Muriel Barbery, autora del best seller La elegancia del erizo, vuelve a las librerías con una novela sobre el amor incondicional y la familia no tradicional. Un marchante de arte japonés se enamora de una francesa que está de paso por la ciudad. Años después, recibe una nota que le prohíbe acercarse al hijo nacido tras su relación. Esta novela es, pues, un viaje a ese Japón lleno de contradicciones que tanto nos fascina.
En Zenda ofrecemos las primeras páginas de Una hora de fervor (Seix Barral).
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MORIR
A la hora de morir, Haru Ueno miraba una flor y pensaba: Todo gira en torno a una flor. En realidad, su vida había girado en torno a tres hilos y solo el último era una flor. Ante él se extendía el pequeño jardín de un templo cuya vocación era ser un paisaje en miniatura salpicado de símbolos. Lo maravillaba que siglos de búsqueda espiritual hubieran desembocado en esa distribución precisa: tantos esfuerzos dirigidos a una significación y, a la vez, a una pura forma, pensaba también.
Sabía que moriría pronto y se decía: Al fin estoy en armonía con las cosas. A lo lejos, el gong del Hōnen-in resonó cuatro veces, y la intensidad de su propia presencia en el mundo le dio vértigo. Frente a él, el jardín de muros encalados rematados por tejas grises. En el jardín, tres piedras, un pino, una franja de arena, un farol y musgo. Más allá, las montañas del Este. En cuanto al templo, se llamaba Shinnyo-dō. Durante casi cinco decenios, Haru Ueno había recorrido cada semana el mismo circuito: subía hasta el templo principal en lo alto de la colina, atravesaba el cementerio que se extendía más abajo y volvía a la entrada del complejo, al que contribuía con importantes donaciones.
Pues Haru Ueno era muy rico.
Había crecido observando caer y fundirse la nieve sobre las piedras de un torrente de montaña. Estibada en una orilla, la pequeña casa familiar, en la otra, un bosque de grandes pinos en el hielo. Durante mucho tiempo, Haru había creído amar la materia: la roca, el agua, las hojas y la madera. Cuando comprendió que lo que amaba eran las formas que adoptaba esa materia, se hizo marchante de arte.
El arte: uno de los tres hilos de su vida.
Por supuesto, no se había hecho marchante de la noche a la mañana, había tenido que transcurrir el tiempo necesario para cambiar de ciudad y conocer a un hombre. A los veinte años, Haru había dado la espalda a las montañas y al negocio de sake de su padre y había cambiado Takayama por Kioto. No tenía dinero ni contactos, pero poseía una fortuna poco común: aunque lo ignoraba todo del mundo, sabía sin embargo quién era. Ese mes de mayo, sentado en el suelo de madera, entreveía el porvenir con una claridad cercana a la lucidez que solo da el sake. A su alrededor, el murmullo del complejo de templos zen en el que un primo monje le había conseguido una habitación. El encuentro entre la fuerza de su visión y la inmensidad del tiempo le daba vértigo. Esa visión no decía dónde ni cuándo ni cómo. Decía: Una vida consagrada al arte. Y también: Tendré éxito. La habitación daba a un minúsculo jardín sombreado. Más allá, el sol doraba las cañas de los grandes bambúes grises. Entre las hostas y los helechos enanos, crecían lirios de agua. Uno de ellos, más alto y grácil que los demás, oscilaba en la brisa. En alguna parte sonó una campana. El tiempo se diluyó y Haru Ueno fue esa flor. Y luego ese momento pasó.
Ese día, cincuenta años más tarde, Haru Ueno miraba la misma flor y se asombraba de que, de nuevo, fuera 20 de mayo a las cuatro de la tarde. Una cosa, no obstante, era distinta: esta vez miraba la flor en su fuero interno. Otra era semejante: todo —el lirio, la campana, el jardín— ocurría en el presente. Y una última llamaba la atención: en ese presente total, el dolor se disolvía. Oyó un ruido a su espalda y deseó que lo dejaran solo. Recordó a Keisuke, que aguardaba en alguna parte a que muriera, y pensó: Una vida se resume en tres nombres.
Haru, el que no quería morir. Keisuke, el que no podía. Rose, la que viviría.
La zona privada en la que descansaba pertenecía al monje principal del templo, que era el hermano gemelo de Keisuke Shibata, el hombre gracias al cual había podido realizar su vocación. Los hermanos Shibata provenían de una antigua familia de Kioto que abastecía a la ciudad de monjes y artistas del lacado desde tiempo inmemorial. Como Keisuke detestaba por igual la religión y la laca —porque brillaba—, había optado por la alfarería, pero además era también pintor, calígrafo y poeta. Lo notable del encuentro entre Haru y Keisuke fue que en el principio, entre ellos, hubo un cuenco. Al verlo, Haru supo lo que sería su vida. Nunca había visto una obra semejante: el cuenco parecía antiguo y nuevo a la vez, de un modo que él juzgaba imposible. Al lado, repantingado en una silla, había un hombre sin edad y, si es que eso tenía algún sentido, de la misma aleación que el cuenco. Además, estaba borracho como una cuba, por lo que Haru se hallaba ante una ecuación igualmente imposible: por un lado, la forma perfecta; por otro, su creador, un borracho. Cuando los presentaron, sellaron con sake una amistad para toda la vida.
La amistad: el segundo hilo en torno al cual giraría la vida de Haru.
Hoy la muerte se plantaba ante él con la apariencia de un jardín, y todo lo demás se había vuelto invisible, excepto esos dos instantes separados por medio siglo. Una nube rozó la cúspide del Daimon-ji y dejó en su estela un aroma a lirio. Haru pensó: Ya no hay más que esos dos instantes y Rose.
Rose, el tercer hilo.
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Autora: Muriel Barbery. Título: Una hora de fervor. Traducción: Isabel González-Gallarza. Editorial: Seix Barral. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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