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Paloma Bravo: "Resignarse no debería ser una opción" - Zenda
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Paloma Bravo: «Resignarse no debería ser una opción»

La libertad es una nueva forma de esclavitud: ser perfecta, no aceptar tu edad y postearlo en Instagram para que todo el mundo lo vea. Las protagonistas de Sin filtros (Contraluz), la última novela de Paloma Bravo, deciden rebelarse, combatir el edadismo y mostrarse como son, sin máscaras digitales, sin maquillajes sociales.

Más guapa, más sana, mejor madre, una hija insuperable, una luchadora… La lista de obligaciones a las que se enfrenta una mujer es inabarcable, sobre todo cuando acumula años y debe demostrar eso de que los 50 son los nuevos 40. Porque la libertad es una nueva forma de esclavitud: ser perfecta, no aceptar tu edad y postearlo en Instagram para que todo el mundo lo vea. Las protagonistas de Sin filtros (Contraluz), la última novela de Paloma Bravo, deciden rebelarse, combatir el edadismo y mostrarse como son, sin máscaras digitales, sin maquillajes sociales.

Hablamos con Paloma Bravo de la revolución de las viejas, de la marginación a los mayores, de hombres con muy buenos discursos feministas y que no mueven un dedo en casa y de madres que son también hijas y que al hacerse mayores se convierten en la viga maestra que impide que quiebre la familia.

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—Las protagonistas de su novela apuestan por la rebelión. ¿En qué consiste «la revolución de las viejas»?

"La revolución de las viejas surge porque te siguen cabreando cosas importantes, consiste en decidir entre resignarte y rebelarte"

—Nos pasamos toda la juventud, también durante la infancia y luego en la adolescencia, despreciando un poco a los mayores. Ser mayor nos da pereza; es algo que hay que evitar. En esa época tienes la sensación de que has nacido joven y de que lo vas a ser siempre. Cuando llega el momento y te haces mayor, entonces es el momento de la revolución de las viejas porque, a pesar de los años, sigues teniendo toda la energía del mundo y todas las ganas del mundo. La revolución de las viejas surge porque te siguen cabreando cosas importantes, consiste en decidir entre resignarte y rebelarte. Es verdad que hay que elegir las batallas, pero resignarse no debería ser una opción.

—A mitad de novela, usted nos desvela cuáles son esos filtros del título: «un requisito de la vida en sociedad, una dilución imprescindible para que no soltemos todo lo que nos pasa por la cabeza, para que pensemos en los demás». ¿Se vive mejor con filtros o sin ellos?

—Hay que elegir los filtros, quitarlos todos es una barbaridad. Porque si lo hacemos, nuestra vida sería como en esas distopías en las que todo el mundo puede saber lo que piensas, lo que se te pasa por la cabeza. Eso sí, de vez en cuando, de una forma muy educada, hay que decir no, hay que decir basta, hay que decir «esto no lo quiero» y «esto no me gusta». Creo mucho en la educación, pero también pienso que hay que saber parar cuando los demás te invaden o te quieren manipular.

—Hay en su texto una crítica a la banalización de los sentimientos. ¿Vivimos una época de postureo emocional?

—Creo que estamos viviendo una época de postureo en general. (Risas) Solemos hablar de leer en diagonal; pienso que ahora vivimos en diagonal. Estamos sometidos a tantos estímulos que cuando algo te hace daño en seguida desaparece porque hay otro mensaje, otro post en Instagram, cualquier otra cosa que te saque de ahí. Al final no acabas de profundizar en nada, ni en lo bueno ni en lo malo. Por eso creo que vivimos en diagonal, y eso nos hace también sentir en diagonal. Es como si viviéramos una vida superficial —no en el sentido de frívola— porque no profundizamos en casi nada, ni siquiera en lo que nos daría mucha satisfacción hacerlo.

—Vamos con uno de los temas importantes de su libro. Las tres protagonistas pasan de los 40 y empiezan a sufrir el edadismo. Uno de cada tres europeos ha sufrido marginación por su edad, por ser mayor. Pero esta discriminación no tiene visibilidad como el sexismo o el racismo. ¿Por qué?

