La tele es refitolera y cruel, y sentarse recto es obligatorio, salarial. A los hombres se les aconseja sentarse sobre el faldón de su chaqueta, para estirarla. La intervención de Soto Ivars es la de alguien que quiere desaparecer, no verse ahí, después de la madre condoliente, dando legitimidad a la pura obscenidad. Se encoge de hombros, baja la cabeza, se mira las manos.
Sin embargo, sonríe. Esa sonrisa es todo lo que queda del contertulio, es una sonrisa que dice: “Sé que estoy metiendo la pata hasta al fondo, perdonadme, lo siento mucho, tíos, no puedo evitar decir esto que estoy diciendo y que os deja a todos en mal lugar”. Pero, en efecto, sigue con su discurso contra el sensacionalismo que los deja a todos en mal lugar. Están ahí cobrando dinero.
Luego, Juan apoya la cara en la mano izquierda. Es un momento que me impresiona mucho. Después de “meter la pata hasta el fondo”, nuestro amigo se hunde más aún, necesita la mano para sujetarse la cabeza, y ya parece que se habla a sí mismo, monólogo moral hamletiano (con la mano derecha parece sujetar la calavera, si me permiten el exceso). Esa postura significa: “¿Qué cojones hago yo aquí?” Es absolutamente encantadora.
La denuncia de indecencia de Juan tuvo un efecto (a buen seguro, ya extinguido en el momento en que ustedes leen esto) curioso: poner de acuerdo a mucha gente en que Juan Soto Ivars había estado bien. Gente incluso que detesta, persigue y hostiga desde hace años al columnista y escritor por sus artículos.
Esto es interesante porque da la medida del trampantojo moral en el que vivimos. Gente que cree que un día concreto y a una hora determinada y durante minuto y medio Soto Ivars se comportó de forma ética, no entiende que todos esos artículos, incursiones, polémicas y propuestas que hace Soto Ivars son igualmente moralizantes. Es decir, sus detractores (que tengo la suerte de que sean también los míos en gran medida) creen que Soto Ivars ha tenido una epifanía puntualísima y muy breve, y ha marcado el camino de la virtud, pero que todo lo anterior y lo que venga es fruto de un chiflado que dice burradas o se mete en jardines con la única intención de generar visitas a sus artículos y triunfar en el periodismo digital. No, es todo lo mismo. Es todo preguntarse qué es el bien, qué, lo justo, quién, el débil aquí y ahora, y por qué y hasta cuándo.
El trampantojo o artificio moral que señalo es el que se descubre al notar que los críticos con Juan Soto Ivars, minuto y medio aparte, son siempre aquellos que se encaraman en la, así llamada, “superioridad moral”. Si una cosa puede decirse de la superioridad moral es esto: no duda nunca, no busca matices, no quiere de verdad comprender y, luego, apiadarse. El hecho de que la superioridad moral sólo sirva para despreciar a otro ya indica la clase de persona que se enseñorea de ella: los cobardes.
O, dicho de otro modo, más gráfico y numismático, nadie de entre todos los que desprecian a Juan Soto Ivars desde la superioridad moral se habría atrevido a poner en peligro una fuente de ingresos diciendo lo que dijo Juan en la tele.
Absolutamente nadie.
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