El Señor de los Anillos, esa cúspide de la fantasía moderna, ha ido transformándose a lo largo de los años. De hecho, la anécdota con la que hoy dan comienzo las Romanzas habla precisamente de cómo se transformó desde su propio génesis. Resulta que Tolkien había escrito ya El hobbit, un pequeño libro supuestamente escrito para niños —en concreto para su hijo— que gozaba de bastante éxito editorial. Es por ello por lo que el editor le reclamó una secuela, y el bueno de Tolkien no rechazó la oferta. Fue así como empezó a escribir la historia de Bingo, hijo de Bilbo, aunque este protagonista acabaría en la papelera por motivos de encaje, pues Bilbo no tenía mujer ni se esperaba que la tuviese. Entonces nacieron Frodo y su relato, cuya composición se alargó durante doce años. Tolkien transformó el tono, lo convirtió en algo más épico y, digamos, más adulto. E incluso transformó la distribución, pues El Señor de los Anillos estaba concebido como un solo libro, pero acabó siendo una trilogía, dicen, por la escasez de papel en la posguerra. Definitivamente un libro abocado a la metamorfosis.
Este septiembre se ha celebrado el cincuenta aniversario de la muerte del gran autor británico, con la consiguiente edición de sus obras y algunos fastos curiosos como por ejemplo la celebración a cargo de la Sociedad Tolkien Española de dos jornadas dedicadas a su figura en la Universidad Complutense de Madrid los días 21 y 22 de septiembre, coincidiendo con los cumpleaños, precisamente, de Bilbo y Frodo. Pero el motivo de esta columna tiene que ver, precisamente, con lo que queda de Tolkien en las nuevas adaptaciones que llegan de su obra. Y no hablo sólo de la trilogía llevada al cine del propio Señor de los Anillos, que por cierto me parece magnífica; sino también de la posterior adaptación a la gran pantalla de El hobbit, ésta ya sí menos currada; de la serie recientemente emitida, que directamente se cisca en el mundo tolkieniano; por no hablar de los musicales y los cómics que de vez en cuando salen a las carteleras y a las estanterías.
No me malinterpreten, estoy a favor de las adaptaciones, porque sin ellas no existirían ni Shakespeare, ni el Tenorio, ni los Beatles. Pero algo muere del autor original cuando se adaptan sus obras, y, en el caso de Tolkien, hasta llegar a enterrarlo en vergüenza. Porque las últimas versiones ya no es que se olviden de Tom Bombadil, hecho perfectamente salvable, es que directamente nada tienen que ver con aquel mundo épico y glorioso de JRRT. Se han cargado su línea argumental inventando nuevas épocas y nuevas razas, se han ciscado en sus lenguas y en sus costumbres, no siguen ni sus mapas ni sus cronologías históricas. No niego que sean entretenidas estas versiones, pero desde luego para lo único que utilizan a Tolkien es para atraer la atención de los millones de fanáticos que tiene por el globo. Decíamos al inicio que el mundo de Tolkien está abocado a la metamorfosis, y así es. Lo que este artículo se teme es que el producto final de ese cambio terminará siendo, como tantas cosas en este mundo moderno, pura y triste decadencia.
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