"Cuando hablamos de pluralidad, pensamos siempre en géneros, en razas, en un montón de cosas... y no lo hacemos de la diversidad intergeneracional"

—Porque es infinitamente más invisible. Esto es algo que llevamos incorporado. Es lo que hablábamos al principio: todos pensamos que cuando seamos viejos vamos a ser peores. Eso hace que llegues a ese momento con miedo: «me caí en la vejez, me caí en la cincuentena». Con la edad hay una grandísima discriminación. Cuando hablamos de pluralidad pensamos siempre en géneros, en razas, en un montón de cosas… y no lo hacemos de la diversidad intergeneracional, que también enriquece y hay que pelearla.

—En su obra enfrenta ese edadismo incorporando tres generaciones: abuelas, madre y nieta. Esa es una conexión importante, ¿no?

—Sí. Pienso mucho en los equipos de trabajo, cuando se habla de que los jóvenes son digitales y a los mayores se los excluye. No. Los jóvenes tienen virtudes, pero los mayores tienen experiencia. La mezcla de generaciones —esto es algo que yo he vivido profesionalmente— es riquísima, esa combinación de generaciones con visiones diferentes. Esto funciona siempre y cuando todos estén todos dispuestos a escucharse unos a otros.

—La ginecóloga le recomienda un vaciado a una de las protagonistas del libro, pero Elena se niega: «Sin el útero será vieja». ¿Hasta cuándo va a seguir esa presión sobre las mujeres por algo tan natural cómo es la vejez? 

—Hemos aceptado que el valor de la mujer era estético, el de la belleza y también el de la capacidad reproductiva. Hay una diferencia médica entre hombres y mujeres respecto a la fertilidad. Y ahí surge la pregunta: ¿para qué quieres el útero si ya has tenido hijos? Pues no sé para qué quiero el útero, pero lo que sí sé es que cuando llega la menopausia pierdo densidad en los huesos, pierdo un montón de cosas, y me da miedo. Una mujer después de la menopausia y sin útero no va a ser una mujer menos inteligente, menos útil, menos talentosa… Y sin embargo, nos lo han estado contando así todo el rato.

—La enfermedad y la muerte están muy presentes en el libro. ¿No le daba miedo de que eso fuera un punto de fuga para sus lectores?

—¿Que les resultara incómodo?

—Sí.

—(Piensa) Tenía miedo porque ahora todo el mundo está muy susceptible, nos enfadamos por todo. Pero también pensaba que para que se enfaden te tienen que leer. El arte para serlo tiene que ser incómodo. La literatura que te acompaña te tiene que hacer pensar. Yo escribo cuando tengo preguntas de las que no sé las respuestas: explorar qué haría yo si tuviera Alzheimer, por ejemplo. Todas esas cuestiones que me surgen sobre la vida y la muerte a mi edad pienso que es bueno formularlas ahora para tenerlas contestadas antes. Es importante mirar a la cara a las cosas que te incomodan. El miedo no lo pierdes, pero al menos puedes elegir. Hay que saber para poder elegir.

—El feminismo está presente en la novela desde diferentes perspectivas. Aparece un personaje, Enrique, un hombre muy reconocible, que piensan que por culpa de este movimiento le están robando sus derechos. 

"Como dice una amiga mía, la igualdad real se habrá conseguido cuando haya tantas mujeres mediocres en puestos altos como hombres mediocres"

—Intuyo que hay un descoloque generacional en los últimos cinco años desde el #MeToo, con la pandemia… Creo que nos hace falta en general tomar distancia. En el caso de Enrique es verdad que grita: «¿Y qué más queréis las feministas?». Protesta porque le van a dar el puesto que él piensa que es suyo a una mujer que lo merece. Que es lo raro, porque es verdad que ha habido muchos casos de colocar en un puesto a una mujer por postureo, por cuotas, aunque no valga. Como dice una amiga mía: «La igualdad real se habrá conseguido cuando haya tantas mujeres mediocres en puestos altos como hombres mediocres». Esta frase me hace mucha gracia, pero también es muy dolorosa. Estamos corrigiendo una injusticia y en las correcciones supongo que se cometen… no sé cómo expresarlo: molestias, incomodidades… Necesitamos más sentido común y también más sentido del humor para entender que si a ti no te conceden algo, eso no significa que te lo quiten sino simplemente que no te lo han dado.

—Otro de sus personajes masculinos en público defiende el empoderamiento y en privado se desentiende de sus obligaciones como padre, obligando a la madre a hacer el doble. ¿Hay demasiada teoría y poca práctica?

—Es que tenemos un personaje público que es supercorrecto y no tira las colillas al suelo y no ensucia la ciudad y, sin embargo, luego cuando está a solas piensa «no me va a ver nadie» y tira el cigarro. En el caso de este personaje… Estoy intentando elegir bien las palabras para no meterme un lío. (Risas) Hay un perfil de hombre que se cree superprogresista, muy comprometido, que teóricamente cree en la igualdad y que cuando llega a su casa los niños ya están bañados porque a él hacerlo —bañarlos— le da pereza. Estas cosas siguen ocurriendo porque tenemos todos muy poca capacidad de mirarnos en el espejo y de ver nuestras contradicciones. Cuando fui madre me di cuenta de la importancia de demostrarlo todo con ejemplos. No puedes exigir a tu hija que sea generosa y tú actuar de forma egoísta, que sea educada y tú comportarte de forma maleducada. Y quizás, al estar más presentes en la educación de los hijos, ese es un ejercicio que hayamos practicado más las mujeres. Antes de culpar a los demás, al sistema, hay que ver si nosotros estamos a la altura de las expectativas que tenemos de los otros.

—Vamos acabando. Una de las protagonistas, Ana, escribe compulsivamente después de la muerte de su padre. ¿Qué hay de ti en ella?

"Para mí esta novela era un intento de explorar sobre las madres, sobre lo que nos pesan y lo que nos condicionan nuestras madres y cómo nosotras pesamos y condicionamos a nuestras hijas"

—Sobre la enfermedad y la muerte de mi padre ya escribí en mi novela anterior. Creo que las tres mujeres de Sin filtros tienen cosas mías. Para mí esta novela era un intento de explorar sobre las madres, sobre lo que nos pesan y lo que nos condicionan nuestras madres y cómo nosotras pesamos y condicionamos a nuestras hijas. Es una generación muy distinta la de las mujeres que fueron madres en los años 70 de la que lo hemos sido en los 2000. Sin embargo, seguimos muy perdidas. Educar es una de las cosas más difíciles de esta vida.

—Enfocamos esa maternidad en el momento del nacimiento, del aprendizaje en la infancia y, sin embargo, quizás la maternidad está más presente en el momento en el que siendo madre eres más hija, porque tu madre se hace mayor.

—Exacto. Estás en medio del sándwich: cuidar padres mayores e hijos pequeños. La maternidad es muy larga y muy invasiva, te ocupa todo. Cuando eres madre ya no puedes poner la cabeza en modo avión, como el teléfono. De alguna manera siempre tienes que estar pendiente. Siempre hay un «por si acaso».

—Terminamos. ¿Cuál es su próximo proyecto de escritura?

—Ahora estoy centrada en cosas. La verdad es que quería seguir hablando sobre madres, pero creo que necesito un tiempo porque ha sido muy intenso todo este viaje. Además, escribí una obra de teatro y estoy pendiente a ver si se estrena, y una de mis novelas, Solos, se va a hacer en cine. De momento no estoy centrada en empezar un nuevo libro.

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Miguel Ángel Santamarina

Nací en Burgos, y ahora vivo bajo las palmeras de Almuñécar. Estoy prisionero en Zenda desde sus comienzos. No me canso de darle a la tecla. En breve, publico un libro de historia, mientras le sigo dando vueltas a mi primera novela.

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